Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 08-07-2017 00:00

Caso Latorre: la doble moral de criticar y consumir

El escándalo por la infidelidad del futbolista dejó al descubierto cómo la sociedad juzga pero, a la vez, disfruta las violaciones a la privacidad de los famosos. Hipocresía hot.

En tiempos en que las audiencias se escurren, los medios intentan engancharlas con filtraciones de asuntos particulares como si fueran de interés público. Pretenden calentar la pantalla con audios ardientes en el horario de protección al menor, o imágenes ambiguas claramente no producidas para televisión de alta definición.

Incapaces de producir noticias interesantes o ficciones novedosas, se conforman con ofrecer a toda hora panelismo berreta especializado en despedazar fragmentos de vida obtenidos sin autorización de alguno de los involucrados. Si antes había que pagar para escuchar los mensajes de una hot line, hoy circulan sin cargo para el consumidor, que puede optar por portarlos para consumo personal o usarlos, sin costo adicional, como ringtone que repite en sin fin la frase más comprometedora.

La sociedad se divierte sin culpa con las desgracias de gente de la tele, chivos expiatorios ideales para estos tiempos: los conocemos lo suficiente para criticarlos pero no tanto como para que nos dé culpa juzgarlos impiadosamente. Pero no es morbo nuestra patología, sino hipocresía. Sobreactuamos el escándalo por un culo en televisión o una teta en la tapa de una revista, cuando todos llevamos en el teléfono la selfie de alguien posando en cueros en el espejo del baño o del ropero. Acusamos de procaz el reggaeton pero no dudamos en hacer clic en el último audio hot que nos mandaron por mensaje privado. Despotricamos como bien pensantes mientras consumimos en privado el porno soft de la televisión.

Creíamos que alcanzaba con una ley de televisión para prohibir las imágenes inconvenientes, pero vemos que no hay disposición judicial que pueda silenciar un despecho que quiere desahogarse en cámara. Como no hay restricciones legales a la propia voluntad de resolver en horario central cuestiones que mejor sería guardar en casa. Si ni siquiera podemos evitar que nuestras hijas posen en las redes mostrando lomo o frunciendo la boca en besos virtuales. En una sociedad donde la violencia doméstica es causa de tantas muertes no es extraño que esos en los que confiamos sean los verdugos dispuestos a llevarnos a la picota pública. Ni el matrimonio mejor avenido se libra de la amenaza de un audio volador o de un video furtivo en manos de un amante despechado o una amiga ingrata.

No sólo cambiaron las reglas sino que ni siquiera funcionan las que nos inventamos para solucionar el descalabro. Suponíamos que la seguridad era permitir que las cámaras registraran nuestras vidas sin imaginar que se convirtieron en un nuevo factor de riesgo. Nos vendieron que grabarnos y estar comunicados las veinticuatro horas nos iba a proteger de los delincuentes comunes. Pero nadie nos dijo que esas grabaciones de cámaras de seguridad y de los micrófonos de los teléfonos podían secuestrar nuestra libertad en el WhatsApp para rematarla en público por el precio miserable de la fama o el despecho.

Mientras derrochamos corrección política para combatir las actitudes sexistas, no podemos parar de consumir cuestiones privadas incompatibles con nuestro discurso de progresismo público. Igual que hacemos en Instagram, nos escondemos tras el filtro de lo políticamente correcto para mostrarnos en la vida social y embellecer nuestros mensajes en contra de la discriminación, la traición, el sometimiento, la pornografía y otras atrocidades que se nos delatan cuando no tenemos filtro. La generación que luchó por la libertad sexual no sabe qué hacer con el logro conseguido.

Hace apenas unas décadas la mayor osadía era consumar el acto sexual y ser descubierto. Hoy, bastan unos segundos de audio donde se anuncie, describa o prometa algo que tenga que ver con sexo para que se convierta en un escándalo. Y si antes el pecador pescado era condenado al desprecio o al casamiento, hoy organizamos un escrache en la cancha o un linchamiento en las redes para castigar al descubierto en expresión de deseo sexual con penas que pueden llegar a la muerte virtual en esas mismas redes donde antes del desliz el infeliz se pavoneaba. O puede optar por mostrar su vergüenza en la televisión ante el tribunal de pelagatos que cobran venganza en un personaje que pensaban que era más feliz que ellos y que la desgracia equipara a su mediocridad cotidiana. 

*ANALISTA en medios

por Adriana Amado*

Galería de imágenes

En esta Nota

Comentarios