Nadie puede alegar que no sabía. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, había dado todas las indicaciones de que esto iba a suceder.Repasemos.
Apenas asumió su cargo se sumo al coro integrado hasta ese momento solo por su colega estadounidense Donald Trump para desacreditar la idea de que el cambio climático es una amenaza. Más aun, tal como el propio Trump había dicho cuando era candidato, se acopló a la inescrupulosa noción de que se trata de una farsa para impedir que ciertos países, casualmente los que ellos presiden, se mantuvieran competitivos. El crecimiento económico, dicen Bolsonaro y Trump, solo se puede alcanzar como sentenciaba el manual del siglo XX de la posguerra: a costa de la naturaleza.
Bolsonaro, aupado en esa prepotencia, tomó medidas. Primero, destruyó el hasta entonces señero, histórico y prestigioso Ministerio de Ambiente de Brasil y lo colocó, como para que no queden dudas, dentro del Ministerio de Agricultura. Todos los ministros de Ambiente de la historia brasileña firmaron una carta abierta repudiando la decisión. Bolsonaro contestó fundamentando tal decisión: se duplicaría la superficie de soja transgénica del que ya es hoy primer productor mundial. Ese crecimiento de la frontera agropecuaria, tal como ocurre en la Argentina respecto de los bosques nativos del NOA, solo puede dirigirse hacia un sitio: el Amazonas.
Luego, lanzó señales políticas indubitables que funcionaron como el pistoletazo al cielo para iniciar una carrera para ver quién derriba el último árbol: desmanteló los servicios de protección forestal contra incendios; colocó los programas de prevención de desastres dentro del ámbito de la Seguridad (lo mismo que se hizo hace dos años en la Argentina, con lo que la prevención pasó, en ambos países, a ser palabra vacía); despotricó contra las reservas indígenas y los parques nacionales y sostuvo que no serían obstáculo para las políticas de "desarrollo" -léase ganadería, agricultura sojera, minería a cielo abierto y represas- en la zona.
Solo así se explica el aumento de más del 80 % de los incendios promedio de los últimos 50 años, incluso en períodos de sequías más agudos que el actual.
¿Cuán grave es esto? Punto uno. Los que se desgañitan (de un lado y del otro de las llamas, paradójicamente) señalan, como denunciantes que hallaron el origen de todo, que se trata de incendios intencionales. Desde que el hombre aplica su saña contra la naturaleza, aunque la disfrace de acción agrícola o ganadera o de mera fogata de camping, los fuegos se inician porque alguien los enciende: eso es lo intencional. Y rompe con la lógica del fuego como eslabón natural en el ciclo de las estaciones del año, que cuando no había "intencionalidad" actuaba como un factor más en el ciclo de la vegetación. El problema es que, además de intencional, en el Amazonas es deliberado. Busca cumplir el propósito oficial de convertir esa cosa desprolija y poco productiva llamada selva en un inmenso campo de soja y ganado.
Punto dos. La pérdida del Amazonas tiene la gravedad de aquello que remite a una de las cuatro leyes de la ecología de Barry Commoner: todo está conectado con todo lo demás. El Amazonas no es el "pulmón del planeta", en el sentido de que sin ese ecosistema no habría oxígeno. Cumple en cambio dos funciones colosales, asociadas a la ley mencionada más arriba. Por un lado, es un inmenso depósito de dióxido de carbono, que mantiene relativamente a raya los altísimos niveles de acumulación de ese gas en la atmósfera. Y por otro, tiene tal concentración de humedad que sus alturas están atravesadas por "ríos aéreos" de nubes que cumplen una función silenciosa y determinante en la naturaleza: transportan minerales que alimentan minúsculos organismos marinos llamados diatomeas, que sí son los grandes generadores de oxígeno en el planeta.
Punto tres. El problema que hoy enfrentamos en el Amazonas es simbólico. Y lo simbólico suele ser lo más decisivo en las mentes. Los miles de incendios dirigidos a "pavimentar" la selva desafían la definición de progreso de esta época. "No basta conciliar en un término medio el cuidado de la naturaleza con la renta financiera. En el medio ambiente, el término medio equivale a una pequeña demora en el derrumbe", escribió el Papa Francisco en la Encíclica Laudato Si. Y su conclusión es clara: "Simplemente se trata de redefinir el progreso".
¿Se recupera el suelo quemado? La gran respuesta es: ¿para qué? La selva es un ecosistema que cumple muchos servicios ambientales, desde el de las diatomeas hasta la conservación de especies de insectos que garantizan flujo de materia y energía en los suelos, pasando por la filtración del agua que se va contaminando, que desaparecen o se obturan cuando es transformada en otro sistema, y más si es de monocultivo. La naturaleza lleva miles de años diseñando esos sistemas de los que los seres vivos "se aprovechan". Lo que se "recupere" tras los incendios será un sistema distinto al original, más pobre y con un horizonte productivo más corto.
Partes de un todo. Las bravuconadas de Bolsonaro colisionan con el piso ético de una época en la que los valores no son los que prefiguraban que "la naturaleza está al servicio del hombre (o del capital)", según se escribía con caligrafías distintas pero significados idénticos a ambos lados de la cortina de hierro. El simbólico actual tampoco admite la idea ultra-desarrollista que considera a la naturaleza virgen un estorbo y a las políticas ambientales una materia superflua que podrá atenderse cuando las necesidades básicas estén satisfechas. Nadie en plenitud de uso de su honestidad puede mantener ese argumento en un mundo cuyos indicadores ambientales empeoran día tras día y los niveles de concentración de la riqueza y de aumento de la desigualdad son colosales y avergonzantes.
Hace cuarenta años el argentino Tomás Maldonado escribió un profético libro llamado "Ambiente humano e ideología" en el que aseguraba que "el escándalo de la sociedad termina con el escándalo de la naturaleza". El Papa lo retoma: no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. De ahí que la disciplina de los Bolsonaro -y otros- de cumplir la disposición de hacer de sus países periféricos oferentes de commodities sin sustentabilidad ambiental (ni económica, ni social), condena a esos territorios a la primarización de sus exportaciones, al languidecimiento de sus industrias y, a la pérdida del patrimonio natural neto.
Bolsonaro no repara en que los límites geográficos que hacen del Amazonas una pertenencia brasileña son posteriores a la existencia de ese ecosistema, que no reconoce límites. Caso contrario, debería anotarse al Amazonas como un área a proteger -bajo explotaciones sustentables- de acuerdo a su función global en el planeta.
Pero para que eso ocurra la raza humana debe exhibir dos cosas que en ciertos liderazgos no abundan: humanidad, en cuanto a saber que "apenas" somos parte de un todo, y humildad para pensar en el futuro y en cómo lo diseñamos cada día.
*BIÓLOGO, periodista científico, presidente de la Fundación Ambiente y Medio.
por Sergio Federovisky *
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