**1/2 El canadiense Dennis Villeneuve vuelve a utilizar el plano gigante, subrayado, solemne, para hacer algo con la ciencia ficción. La novela de Frank Herbert tuvo un par de adaptaciones: la más notable sin dudas ese fracaso hermoso que fue la de David Lynch, llena de momentos extraordinarios. Ninguna logró borrar algo fundamental: el texto es mediocre. Y el gran problema de esta versión Villeneuve es que el director no se da cuenta de eso y se toma todo en serio.
Como dijo alguien (mi colega Quintín, de los mejores críticos de las últimas décadas, idioma aparte), es un cine de ingenieros. Agreguemos: de arquitectos, de diseñadores de producción, de fotógrafos, de sonidistas, incluso de actores. Un cine de capas que no se unen en busca de una emoción sino que simplemente se superponen buscando, por su propia presencia, obnubilar al espectador.
La historia se cuenta fácil: un imperio galáctico hace pelear a dos clanes por una ventaja económica en un planeta desierto y resulta que el retoño de uno de esos clanes es una especie de mesías liberador. Hay alguna batalla, varias peleas, unos gusanos gigantescos, un poquito de misticismo, y cero (cero) alegría, humor o diversión en un campo que lo pide a gritos. Duna, esta Duna, es una serie de imágenes sin cuajar en principio apabullantes pero que se escurren como arena entre los dedos.
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