Con la excepción de Donald Trump, Vladimir Putin es el más notable de todos los líderes políticos actuales. No es que los dos tengan mucho en común. A diferencia del norteamericano, que a menudo brinda la impresión de no preocuparse por lo que está sucediendo en el mundo, el ruso se destaca por su capacidad para aprovechar al máximo las oportunidades para incrementar tanto su propio poder como aquel del país que gobierna. Trump tiene fama de ser un personaje impulsivo, un táctico a veces astuto pero sin nada que se asemeje a un ideario coherente, mientras que Putin es considerado un calculador gélido cuyo desprecio por las normas que supuestamente imperan en la “comunidad internacional” se basa en la convicción de que sólo sirven para sostener un orden que le encantaría desmantelar.
A Putin no le ha sido difícil alcanzar el primer objetivo, el de consolidarse como el líder indiscutido de la Madre Rusia. El domingo pasado se anotó un triunfo electoral casi soviético al obtener más del 75 por ciento de los votos, de tal modo asegurándole seis años más como líder máximo; si bien hay buenos motivos para cuestionar los resultados, ya que las denuncias de fraude parecen verosímiles y el régimen, además de dominar por completo los medios periodísticos, se las arregló para impedir que rivales de fuste se candidatearan, nadie niega que aun cuando se hubiera respetado todas las reglas formales habría ganado por un margen muy amplio. Para el grueso de sus compatriotas, Putin, un hombre fuerte casi caricaturesco al que le gusta fingir ser una especie de superhéroe, representa la seguridad, cierto bienestar incipiente y, lo que para muchos es muy importante, el orgullo nacional. Aun más que otros pueblos, el ruso necesita sentirse parte de una epopeya.
Así y todo, el segundo objetivo de Putin, que es hacer de Rusia una superpotencia auténtica que esté en condiciones de competir en pie de igualdad por la supremacía mundial con Estados Unidos, China y Europa occidental que, a pesar del Brexit, no ha dejado de desempeñar un papel influyente en el tablero estratégico, sigue eludiéndolo. Puede que le sea inalcanzable. A pesar de sus dimensiones geográficas colosales, Rusia sigue siendo un país pobre, con un producto bruto que es menor que el de Italia o Canadá y apenas superior a aquel de Australia o España. También está experimentando un colapso demográfico angustiante: se prevé que para el año 2050 haya menos de 110 millones de habitantes de la Confederación Rusa frente a los 143 millones que hay en la actualidad. A menos que la tendencia se revierta, pronto habrá más etíopes que rusos.
Putin, pues, se ve ante un dilema nada grato. Si fuera un realista, se resignaría a que Rusia sea a lo sumo una potencia mediana para concentrarse en mejorar la calidad de vida de la gente, como en efecto hicieron otras naciones europeas luego de perder sus imperios, pero no quiere hacerlo porque entiende que su propia reputación depende de la promesa de restaurar las glorias del pasado zarista o soviético y, de todos modos, parecería que comparte la convicción, que contribuyó a impulsar la expansión del ducado de Moscú hasta el Pacífico y los confines de Alemania, de que el destino le ha confiado al pueblo ruso el deber de salvar al género humano del vacío espiritual que amenaza con tragarlo.
A pesar de ser un país mayormente atrasado conforme a las pautas en boga, bajo Putin Rusia ha logrado intervenir propagandística y militarmente no sólo en el “exterior cercano” ex soviético, sobre todo en Ucrania, país al que ya privó de la península de Crimea y aspira a apoderarse de otros pedazos, sino también en el Oriente Medio. Es gracias a la ayuda rusa que el dictador sirio Bashar al-Assad está por aplastar los últimos reductos de la rebelión sunnita en su contra, mientras que los teócratas iraníes esperan contar con su protección en el caso de que Estados Unidos procure derribarlos por medios no sólo económicos. Es que Putin tiene buenos motivos para temer al yihadismo sunnita que esporádicamente perpetúa atentados sanguinarios en Rusia; aproximadamente el 10 por ciento de la población es musulmán y todo hace prever que la proporción crecerá mucho en los años venideros.
Putin nunca ha intentado disimular su voluntad de debilitar a Occidente, comenzando con la Unión Europea, so pretexto de que plantea una amenaza existencial a Rusia. Tal punto de vista dista de ser novedoso: en la época de los zares, abundaban intelectuales eslavófilos que pensaban igual; los bolcheviques, por razones que según ellos se inspiraban en su versión del marxismo, coincidían. Mientras que en muchos países europeos la Unión Soviética disfrutaba del apoyo fervoroso de izquierdistas leales a la supuesta patria del proletariado, la Rusia de Putin se ve respaldada por los militantes de agrupaciones calificadas de derechistas que incluyen en sus filas a muchos comunistas reciclados, como el Frente Nacional francés -que acaba de rebautizarse Agrupación Nacional-, y los ganadores de las elecciones italianas, el Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo y La Liga encabezada por Matteo Salvini. A su juicio, Putin es paladín del Estado nacional que los “burócratas de Bruselas” y sus amigos están tratando de subordinar a instituciones cosmopolitas.
Además de ser acusados de enviar dinero a partidos europeos que les son afines o que, por lo menos, les parecen útiles, los rusos han sido denunciados por interferir en las elecciones de otros países. Los más escandalizados son, cuándo no, los políticos y comentaristas norteamericanos que, pasando por alto la vasta experiencia de su propio país en la materia, ven la mano de Putin en todo resultado que les parece lamentable, comenzando con el triunfo de Trump en noviembre de 2016. Aunque es más que probable que los rusos sí hicieran algo en los medios sociales para perjudicar a Hillary Clinton, es un tanto absurdo suponer que, por invertir una fracción minúscula del dinero que fue gastado en propaganda por los demócratas estadounidenses, lograran ubicar a un títere de Putin en la Casa Blanca. Pero son muchos los norteamericanos que se han convencido de que realmente fue así.
Puesto que es del interés del Kremlin sembrar cizaña en los países occidentales y hacer creer que Rusia ha vuelto a ser una gran potencia, puede tomarse por un gran éxito el que tantos sigan insinuando que el “oro de Moscú” posibilitó el batacazo de Trump, el Brexit y el avance de partidos nacionalistas en Europa. Otra ventaja sería que los desconcertados por lo que está ocurriendo continuaran resistiéndose a prestar la debida atención a las causas internas de lo que tanto les enoja, de tal modo asegurando que la crisis amorfa que está agitando al mundo occidental se agrave cada vez más. Al tratar a Putin como un genio del mal, el responsable de todos los reveses sufridos por la centroizquierda que hasta hace poco era hegemónica, los enemigos occidentales del “nuevo zar” ayudan a que su figura se agigante, lo que a buen seguro le complace mucho.
Por ser tan siniestra la reputación de Putin, es comprensible que los británicos, acompañados por los norteamericanos, franceses y alemanes, se hayan persuadido de que ordenó personalmente el intento de asesinato de un ex espía exiliado en Inglaterra, además de su hija y un policía, con un agente nervioso, parecido al sarín, que fue elaborado en un laboratorio ruso. Según los dirigentes británicos y, con matices, sus aliados, los rusos son los únicos que poseen un gas tóxico de aquel tipo y, en vista de que en su país nada sucede sin la autorización expresa de Putin -el que, para más señas, había declarado en público que los traidores deberían morir-, parece lógico suponer que se trataba de un operativo oficial o, tal vez, de uno emprendido por integrantes sueltos de los servicios secretos decididos a castigar a Serguei Skripal por haber pasado información valiosa al MI5.
Aunque Putin y sus voceros reaccionaron con furia frente a la denuncia británica, jurando que nunca soñarían con hacer algo tan maligno y señalando que hubiera sido estúpido de su parte arriesgarse de tal manera en vísperas de elecciones y de la Copa Mundial de fútbol, su forma jocosa de defenderse, mofándose ante las cámaras televisivas de la propensión de los adversarios de Putin de morir en circunstancias misteriosas en distintos lugares del Reino Unido, pudo interpretarse como una confesión de culpa. Por lo demás, ya han sido varios los asesinatos al parecer patrocinados por el régimen ruso en Inglaterra, entre ellos el de Alexander Litvinenko que, en 2006, ingirió una taza de té mezclado con polonio 210.
¿Le conviene a Putin que en los países occidentales más poderosos lo crean plenamente capaz de actuar como un capo mafioso o un ayatolá iraní? Le importaría si quienes lo acusan de ser un gángster tomaran medidas que le ocasionaran dificultades insoportables, pero sorprendería que los europeos o norteamericanos -aunque con Trump nunca se sabe- estuvieran dispuestos a hacer más que vociferar protestas y ordenar la expulsión de contingentes de diplomáticos rusos. Las sanciones económicas son un arma de doble filo cuyo uso no dejaría ilesos a los occidentales. En cuanto a la opción nuclear, la de boicotear el Mundial, parecería que, con la excepción de algunos británicos airados, nadie se ha propuesto ir a un extremo tan antipopular.
por James Neilson
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