Muchas personas conocen a Pedro, Judas, Tomás y otros seguidores de Jesús, pero poco o nada saben de un personaje central para los inicios del cristianismo: Santiago el Justo, a quien la primera literatura cristiana llama “hermano (adelphos) de Jesús”.
Sobre su identidad y parentesco hay desacuerdos que provienen de los mismos padres de la Iglesia. Por un lado, varios personajes en el Nuevo Testamento reciben el nombre de Santiago (el más conocido de los cuales es el hermano de Juan e hijo de Zebedeo y figura central del culto en Compostela). Sin embargo, nuestro Santiago no sería identificable con el apóstol llamado Santiago de Alfeo o “el menor” (Mc 3.18; Mt 10.3; Lc 6.15; Hch 1.12), identificación que sí apoyaba san Jerónimo (Hombres ilustres 2), sino que habría estado entre los parientes de Jesús que, según los cuatro evangelios, no apoyaron su misión inicialmente (Mc 3.20-21, 31-35; 6.3, Mt 12.46-50, 13.55; Lc 8.19-21; Jn 7.2-5).
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Por otro lado, el hecho de que se designe a Santiago como adelphos del rabí de Nazaret supondría un vínculo de sangre. La tradición católica, ortodoxa y ciertos grupos de protestantes comprenden a Santiago como primo de Jesús, siendo hijo de una hermana de María, un hijo de un matrimonio anterior de José para otros. Estas posturas se sostienen también en que la palabra hermano en hebrero y arameo supone un grado de parentesco amplio, no circunscripto al hijo de los mismos padres. Otros grupos cristianos protestantes comprendieron la designación de Santiago como adelphos de manera literal, lo cual supondría entender que María y José tuvieron más hijos luego de nacer Jesús.
No es hasta Hechos de los apóstoles que encontramos bien identificado a Santiago, el hermano de Jesús, a quien se presenta en tres capítulos, siempre al frente de la iglesia jerosolimitana (Hch 12.17; 15.13-21; 21.17-21). Pablo mismo en la Epístola a los Gálatas, escrita hacia el 55 d.C., menciona al hermano del Señor y lo describe como el representante más extremo de la observancia de la Ley mosaica, cuya autoridad amedrenta al mismo Pedro (Gal 2.11-14).
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Santiago y el apóstol de los gentiles aparecen en los polos opuestos de esta incipiente fe: el primero promoviendo la adhesión a los lineamientos del judaísmo y comprendiendo a Jesús como un mesías nacional, el segundo proyectando a Cristo como un salvador universal y relativizando las observancias. Esta divergencia de opiniones tuvo sus continuadores dentro de las primeras comunidades. Así como Pablo se volvió la figura central de las iglesias de composición mixta, las primeras en separarse de la sinagoga, Santiago se transformó en el representante de los judeocristianos, grupos de creyentes que pese a considerar a Jesús como el ungido, seguían cumpliendo el descanso sabático, respetaban los tabúes alimenticios judíos y mantenían la circuncisión. Estos círculos siguieron existiendo hasta entrado el siglo IV, cuando experimentaron una progresiva marginación.
Gran parte de la literatura cristiana producida por estos grupos ensalzaba a Santiago como depositario de revelaciones especiales de Jesús y garante de la verdadera doctrina. Uno de esos documentos se encuentra en el Nuevo Testamento: la Epístola de Santiago. En la misma, su autor, asumiendo la voz de Santiago, proclama que la fe sin obras está muerta (Sg 2.14-26), es decir que la fe en Cristo por sí sola, como pregonan los cristianos paulinos, no alcanza, sino que debe manifestarse en acciones y en el cumplimiento de los preceptos.
Santiago también es una figura elogiada por su rol de líder en el Evangelio de Tomás, el Evangelio de los Hebreos, el Primer y el Segundo Apocalipsis de Santiago y el Protoevangelio de Santiago, todas ellas producidas entre los siglos II y III d.C. La tradición occidental cristiana ha fundido su figura con la de Santiago el de Alfeo desde el siglo V, por lo cual su relevancia como cabeza y modelo de una gran parte de los cristianos antiguos se desdibujó.
*Historiador, investigador del CONICET especializado en cristianismo primitivo.
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