Friday 22 de November, 2024

POLíTICA | 29-09-2016 18:29

Haga patria: mate un ladrón

Beatriz Sarlo escribe un ensayo urgente sobre el drama de la inseguridad, la maldita justicia por mano propia y el fascista que una preocupante mayoría de argentinos lleva dentro.

La señora, de mediana edad y bien vestida, me detuvo en la calle para darme su interpretación de la violencia: “Tenemos más de 20.000 colombianos, todos están en el negocio de la droga”. Una discusión sobre cifras de migrantes legales e ilegales habría sido una pedantería, porque es muy largo y difícil discutir sobre lo que alimenta un sentido común. Cuando un problema parece insoluble, el sentido común dispara una solución sencilla. Agazapado detrás de los valores que sostenemos conscientemente, nos empuja a pensar lo contrario de lo que sostendríamos en situaciones más propicias al razonamiento.

Al sentido común no vale recordarle que miles se van de vacaciones a ciudades mucho más peligrosas que las argentinas, es decir que eligen lugares con tasas más altas de criminalidad y de muertes violentas. Es difícil discutir con el sentido común. Lo fácil es despreciarlo, como solía hacer Aníbal Fernández con gesto soberbio. El sentido común es una mezcla de realidades, fantasías y prejuicios (el racismo, por ejemplo), de experiencias objetivas y obsesiones provocadas por esas experiencias.

El domingo pasado, en la ciudad de Córdoba, un taxista reaccionó cuando dos motoqueros le robaron la cartera a una mujer. Vale la pena citar sus dichos a Cadena 3: “Yo iba con un pasajero, cuando doblé veo a estos dos pibitos y me dieron ganas de zapatearles en la cabeza… Los choco sin querer. Ahí me bajé, el pasajero también y empezamos a pegarles con otros vecinos… No estoy arrepentido. Mañana lo vuelvo a hacer de nuevo… Ojalá mañana esté arriba de un camión así los paso por encima”. En los códigos de una extinta cultura popular, el taxista y el pasajero fueron cobardes: se juntaron con otros para darles una pateadura a dos pibitos. Probablemente, en su vida cotidiana juzguen despreciable que un grupo de hombres golpee a alguien indefenso, pero frente a ese indefenso en particular perdieron el juicio. Quizás esto represente el endurecimiento de la pena como fantasía del sentido común.

El 14 de septiembre, los vecinos de Zárate le reclamaron al intendente soluciones frente a la inseguridad del distrito. Algunos demostraron que les resultaba indiferente el acto realizado por el carnicero que persiguió e hirió de muerte a un ladrón; o que, sencillamente, estaban de acuerdo. Quienes se reunieron dos días después en Tartagal protestaron por una causa inversa: un joven había sido baleado para robarle el celular. El 17 de septiembre, miles de vecinos de Ituzaingó salieron a la calle por el asesinato de Diego Roda. Un par de días después, en Campana se protestó porque un móvil policial mató a un vecino durante una persecución. “Rosario Sangra” fue el nombre y la consigna de una marcha en la que participaron 20.000 personas. A los políticos y a la policía se los acusa de complicidad, corrupción e ineficiencia. Hoy tales acusaciones recaen sobre el gobierno de Santa Fe. En la provincia de Buenos Aires, en doce años de kirchnerismo, con todos los poderes, no se pudo o no se quiso reformar a la “maldita policía”. Se prefirió insinuar que los socialistas santafesinos primero no sabían combatir el narcotráfico; luego, que serían responsables de su crecimiento no sólo por ignorancia. El kirchnerismo vio cómo el narcotráfico definía reglas de vida en zonas del conurbano, pero fijó la vista en otra parte. Macri no debe cometer el mismo error.

Las organizaciones que preparan la marcha nacional del 11 de octubre contra la inseguridad eligieron ocupar el espacio público. Habrá y hubo en esas marchas alaridos intransigentes y carteles que insulten los principios que creen defender, pero la consigna no es #MátenlosATodos. Por el contrario #ParaQueNoTePase es una consigna solidaria, que le habla al otro y no sólo repite la ofensa recibida ni insulta al que delinquió.

El carnicero que persiguió a quien le había robado 5.000 pesos obró de un modo cuya carátula establecerá la Justicia. Estaba harto y sería demasiado fácil decir que carecía de motivos. Pero se ensañó con un hombre sangrante, indefenso, aplastado contra la chapa de un auto. El ensañamiento con un indefenso es la forma más repudiable de la venganza. Si es preciso ser duro con la delincuencia, también lo es conservar la autoridad moral y los pactos centenarios por los que las personas entregaron al Estado el monopolio de la violencia y la administración de justicia. No tenemos derecho a retroceder.

Seguramente hay muchas explicaciones del hartazgo que produce la incuria o la connivencia de las autoridades con el delito. También el miedo hace su trabajo. Los tiros que disparó el médico de Loma Hermosa indican que no puede poseer un arma quien no está en condiciones de gobernar sus impulsos de temor o de furia. Y como nadie puede firmar un papel con ese compromiso, iniciemos el debate sobre la prohibición de las armas (que está en curso en Estados Unidos, obstaculizado por el lobby de los fabricantes).

Del mismo modo que hay que preguntarse por qué hombres trabajadores y buenos vecinos se convierten en homicidas, es necesario mostrar las causas sociales del aumento del delito. Si unos merecen una explicación, los delincuentes también la merecen. No se trata de buscar atenuantes para una pena menor. No me refiero a un instrumento de la Justicia. Me refiero, y esto me parece más importante, a una explicación que ayude a entender qué está pasando no sólo en la Argentina.

Para desdramatizar lo que, en sí mismo es una tragedia, voy a citar un ejemplo de los suburbios de París. Quise visitar el barrio de Saint-Denis, donde en 2014 se produjeron grandes disturbios de jóvenes de origen árabe que, incendiando automóviles, avanzaban hacia el centro de la ciudad. Hay una coincidencia general entre sociólogos que se ocuparon del tema: esos chicos de origen árabe se sienten separados de la sociedad francesa, no se perciben como parte de ella ni creen que la cultura de donde vienen sus familias sea respetada. Dejemos de lado la cuestión en debate de la verdad de estas percepciones. Lo que es verdad es el sentimiento de segregación e inferioridad. En ese barrio, casi a la salida de la estación de subterráneo, se ven unos grandes monobloques de viviendas públicas cuyos habitantes pagan alquileres protegidos, mucho más bajos que los habituales. Los monobloques lucían recién pintados, posiblemente a causa de que, durante los disturbios, hubieran sufrido daños. Sobre el cerco de uno de ellos, un enorme grafiti comunicaba el siguiente desafío: “Pinten, pinten, nosotros volveremos a ensuciar”. Los muchachos de origen árabe reafirmaban su convicción de que no pertenecían a la sociedad donde vivían. No se trataba de un acto de terquedad sino de la síntesis de un largo tiempo de diferenciaciones humillantes. Cuando alguien se siente separado de la sociedad, las reacciones pueden ser las que se experimentaron en París.

Un familiar de uno de los recientes muertos a manos del delito (renuncio a nombrarlo porque sería dejar caer sobre él un estigma) dijo de los asesinos: “No son seres humanos”. La frase seguramente no pretende ser una caracterización filosófica ni antropológica. Trasmite sencillamente que el sentido común es más fuerte de lo que ese mismo hombre sabe. La frase es un ladrillo de ideología que destruye incluso lo que ese hombre admitiría en otras circunstancias. Las víctimas pueden no proporcionar buenos modelos de ética ciudadana. Son víctimas y, a veces, ellos mismos reaccionan con la ausencia de humanidad que señalan en sus agresores.

Lo cruel de esta encrucijada es el borramiento de los valores. Los vecinos que van a quemar la casa de un delincuente actúan con la lógica de la venganza y el escarmiento. Si pudieran ponerlo en palabras, dirían: “Defendemos nuestra vida, nuestra propiedad, nuestra familia con una ferocidad como la que percibimos en quienes las amenazan”. Reemplazan al Estado, porque sienten que el Estado los ha abandonado. Y de ese modo el sentido común cierra su círculo.

Hace muy pocos días, el colectivo 132 donde yo viajaba se detuvo en la parada anterior a Plaza Once. Un hombre joven se subió de un salto y le arrancó el celular a un pasajero sentado en la primera fila. Con otro salto, bajó. El colectivero cerró la puerta y de inmediato una mujer le gritó: “Usted debería llevar un revólver para matar ladrones. Hay que matarlos a todos, especialmente a los negros y a los extranjeros, sobre todo a los peruanos”. Me paré para bajarme porque no podía comenzar una discusión, ni podía seguir en esa atmósfera envenenada por el racismo y la violencia verbal. Después me di cuenta de que me bajaba de ese colectivo porque no soportaba la vergüenza.

El sentido común, liberado a sus impulsos, tiene algo de tiránico. Igual que el racismo. Sobre ellos se construyen los movimientos de la extrema derecha europea. Todavía, por fortuna, no están organizados en Argentina, probablemente porque aquí los militares del terrorismo de Estado también creyeron que los desaparecidos y los torturados no tenían derechos ni eran humanos. Y aprendimos la lección del Nunca Más.

Comparativamente son pocos los que dicen hay que matar a todos. Y son menos los que toman a su cargo la defensa violenta de sus propiedades, de su familia y de sí mismos. Y, entre los millones que viven en la exclusión, duermen al lado de arroyos inmundos, les falta comida, nunca vieron a su padre salir a trabajar regularmente o no lo conocen, fueron a escuelas ineficientes, salen de madrugada para los hospitales adonde a veces llegan demasiado tarde, los acosa una cultura de la violencia que genera el narcotráfico, son comparativamente pocos, entre los millones que incluyen al 30 por ciento de los chicos argentinos, son pocos los que salen a matar a puñaladas a una almacenera, que ya sin resistencia les ha entregado la plata que buscaban.

La pobreza no es una justificación moral. Es simplemente una condición que prepara para el desprecio a valores que tendrían que defenderse de mejor manera tanto por otros sectores sociales como por el Estado. Es irónico, además, que muchas veces las víctimas viven casi en la misma ecología social que sus victimarios, como en los casos recientes del carnicero agresor y la almacenera apuñalada.

El tráfico de drogas proporciona la primera explicación, la más cinematográficamente sencilla y, sin duda, la más difícil de encarar con métodos legales. Los medios repiten una caracterización: roban para drogarse; roban porque están drogados; se matan porque son todos mulas o soldaditos de los narcos que también se matan entre ellos en sus disputas por los territorios. Hacen droga barata las abuelas en las villas; las venden sus nietos; de las villas salen los delivery hacia barrios menos precarios; los jefes narcos están en el Tigre; se asesinan entre sí junto a autos de alta gama.

Por un camino que ya recorrieron otros países y fracasaron, en un breve documento reciente, Macri ha declarado la “guerra al narcotráfico”. Bajo ese título de serie televisiva anterior a Netflix, fracasó México. Para no seguir en ese camino ineficaz y corruptor de las propias fuerzas que intervienen en la “guerra”, Colombia realiza experimentos culturales y sociales como los que han hecho descender el nivel de violencia en Medellín. Sobre todo, Medellín hace pensar que no hay batalla que finalice la guerra, sencillamente porque limitar la acción del narcotráfico en las sociedades donde ha penetrado no requiere un escenario de guerra sino un escenario de transformación económica, laboral, de vida cotidiana, educativa e institucional. Concebir un escenario de “guerra contra el narco” es pelear contra enemigos mutantes, encubiertos y hundidos en las tramas de la miseria (para producir la droga o distribuirla). Cualquier hombre o mujer puede ser consumidor. Sólo los pobres son la mano de obra que los abastece y sólo los jefes narcos tienen un poder y una riqueza transnacionales. Muchos países votaron medidas para disminuir el número de asalariados de esa producción comercial gigantesca, legalizando algunas sustancias para el consumo. Podemos seguir de cerca la experiencia uruguaya.

Al coro de ciudadanos ofendidos que en ocasiones responden como si fueran tropa comando de una guerra, los agitan algunas voces que se escuchan en los medios. Eduardo Feinmann pronunció su frase previsible e impiadosa sobre “un delincuente menos”. Tinelli, gran timonel del rating, salió a pedir por Twitter el endurecimiento de la ley penal. Es mérito del ministro de Justicia haberle contestado poniendo las cosas en su lugar.

También era previsible que Susana Giménez emitiera frases superficiales y reaccionarias. Los únicos delincuentes homicidas que soporta la Gran Diva son los muertos. En ese aspecto, piensa como el taxista de Córdoba. A nadie se le puede ocurrir tomar las opiniones de Susana Giménez por otra cosa que lo que son: expansiones de la Vedette Suprema. Y Feinmann, si no hubiera dicho lo que dijo, no sería Feinmann: su identidad está congelada para siempre. No es piedad por las víctimas sino la ley del ojo por ojo lo que guía a la diva y al periodista. Ambos comparten una escuela de pensamiento. A Tinelli hay que refrescarle la memoria ya que el ingeniero Blumberg no consiguió buenos resultados cuando le exigió a Néstor Kirchner el endurecimiento de las leyes (y lo obtuvo).

No es exagerado afirmar que los medios son parte del problema. La repetición en loop del discurso de las víctimas acentúa lo mejor que tiene su público, la solidaridad; y también lo peor que tiene, la identificación con el varón exitoso que mandó al infierno a quienes quisieron robarle. El lugar de la víctima en los medios no se discute; mal que le pese a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, el carnicero asesino y el médico sólo fueron víctimas unos minutos. Transcurridos estos minutos, mataron a sus victimarios y se transformaron moralmente. Todavía escuchamos el grito de guerra del carnicero. Todavía estamos pensando que el ladrón que pretendió llevarse el auto del médico murió sentado sobre un arma de la cual no podía salir ni un tiro, ni siquiera uno de los cuatro con que el médico lo liquidó. El sinfín de repeticiones de estos ciudadanos que fueron respetables contribuye a la desnaturalización de quienes murieron en sus manos. Hay algo que se ha desintegrado en la ética colectiva. La información es indispensable; pero no lo es reiterar las imágenes de una escena negra y fatal. Los medios en vez de echar más ácido en esa desintegración podrían debatir cómo restaurar algunos principios.

por Beatriz Sarlo

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