Por Gustavo Sierra *
Ochenta azotes por vender o consumir alcohol. Cincuenta por fumar, incluso la «shisha», la clásica pipa de agua. Amputación de una mano por robar. Crucifixión pública si el robo fue a mano armada. Ninguna mujer puede salir a la calle sin su niqab, cubierta de negro de pies a cabeza, y acompañada por un hombre de su familia. Los comerciantes deben cerrar sus negocios cinco veces al día a la hora de los rezos bajo la amenaza de clausura y la cárcel. Cualquier chica mayor de 9 años puede ser tomada como esposa por un miliciano. Tener fotos de modelos en una tienda o en la casa conlleva al menos diez latigazos por imagen. Escuchar música con auriculares, o simplemente tenerla cargada en el teléfono o tomar una foto o tener una foto de alguien que no sea de la familia cercana en la memoria del teléfono celular, puede ser castigado hasta con cien azotes. Si la policía de la moral y las buenas costumbres, la Hisbah, detecta cualquier «haram» (pecado) detiene de inmediato al infractor y, muchas veces, al resto de la familia por «haberle permitido cometer la infracción». Todo depende, después, del tribunal que impone la sharía (la ley coránica del siglo XII), que es el que reparte los castigos. Si el «haram» es considerado una traición al Daesh, al Estado islámico o el ISIS en árabe, entonces todo termina con la decapitación en la plaza pública. Bienvenidos al mundo del ISIS. Más de seis millones de personas viven bajo este régimen en el norte de Siria e Irak.
Como todas las dictaduras, el ISIS guarda documentos y registros precisos de todas sus acciones. Algunos de esos documentos lograron salir de su califato y el servicio de inteligencia de Alemania, el Bundesnachrichtendienst (BND), los difundió a principios de 2016. Pero aún más importantes son los relatos diarios de los residentes en las principales ciudades de ese Estado, desde la capital, Raqqa, hasta Mosul, logran enviar a Europa a través de contrabandistas que los llevan a Turquía y que se publican en sitios de Internet como «Raqqa is Being Slaughtered Silently (RBSS)» o «Syria Deeply», que van marcando la evolución del régimen impuesto por Al Baghdadi y sus hombres de negro. Y están los relatos de primera mano de los que lograron escapar y que sobreviven en algún campo de refugiados de Jordania, El Líbano o Turquía. Todos ellos contribuyen a reconstruir esa vida diaria en el califato al que es casi imposible acceder sin jurar obediencia al régimen o ser un residente de toda la vida de esa zona. Sobre la base de estos datos y testimonios intentamos reproducir esa vida que retrotrae mil doscientos años en nuestra historia.
«Al principio parecía que iba a ser una gran fiesta. De pronto, la ciudad se llenó de extranjeros que nos sonreían y nos ofrecían comida. Las chicas estaban enloquecidas con estos barbudos de ojos azules que les recitaban versos del Corán con acento escandinavo. Pero eso duró, a lo sumo, una semana. Después comenzaron a aparecer los otros tipos y en menos de un mes, a principios de 2014, ya no nos podíamos mover. Salir de casa era peligroso. Entrar a Internet no era seguro. El vecino que conocíamos de toda la vida y con el que jugábamos al fútbol todos los días, de pronto apareció vestido de negro y con una Kalashnikov en la mano. Nuestro mundo ya había cambiado con la guerra pero ahora estaba dado vuelta y no podía ver nada», relata Abdel Aziz al Hamza, un sirio de 24 años, que estudiaba biología en la universidad de Raqqa hasta que fue cerrada y que es uno de los fundadores del sitio RBSS, multipremiado y con fondos europeos para seguir con su fantástico trabajo.
«En marzo de 2013 —prosigue Hamza su relato— la ciudad había sido tomada por una fuerza conjunta del Ejército Libre Sirio (ELS) y Al Nusra. Esa noche fuimos a festejar a la plaza y vimos cómo tiraban abajo la estatua de Hafez al Asad, el padre de Bashar. Raqqa se convirtió en la primera ciudad provincial en ser liberada. Se eligió un consejo de gobierno en el que estaban representadas todas las fuerzas y todos queríamos ayudar. Pero pronto comenzaron los problemas. Primero hubo abusos de algunos del ELS que a la gente no le gustaron. Y al mismo tiempo comenzamos a escuchar que una nueva fuerza se estaba concentrando en el pueblo cercano de Slouk. Los de Al Nusra desaparecieron y todos decían que se habían juntado con los de Slouk. Tres meses más tarde comenzó la guerra entre el ELS y los que avanzaban, que eran los del ISIS y que nosotros hasta ese momento no teníamos idea de quiénes eran. Seis meses más tarde, tenían control absoluto de la ciudad y la región».
«En ese momento —sigue contando Hamza— creíamos que venía la segunda liberación. Muchos campesinos a los que los del ELS los habían obligado a pagar impuestos, estaban contentos. Y enseguida pusieron orden en la ciudad. Terminaron con el caos de autos y camionetas. Colocaron policías en la calle. Y las brigadas daban vueltas constantemente. Había tantos extranjeros que nosotros bromeábamos con que en nuestra ciudad se iba a jugar el mundial de fútbol. Hasta que de pronto comenzamos a escuchar las primeras barbaridades: una chica que había ido a comprar pan y que la secuestraron para casarla con un miliciano; del peluquero de la otra cuadra que fue azotado brutalmente porque no cerró el negocio como le habían dicho. Y después vinieron las decapitaciones. En la plaza de Na’eemin (paraíso), que hasta entonces siempre estaba llena de chicos y jóvenes que se encontraban allí para pasar la tarde, comenzó a ser el lugar para ejecutar las sentencias de un tribunal que nadie conocía. Allí le cortaron la cabeza a varios soldados del ELS y a unos cristianos que se habían negado o no habían podido pagar un impuesto especial para permanecer en la ciudad. Ya nadie quería pasar por ese lugar, ni siquiera en auto.»
De acuerdo a varios testigos citados en estos sitios de Internet, los milicianos del ISIS que llegaban de a decenas eran conducidos de inmediato a unas casas que habían confiscado y que usaban como hoteles. Las mujeres solteras que venían de Europa u otros países de Medio Oriente y Asia iban a parar a donde antes funcionaba una fábrica de alimentos y las hacían cocinar para los hombres. Dos veces al día entregaban las ollas a unas camionetas que las transportaban hasta la zona de los hombres o, directamente iban hasta las afueras de la ciudad, a las barracas donde descansaban los que habían estado en el frente. En toda Raqqa se envidiaba a esos milicianos porque no sólo recibían comida recién hecha sino que les llegaban cargamentos de Nutella (la famosa crema de avellanas elaborada en Italia), latas de Red Bull (la bebida energizante), chocolates y hasta cheesecake. Eran los días en que Al Baghdadi quería mantener felices a los extranjeros para que entusiasmaran a otros a unírseles. Pero al mismo tiempo, la famosa plaza del reloj que le daba carácter a la ciudad comenzó a ser el nuevo centro de ejecuciones. La estatua que simbolizaba la libertad fue derribada y en ese mismo lugar se colgaron crucificados tres cadáveres de hombres que habían sido ejecutados con tiros en la cabeza. Estuvieron allí los cuerpos descomponiéndose por casi una semana. Y la brigada femenina Khanshaa, la policía moral que impone la sharía, la ley coránica, a las mujeres, apareció de golpe en todos lados. Castigaban con latigazos a las que tenían el velo un poco corrido o que habían ido a buscar los chicos a la casa de su suegra sin la compañía de un hombre, un caso comentado por un matrimonio que logró escapar y está en Turquía con sus hijos. Las chicas ya no dejan sus casas. Algunas viven encerradas desde hace tres o cuatro años por temor a ser secuestradas y obligadas a casarse con algún miliciano. Las viudas pueden correr la misma suerte y muchas ocultan su dolor cuando les informan que sus maridos murieron en el frente. Otras, se entregan para darle de comer a sus hijos.
«No hay escapatoria. No hay trabajo de ningún tipo para las mujeres a menos que te unas a ellos. Mi marido murió combatiendo con el ELS y yo quedé viuda. Por suerte ya soy grande, tengo 52 años, y no me vinieron a buscar de inmediato. Pero me tuve que ir antes de que me viera obligada a pedirles por favor que me dieran un trabajo, eso me hubiera obligado a casarme con uno de los jefes y seguramente me iban a usar de esclava en la cocina y lavando ropa», dice Faten Ahmed que permanece como refugiada en el campo de Azraq, en Jordania, hace ya casi dos años. «Muchas mujeres que conozco se tuvieron que entregar para darle de comer a sus hijos.»
Para poder salir de las ciudades, por ejemplo para asistir a un casamiento o un funeral, fuera del territorio del ISIS, hay que dejar una garantía. Puede ser una propiedad, un auto y si no se tiene posesiones, se debe dejar a otras personas como garantes de que se va a regresar. De todos modos, el trámite puede ser engorroso y peligroso. Se presenta la solicitud ante la autoridad local del ISIS, pero si por alguna razón sospechan de que se quieren escapar, directamente van a la cárcel. Luego, un tribunal decide el castigo. Hay retenes en todas las salidas, rutas y accesos. Es casi imposible salir sin ser visto. «Para no poner a nadie en riesgo, la mejor manera es inventar alguna excusa y dejar la casa o el campo como garantía. Así te dejan subir a toda la familia en una camioneta y puedes irte. Después necesitas pagar unos mil dólares por cada persona a un contrabandista que te saque por Irak o por Turquía. Lo mejor es por Irak y venir hasta acá, en Jordania», cuenta Jassem en una entrevista con un reportero de un diario de Amman en el mismo campo de refugiados de Azraq, levantado en el medio del desierto, no muy lejos de la frontera siria.
Y los que no tienen más remedio que quedarse como Ibrahim Aziz, el nombre supuesto de un técnico electricista que el ISIS «contrató» para mantener el suministro de energía en un barrio de Raqqa, se preguntan todo el tiempo cómo deben comportarse. «Para ir hasta la planta de electricidad tengo que atravesar la plaza principal, pero camino varias cuadras de más para no pasar por ahí, por lo de las ejecuciones. No sabría qué hacer si me topo con esa situación. ¿Tengo que detenerme y observar o es mejor mirar para otro lado y seguir de largo? ¿Debo aplaudir como los otros que están ahí cuando ven que la cabeza salta para un lado y el cuerpo para el otro? ¿Qué hago si me dan ganas de llorar o de vomitar? ¿Le cuento a alguien lo que vi o me lo guardo para mí? ¿Qué le digo a mi mujer y a mis hijos?», se pregunta Ibrahim en un mensaje que envió a un amigo en Turquía y fue reproducido por la revista alemana Der Spiegel. Y se hace otra pregunta aún más inquietante: «¿Soy un colaboracionista por mantener la electricidad funcionando? ¿Soy un colaboracionista como los que trabajaron con los nazis?»
* Periodista y cronista de guerra. Autor de "Los chicos del ISIS", editorial Planeta.
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