Jeffrey Epstein, el príncipe Andrés y Virginia Roberts Giuffre. (AFP)

“Chica de nadie”: Autobiografía de una víctima en el infierno de Jeffrey Epstein

El libro todavía no se publicó en castellano. Lo escribió Virginia Roberts Giuffre, la mujer que acusó al empresario y señaló al príncipe Andrés. Su terrible testimonio.

El libro de Virginia Roberts Giuffre “Nobody´s Girl” (Chica de nadie) acerca de la explotación a la cual Jeffrey Epstein y Ghislaine Maxwell la sometieron durante dos años, también podría llamarse “Chica sola”. A lo largo de su relato, coescrito con Amy Wallace, conmueve la continua presencia de la soledad, del desamparo desde la infancia hasta su muerte por suicidio. Su infancia fue brevemente feliz. El abuso sexual de su padre empezó cuando ella tenía 7 años y duró hasta los 11, e incluyó el abuso de un amigo del padre que le ofreció que intercambiaran hijas. Hasta su último día, la vida de Virginia parece haber sido la de una persona expuesta siempre a la peor de las situaciones. Una desprotegida crónica que cree cada vez que va a lograr evitar lo horrible, pero siempre se equivoca. A los 14 años sale con dos chicos una noche y termina violada en un auto. Hace una denuncia ante la policía, pero los muchachos pretextan que no hubo violación sino consentimiento, y este es un detalle menor en su sórdida adolescencia.

Empieza a trabajar en Mar-a-Lago, el club en Palm Beach de Donald Trump, a los 16 años y su uniforme debió de resaltarle un lado infantil, sexy y vulnerable, la mezcla perfecta para el predador. Ella siente que algo bueno le está pasando y le va a pasar. Tristemente quien pasa en auto con chofer es Ghislaine Maxwel, como de costumbre buscando muchachas muy jóvenes para Epstein, que se jacta de necesitar biológicamente (su elección de palabra) tres orgasmos por día. Ghislaine conoce las características de la presa y Virginia no es la primera como tampoco será la última. En realidad, parece haber sido básicamente la ocupación principal de Maxwell, su modo de asegurarse una participación en la vida lujosa de Jeffrey Epstein. Le asegura a Virginia en ese primer encuentro, antes de llevarla a la casa de Brillo Way –así se llamaba la calle– que tiene un trabajo sencillo para ella que mejorará su estatus y le dará más dinero. Consiste simplemente en hacerle masajes a un hombre muy rico. No le aclara qué tipo de masajes ni qué tipo de hombre, porque pronto se dará cuenta sola. Ni para Epstein ni para Maxwell fue terrible lo que hacían, estuvieron siempre entretenidos y de lo más contentos con sus perversiones. Melinda Gates cuando conoció a Epstein lo definió como la personificación del diablo.

Epstein usa sexualmente a Virginia y la entrega a sus conocidos sin ningún problema. En parte para hacerles chantajes o pedirles favores en caso de necesitarlos. Debió parecerle una buena inversión con la que podía tentar a otros como él, y no fueron pocos. La lista de hombres a quien les ofrece Virginia, como si fuera una propiedad suya que generosamente comparte, es larga. Entre muchos otros: un ex gobernador, un ex senador, académicos, científicos, el dueño de una agencia de modelos, un violento y cruel primer ministro y un expríncipe (Randy Andy, como lo llaman, una posible traducción sería Andy, el libidinoso). Por las fotos de ella en esa época, una con Andrés y otra en el cumpleaños de la modelo Iman, prevalece en Virginia un aire de inocencia. Da la sensación de que es una chica que en cualquier momento se pondrá a jugar con una Barbie. El vanidoso, el arrogante Andrés, sintiéndose realeza no pudo soportar lo que ella decía. No, él no sudaba copiosamente, había perdido la capacidad de sudar en la guerra de las Malvinas. Para negar una verdadera acusación recurrió a un detalle patriótico.

Virginia debió tener el espíritu de la buena alumna, la que siempre quiere agradar a la maestra. Se esforzaba demasiado en lo que le exigían y de ahí la desolación de todo. Pudo esmerarse en lo sexual porque ya había sido una chica abusada por hombres adultos: su padre, el amigo de su padre, otro hombre con agencia de mujeres para el sexo pago, el amigo de este hombre, ellos dos ya de edad avanzada. En su libro se repite el deseo de complacer, la ilusión de que si se entrega sexualmente como le piden la van a apreciar, querer.

Ella se defiende contra el argumento de que tampoco era tan mala vida ser el objeto sexual de Epstein y estar a su disposición durante día y noche. De hecho, la primera vez que va a New York y logra liberarse de Epstein y Maxwell por unas horas, cuando vuelve a la mansión que él tiene en la calle 71 y Quinta avenida, inmueble con calefacción en la vereda para que se derrita la nieve, los encuentra a los dos trastornados por su ausencia. Algunos hasta pretextan que las víctimas de Epstein no merecen compasión porque era un trabajo bien pago, con viajes a Paris, Londres, Nueva York y estadías en una isla del Caribe que pertenecía enteramente a Epstein. Quizás pensar así es darle demasiado valor al dinero y a todo lo que puede pagar y comprar.

El otro argumento contra la denuncia de Virginia es por qué no se fue, por qué no se liberó de esa esclavitud. Mejor no juzgar la muy común dificultad de desprenderse de lo que daña. Ella nota cuando está en lugar público con Epstein y Maxwell que la gente los percibe como padres e hija y esa imagen la reconforta. Se indigna como si fuera una grosería cuando Epstein le advierte que no existe el hombre fiel, ser hombre es lógicamente ser infiel, pero no es una lógica que ella entiende. No es una profesional del sexo; es una romántica.

Y como buena romántica cae en la más común de las trampas: enamorarse sin reparos. Logra finalmente que Epstein y Maxwell cumplan con una promesa que le hicieron al principio: ayudarla a ser una masajista profesional. Para eso le pagan el mejor de los cursos posibles en Tailandia, con estadía en hotel de lujo. Sorprende un poco esa generosidad, pero por supuesto el ofrecimiento viene con un interés. Epstein quiere que encuentre allí a una chica que le interesa y que probablemente quiere agregar a su lista y a su colección de fotografías de muchachas desnudas. Ella, en cambio, encuentra al amor de su vida y en menos de dos semanas se casa, no legalmente aún, pero en una ceremonia privada que representa para ella un casamiento. Llama a Epstein para darle la noticia y él corta el llamado enseguida, deseándole que sea feliz.

Y a esta altura del relato, le deseamos lo mismo, pero sinceramente. ¿Cómo no desear que le pase algo bueno a una chica maltratada por la vida que quiso ser guerrera, ignorando su fragilidad y luchando por obtener la justicia que le era debida? La consiguió, pero para obtener algo de paz, a pesar de toda la ayuda psicológica que recibió de terapeutas, a pesar del espejismo de un matrimonio reparador que también dejó de serlo y de una maternidad alentadora, hubiera debido ser otra persona para lograrlo. Al final, lo que le toca es un sinfín de estadías en hospitales por distintas razones físicas. Su sistema inmunológico empieza a fallar y el cuerpo parece decir basta demasiadas veces. Su suicidio no termina con la historia de una vida como ella la contó. Como muchos suicidios la continúa, mejor dicho, la inicia de otro modo.

 

Flaminia Ocampo