Friday 29 de November, 2024

OPINIóN | 21-07-2018 02:57

La guerra santa contra Mauricio Macri

Al Presidente le gustaría tener una buena relación con el Sumo Pontífice católico, pero no puede ser.

Néstor Kirchner trataba a Jorge Bergoglio como “el jefe espiritual de la oposición política”. La antipatía era mutua: “Sí, él realmente no me soportaba. Las relaciones eran muy tensas”, diría el clérigo que tanto había molestado a Néstor luego de haberse convertido en el Papa Francisco, lo cual no fue óbice para que se reconciliara pronto con su viuda. Después de permitirse un momento de furia al enterarse de lo que acababa de suceder en Roma aquel viernes 13 de marzo de 2015, Cristina decidió que el apoyo del Santo Padre bien valía más de una misa.

Acertó. No le resultó del todo difícil hacer de Bergoglio un aliado muy útil. Felizmente para ella, el eclesiástico más importante del planeta compartía “el sentimiento” que, según los peronistas, es lo que ha mantenido vivo su movimiento a través de más de medio siglo en que ha protagonizado una serie de fracasos espectaculares.

Mauricio Macri es diferente. Aunque como tantos otros miembros de la clase política nacional tiene su cuota de genes peronistas, a ojos de Bergoglio el sucesor de Cristina encarna todo cuanto más odia. Cree que es de alma liberal, que no se le ocurriría combatir el capital como corresponde, que si es que tiene convicciones religiosas, son exóticas: ¿budistas, New Age, hindúes? A Macri le gustaría tener una buena relación con el Sumo Pontífice católico, pero no puede ser.

Para muchos macristas, el que el Papa ni siquiera intente ocultar la hostilidad instintiva que siente por su líder plantea un problema angustiante. Integrantes clave de Pro, comenzando con María Eugenia Vidal y Carolina Stanley, se destacan por su piedad. La ensambladora de Cambiemos, Elisa Carrió, es, o era, “de comunión diaria”. Cuando los cardenales eligieron a Bergoglio para ocupar el lugar dejado por Joseph Ratzinger, algunos macristas lloraron de alegría. No se les pasó por la mente que, sin perder mucho tiempo, el nuevo Papa se erigiría en “el jefe espiritual de la oposición política” e incluso callejera al gobierno que respaldaban con fervor casi religioso. ¿Es posible ser a un tiempo papista y macrista? Los hay que creen que sí, pero les está resultando cada vez más difícil.

Ya antes de optar Macri por pedirles a los legisladores debatir en torno a la despenalización del aborto con el presunto objetivo de diversificar la conversación política y, mientras tanto, distraer la atención de la ciudadanía del ajuste que sabía inevitable, los eclesiásticos, instigados por Bergoglio, manifestaban más simpatía por las agrupaciones populistas y hasta izquierdistas que por el oficialismo.

El tema del aborto les ha brindado un pretexto inmejorable para redoblar sus esfuerzos por socavar la autoridad del Presidente. Lo aprovecharon poniendo en marcha un movimiento de pinzas. Por un lado, atacan a Macri por su voluntad de asumir una posición neutral al señalar que, si bien personalmente está en contra del aborto, no vetaría una eventual ley destinada a despenalizarlo. Por el otro, lo vapulean por su supuesta falta de sensibilidad social a sabiendas que, por su origen, se trata de un punto débil en su armadura política.

Al hablar del aborto, Bergoglio llegó al extremo de comparar a quienes quieren liberalizar la legislación con los nazis que, según él, hacían lo mismo. En muchas partes del mundo, el truco retórico llamado “reductio ad Hitlerum”, que consiste en encontrar paralelos supuestamente reveladores entre las ideas reivindicadas por un grupo político contemporáneo y las de simpatizantes del dictador alemán, banalizando así al horror nazi, sólo sirve para desprestigiar a los que caen en la tentación de usarlo, pero el Papa habrá creído que cualquier exceso puede justificarse en la batalla que está librando contra lo que a su juicio es uno de los peores síntomas de la perversidad del mundo moderno.

El fastidio que siente Bergoglio puede entenderse. Hace poco sufrió una derrota dolorosa en el referéndum sobre el aborto que se celebró en Irlanda, un país tradicionalmente ultracatólico, cuando para sorpresa de casi todos más del 68 por ciento de los votantes se manifestaron en contra de las leyes draconianas, consagradas en la constitución, que lo prohíben en casi todos los casos. Por motivos comprensibles, no quiere que lo mismo suceda en su tierra natal, razón por la que los obispos y sus amigos están procurando presionar a los senadores para que hagan trizas del proyecto que fue aprobado por los diputados.

La actitud dubitativa de Macri ante el tema refleja el sentir mayoritario: escasean los partidarios del aborto a pedido, como si fuera cuestión de un asunto meramente personal, sin connotaciones éticas, religiosas o sociales, pero muchos son conscientes de que las leyes punitivas vigentes a menudo tienen consecuencias trágicas para mujeres, por lo común adolescentes, de recursos económicos limitados, sin que por eso sirvan para reducir la cantidad de operaciones clandestinas. Aunque las cifras que se manejan distan de ser confiables y la de “medio millón de casos por año” citada una y otra vez por los militantes puede ser una exageración, en opinión de la mayoría es claramente necesario modificar la legislación al respecto.

Con todo, si bien es más que probable que la postura ambigua de Macri frente a este tema tan divisivo se vea compartida por el grueso de la sociedad, ello no quiere decir que la sintonía así supuesta le reporte beneficios políticos. El electorado de Cambiemos no es más progresista, en el sentido local de la palabra, que el de los grupos multifacéticos que conforman la oposición. Las grietas ocasionadas por las polémicas a menudo feroces acerca del aborto en el Pro se han hecho mucho más visibles que las del peronismo que, de todos modos, está acostumbrado a minimizar el impacto de contradicciones que serían más que suficientes como para motivar el colapso de partidos o movimientos menos dúctiles.

Cuando Bergoglio fue elegido Papa, algunos previeron que, con un argentino como jefe de la confesión cristiana más numerosa, el país experimentaría un renacer religioso, pero no hay señales de que aquí se haya fortalecido la influencia espiritual de la Iglesia Católica. En cuanto a la influencia terrenal, las intervenciones en política de Francisco, casi siempre simbólicas como las supuestas por el envío de rosarios y mensajes cariñosos a “luchadores sociales” como la jujeña Milagro Sala y la actuación de personajes que se desempeñan como si fueran sus delegados, motivan más perplejidad que entusiasmo.

Desde hace un par de siglos, la Iglesia Católica está buscando la forma de frenar la pérdida de fe en las doctrinas con las que está irremediablemente comprometida. ¿Aún las toman al pie de la letra Francisco y los demás jerarcas? Es imposible saberlo, pero sorprendería mucho que hayan quedado inmunes a las dudas sembradas por generaciones de filósofos racionalistas, científicos, filólogos que desmenuzaron los textos sagrados, subrayando, entre otras cosas, los errores cometidos por traductores del hebreo y griego al latín y, más tarde, las lenguas modernas.

Desgraciadamente para los clérigos, no les ha sido dado impedir que el ácido del escepticismo siga corroyendo las bases de su fe, dejando sólo algunas tradiciones populares simpáticas y un conjunto de valores que, desvinculados del culto religioso en que crecieron, están perdiendo fuerza con rapidez. Los intentos de llenar el vacío con sustitutos –algunos inocuos como el arte, otros tan atroces como los movimientos políticos totalitarios–, no han hecho más llevadera la sensación de soledad resultante y la búsqueda frenética de alternativas. No se equivocaba G. K. Chesterton: “Cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”.

Al darse cuenta de lo inútil que les sería continuar repitiendo los argumentos teológicos que, respaldados por regímenes brutalmente represivos, durante siglos les había permitido conservar su autoridad, los líderes de la Iglesia Católica decidieron que les convendría aprovechar las deficiencias tanto espirituales como materiales de las sociedades modernas. En adelante, se concentrarían en las relaciones sexuales, defendiendo el matrimonio tradicional y condenando con vehemencia la homosexualidad, el uso de preservativos y, desde luego, el aborto. No les ha ido nada bien; en casi todos los países avanzados, sólo una minoría pequeña de devotos presta atención a las exhortaciones papales. Por lo demás, la serie interminable de escándalos que involucran a curas pedófilos les ha privado de lo que aún tenían de autoridad moral en este ámbito.

He aquí una razón por la que en todas partes los obispos, alentados por Bergoglio, están procurando cumplir el rol de voceros de quienes no tienen voz, en especial de los más pobres que tratan como víctimas del capitalismo liberal desalmado, y acusan a gobernantes como Macri de carecer de sensibilidad. Cuando los políticos les piden consejos concretos, contestan que no les corresponde hacerlo. Puede que sepan muy bien que, si un hipotético gobierno clerical pusiera en práctica las recomendaciones del Papa, provocaría una catástrofe aún más terrible que las producidas por los políticos laicos pero, es innecesario decirlo, tal detalle los tiene sin cuidado.

por James Neilson

Galería de imágenes

En esta Nota

Comentarios