La grieta no está sólo en algunos países latinoamericanos. Es un fenómeno de escala global al que no lo produce el populismo. Lo que hace el populismo es ahondarla y también inocularle odio político, para usarla en la construcción de un poder hegemónico y excluyente.
Lo que está produciendo la grieta a nivel global, es la concentración de riquezas y, por ende, el crecimiento de la desigualdad que se ha generado en las últimas décadas. En Sudamérica, los populismos surgieron en nacionalismos de izquierda; pero en los Estados Unidos es un fenómeno de la derecha. Primero, engendró el gobierno del fanático Bush hijo flanqueado por los extremistas Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Después, el Tea Party y le cargó la radical Sarah Palin a la fórmula que encabezaba el valioso John McCain. Y ahora engendra un candidato impresentable: Donald Trump.
El magnate inmobiliario ya hizo abandonar a los moderados que competían por la candidatura republicana, amplió su ventaja en el “supermartes” y quedó en el campo de batalla con otros dos derechistas radicales: los pioneros del Tea Party, Marco Rubio y Ted Cruz.
El fenómeno de la hiperconcentración de riquezas también mostró su huella en el Partido Demócrata, con el comienzo fuerte de Bernie Sanders, primer candidato de la historia norteamericana que hace campaña definiéndose como “socialista”. Y si bien el modelo de socialismo del viejo senador por Vermont no está en Cuba ni en la URSS, sino en Escandinavia y le va mejor la palabra “socialdemócrata”, su embestida frontal contra el capitalismo financiero y su propuesta de gratuidad para los estudios universitarios, muestran que está remotamente lejos de ser un candidato aceptable para el establishment.
La concentración de riquezas produjo el huracán Trump y el vendaval Sanders. ¿Por qué? Porque su primera consecuencia en Estados Unidos es la contracción de la clase media y la caída de su nivel de vida. A ese sector golpeado, Sanders le explica que el culpable de su empobrecimiento es Wall Street, y le propone limitar, controlar y cargar de impuestos al capital financiero. La explicación y las propuestas de Donald Trump son radicalmente distintas. El multimillonario le explica a la clase media que el culpable de su empobrecimiento es el inmigrante latinoamericano. Y le propone, como solución, levantar un muro fronterizo que hará pagar a los mexicanos.
La diferencia entre Sanders y Trump, es que el primero es un socialdemócrata que propone, claramente, hacer socialdemocracia en un país donde la cultura política no pasa por esa veta, más bien europea. En cambio el magnate que se afianza en el “grand old party” hace demagogia peligrosa, motorizando fobias y aversiones hacia grupos étnicos y sectores débiles, como los inmigrantes que llegan a Estados Unidos huyendo del hambre y la desocupación.
Trump es tan demagogo como Jean-Marie Le Pen, constructor del ultraderechista Frente Nacional, amasando liderazgo con el miedo y el desprecio de la clase media francesa hacia los inmigrantes. Y también como Le Pen, la sorpresa tremebunda del Partido Republicano es capaz de hacer y decir barbaridades, cosas espantosas que, salvo por la agresividad insultante y discriminatoria que las caracteriza, lo muestran como una versión WASP (White, Anglo-saxon and Protestant) del payasesco Abdalá Bucaram, aquel presidente ecuatoriano que fue destituido por “incapacidad mental”. En síntesis, la diferencia entre Bernie Sanders y Donald Trump, es que el ex hippie y eterno pacifista es un socialdemócrata radical, mientras que el hombretón del jopo inconcebible es, esencialmente, un demagogo impresentable.
Barry Goldwater enfrentó al demócrata Lyndon B. Johnson desde un conservadurismo radicalizado. Ronald Reagan llevó a la Casa Blanca la “revolución conservadora”, con sus consecuencias socio-culturalmente retardatarias y económicamente fundadoras del neoliberalismo. Pero, si bien ideologizados hasta la médula, ni Goldwater ni Reagan fueron impresentables. Trump lo es.
Hace ostentación de intolerancia, de sexismo, de ignorancia y de violencia gestual y verbal; sin embargo quedó fortalecido tras el determinante “supermartes”. Ese evento con nombre de día de grandes ofertas en un hipermercado, marca un punto de inflexión en el largo proceso de internas partidarias hasta desembocar en las convenciones partidarias que eligen a los candidatos. Quien no cayó pulverizado un supermartes, es porque puede imponerse en Nueva York, California, Illinois, Florida y otros de los Estados más poblados de Norteamérica.
Es probable que, tras el supermartes, los republicanos comiencen a comprender una ecuación por de más lógica: el crecimiento de Trump favorece a Hilary Clinton, porque en un duelo final entre ese candidato republicano y la candidata demócrata, teóricamente ganaría ella.
En un duelo Trump-Sanders, si bien podría ganar el demócrata arrastrando los votos independientes, todos los republicanos votarían al multimillonario para evitar que llegue al Despacho Oval alguien que se proclama socialista. En cambio, si a la candidatura demócrata la ocupa la ex secretaria de Estado, muchos republicanos moderados y otros muchos que, aún conservadores, nunca pierden la sensatez, la votarán a ella para evitar que un personaje grosero que impulsa ideas lunáticas, se convierta en presidente de los Estados Unidos.
Se puede estar o no con Hillary Clinton. Muchos demócratas la consideran, y con razón, la candidata del establishment. Pero absolutamente todos los seguidores del partido de Roosevelt y los Kennedy cerrarán filas en torno a su candidata, si se trata de enfrentar a un energúmeno con propuestas desopilantes y la típica demagogia derechista de acusar a los inmigrantes por la caída de la clase media que provoca hiperconcentración de riqueza.
Por eso, al estratégico “supermartes” lo ganaron Trump y Hillary. Pero para la esposa de Bill Clinton se trató de un doble triunfo. Y fue así porque amplió su ventaja sobre Bernie Sanders dentro de la interna demócrata y porque, al mismo tiempo, Trump daba otro gran paso hacia la conquista de la postulación republicana.
Al concluir la extenuante jornada que marcó el inicio de marzo y la entrada en el tramo principal de los procesos partidarios, Hillary habrá brindado porque ganó más estados que su contrincante. Y a renglón seguido, habrá llenado nuevamente la copa del festejo para brindar, esta vez, porque los republicanos han vuelto a votar a ese magnate ampuloso y vociferante, que ya enterró a los conservadores moderados y ahora está noqueando a dos fundamentalistas que, a simple vista, resultan menos impresentables.
por Claudio Fantini
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