El Grupo de los 20 países más desarrollados y emergentes (G20) que delibera este fin de semana en Hamburgo nació en plena crisis financiera de 2008, cuando el riesgo de una desestabilización mayor de la economía global desnudó la morosidad del sistema multilateral para enfrentar emergencias conocidas, como las burbujas especulativas, pero de una velocidad de contagio sin precedentes.
En ese estricto sentido, el G20 mostró durante sus primeros años una eficiencia -ante la crisis- que le faltaba a los organismos multilaterales. Operó como un comando internacional de acción rápida que, aun con las diferencias de enfoque entre Estados Unidos y Europa sobre las políticas de austeridad, consiguió devolver alguna estabilidad al conjunto de la economía global.
Por eso mismo, en comparación con los organismos multilaterales tradicionales, el G20 se constituyó desde el principio en una mesa de discusión de intereses que las grandes potencias debieron abrir a los países en desarrollo, al principio ante la emergencia, después frente a la acelerada evolución del capitalismo globalizado como tal.
Con el paso del tiempo, aún frente a las disrupciones marcadas por la nueva postura de Estados Unidos o el Brexit, o por realineamientos como los de Alemania y Francia, los más poderosos –nucleados en el Grupo de las 7 (G-7) economías mas potentes del mundo -, han venido hasta ahora llegando a la mesa del G20 con sus intereses alineados y un plan consensuado. El G20 representa el 80% del PIB global y ellos concentran la mayor parte.
No ocurre lo mismo con los países en vía de desarrollo. La agenda todavía desarticulada de países emergentes marca un punto de alta debilidad frente a su contraparte desarrollada.
Es el caso de América Latina, representada en el grupo por la troika que conforman México, Brasil y Argentina. La realidad y el juego de intereses que supone el G20 demandan a nuestra región una única estratégia posible: presentar una agenda consensuada y compartida de prioridades, centrada primordialmente en los intereses de la región, desde el Río Grande hasta Tierra del Fuego.
Desde el mismo año de nacimiento del G20, en 2008, y desde una perspectiva crítica, se alzan voces que plantean que, una vez superado lo peor de la crisis, el G20 se ha convertido en un juego destinado a blanquear la estrategia de fondo de las grandes potencias con una agenda que sigue el ritmo impuesto por ellas. Otra lectura, diferente, nos abre la posibilidad de que el G20 suponga una instancia de mayor democratización de la gobernanza global en un momento en que todo el sistema multilateral cruje, impotente, mostrando su incapacidad para enfrentar los nuevos desafíos que sacuden la realidad planetaria.
Optamos por pensar que esta segunda alternativa puede ser viable. Tal vez, en Hamburgo, los realineamientos de Estados Unidos y Gran Bretaña, tanto como el del eje europeísta Francia-Alemania y el euroasiático de Rusia con China, reabran la dinámica de ese juego permitiendo su reformulación.
Ahora bien, Para avanzar en una mayor democratización del sistema de toma de decisiones mundiales, resulta imprescindible organizar al resto de los jugadores y lograr una participación cualitativa del mundo en desarrollo en la agenda global.
Asi, en cualquier escenario, es preciso comprender que sólo desde una posición compartida y firme ante las distintas negociaciones, fueren políticas, financieras o comerciales, los países emergentes pueden aspirar a compensar cuantitativamente, incluso con el peso de sus poblaciones y sus mercados, su menor capacidad económica y financiera actual.
En el G20, a diferencia de la ONU y del resto del sistema multilateral, no se vota sino que se acuerda. La cohesión de los emergentes, y en determinado caso de una región como América Latina, puede obligar a los dueños del juego a compartir la agenda y algunas decisiones globales, generando así una situación en la que ambas partes pueden ganar (win-win situation).
América Latina tiene ante sí una gran oportunidad para superar su carencia histórica de una agenda regional común elaborada con pragmatismo y para el largo plazo. Debe intentarlo ahora en Alemania y seguir con la ardua tarea en 2018, cuando Argentina sea la sede de la próxima Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del G20.
Una estrategia distinta sólo supondría continuar adhiriendo y legitimando los consensos de los otros.
*PRESIDENTE de la Fundación Embajada Abierta. Ex Embajador ante la ONU, Estados Unidos y Portugal.
por Jorge Argüello
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