Crecer en la década de los 80 y los 90 significó muchas cosas. Pero entre ellas se contaba el respeto a rajatabla de irse a dormir a las 22.00 horas, a más tardar, y que durante el día la tele fuera el paraíso de los niños, donde no se mencionaba una mala palabra, no se veía un beso "de los de verdad", ni se hablaba de sexo ni de forma indirecta. Eso sí, a la hora del noticiero de las 19 horas, ni bien terminara el último programa infantil, se podía ver desfilar cadáveres sin mayores problemas.
Crecer en aquellos años también era sinónimo de tener padres criados en un país ultrarepresivo, en un péndulo político con buena aprobación social que iba de la democracia fallida a la dictadura sin escalas. Ante esta situación, las mujeres voluptuosas de No toca botón eran sinónimo de destape, algo que hoy quedaría absolutamente pacato frente a cualquier programa de tevé que quiera sobrevivir. Del mismo modo, por aquellos años era probable que pasaran meses o incluso años para que el galán de la telenovela le plantara un beso apasionadamente seco y sin lengua a su heroína. Hoy, si no garchan en el segundo capítulo, el programa puede sucumbir en la carnicería del rating.
Cuando tenia unos 14 o 15 años, acceder a la imagen de un pezón femenino era algo similar a lograr la multiplicación de los panes. Todavía no existía el concepto de Internet hogareña y la palabra cyber sonaba a cyborg y, por ende, a Terminator. Tuvimos algún que otro compañero que había conseguido ver La marca del deseo y era la envidia de todos, aunque sospechábamos que podría estar mintiendo, como aquel que afirmó haber visto Bajos Instintos.
Fue a esa edad, masomeno, que llegó a mis manos mi primera Playboy. Dos, en realidad. En el imaginario en el que crecí, esa revista era sinónimo de pornografía. Se podrán imaginar la emoción que podría llegar a tener. El compañero de la secundaria que me las prestó me las dio como quien pasa una coima en público o una bolsita de droga: rápido, disimuladamente, para que nadie vea que estábamos haciendo algo prohibido. Estábamos en un aula vacía. Dos boludos.
No las abrí. Durante las horas de clase las tenía en la mochila y las tocaba de vez en cuando para asegurarme que estuvieran ahí. Si hubiera podido, me las hubiera colgado del cuello como Frodo a su anillo, mientras contaba los segundos que se hacían eternos para poder llegar a mi casa y abrir la caja de pandora. Y el momento llegó. Y la primer revista se abrió. Y mi cara de "¿esto es todo?" apareció.
Eran ediciones norteamericanas. Una tenía en portada a Cindy Crawford, que no mostraba nada más allá de lo que hubiera podido ver en cualquier playa. Había una conejita más, que no recuerdo bien, pero era demasiado naif, por así llamarlo. La otra sí era un poco más picante, con una chica llamada Taynee Welch que poco me importaba que fuera la hija de Raquel. Quién carajo era Raquel a esa edad.
Desilusionado por la expectativa no alcanzada, llamé a mi amigo para putearlo por no advertirme. Se cagó de risa mal y me dijo "quedátelas". Y bueno, se quedaron. Escondidas, eso sí, no vaya a ser cosa que encima me comiera un castigo parental por algo que ni valía la pena.
Una tarde que me las llevo puestas buscando otra cosa, me puse a ojearlas. Hacía pocos días que había visto Reservoir Dogs y todavía estaba alucinando cuando me encuentro que la revista de la hija de Welch contaba con una entrevista a Harvey Keithel. No sé qué cosa pretendía encontrar al leerla, pero lo hice. Y resultó ser una entrevista distinta, en la que me transportaban y me sentaban como testigo de una charla íntima y profunda entre un entrevistador y su interlocutor, que se abre para dejar fluir sus sentimientos. La sensación fue rara, como de no entender qué carajo hacía ese tipo de contenido en una revista aburrida de tetas.
Obviamente, busqué inmediatamente qué había en la otra. Ray Bradbury. Sí, uno de mis autores más leídos se colaba entre pezones ignotos y una Crawford a la que le faltaba pimienta. Sería faltar a la verdad que citara alguna frase de esa entrevista, dado que medianamente la memoricé cuando salió incluida en el libro de las más grandes entrevistas de Playboy, pero calculo que la frase "me hice escritor para escapar de un mundo real injusto y entrar en un mundo de esperanza creado por mi imaginación" me debe haber llamado la atención de todos modos.
Lo que sí ocurrió con esas revistas –y Harvey Keithel– es que cambiaron mi forma de ver las entrevistas. De pronto me pareció interesante leer qué tiene para decir un músico o un actor que yo consumía. La Rolling Stone hizo el resto.
Sin llegar a ser un adepto de la cultura Playboy, me irrita como me irritó siempre el destrato hacia su fundador, Hugh Hefner, por parte de quienes miden fenómenos culturales desde el desconocimiento o desde parámetros arcaicos. Con el tiempo fui adquiriendo y aceptando muchas cosas que, también con el tiempo, descubrí que son en buena medida gracias a tipos como el recientemente fallecido Hughe Hugh.
Lo primero que aprendí es la hipocresía argentina en materia de sexo, una estela de doble discurso que atraviesa a famosos, famosas, ignotos, ignotas, todos y todas. Un país en el que si sos mujer y no tenés control sobre tu cuerpo, sos una dominada; y si te mostrás, sos puta. Un país en el que si se llega a saber que tenés alguna predilección por algún producto de consumo para adultos, sos un poquitín depravado. Un país en el se gritan hazañas sexuales y se compran preservativos en voz baja. Un país en el que de la boca para afuera son todos machos, pero a la hora de ponerla parece que los bebés siguen llegando desde París, con una cigüeña que los trae dentro de un repollo donde alguien colocó una semillita y la regó con mucho amor.
Charlize Theron, Drew Barrymore, Sharon Stone, Madonna, Eva Herzigova, Kim Basinger, Farrah Fawcett, Raquel Welch –sí, la original– y, si bien no posó directamente para Playboy, el mito dice que sí: Marilyn Monroe. Todas partes de un listado de mujeres que representaron, algunas más que otras, nuevos estamentos de mujeres modernas. Todas pasaron por Playboy y no precisamente para catapultarse a la fama. Muchas de ellas ya lo eran y no por desnudarse en público.
También aprendí que la cultura argentina no necesita de grandes entrevistas, solo quiere ver a famosos en culo. Quizá sea por eso que las ediciones vernáculas contaron con grandes como Katja Aleman, Silvia Perez o Mónica Guido, pero también con otras estrellas muy pasadas de moda para cuando salieron.
En materia periodística me remitiré a una afirmación: muchas de las mejores entrevistas que he leído en mi vida fueron publicadas originalmente en Playboy, en una colección de monstruosas plumas que tuvo como único competidor al New Yorker por unos años, hasta la llegada de la Rolling Stone. Obviamente, es un criterio personal, pero si encuentran otra revista que pudiera darse el lujo de contar con Truman Capote en su mejor momento, o en la que convivieran entre los entrevistados Fidel Castro, Kerouac, Mohamed Alí y Marlon Brando, me cuentan. La excusa "la tengo sólo por las entrevistas" se desvaneció cuando comenzó a editarse "They played the game. The Playboy Interviews" y se convirtió en best-seller. Sin tetas.
Para los que todavía creen que todo era una excusa para vender mujeres en bolas, es bueno recordar que la revista fue creada para un publico norteamericano nuevo en su época. Fue destinada a los jóvenes de los años 50, los que todavía no sabían que se llamaban Babyboomers y que eran marcianos para sus padres, al igual que los Millenials y sucesores etiquetados de hoy en día. Les mostró un mundo que todavía no existía, un mundo en el que ser joven estaba bueno, en el que casarse y formar una familia no lo es todo, en el que se puede ser relevante en la ingeniería, la medicina, la ciencia, o cualquier expresión artística. Si sólo fueran excusas para mostrar tetas, no se habrían calentado en darle tantas páginas a historias. Si sólo hubieran sido excusas para mostrar tetas, no hubieran publicadoFahrenheit 451 de Bradbury en serie.
Hugh se fue hace unas horas. Su persona se convirtió en personaje y fue rodeado de mitos que convenientemente dejó crecer para su disfrute y el de sus amigos. Todos tenemos nuestro mito favorito. El mío son los supuestos túneles que conectaban a la mansión Playboy. Algunos dicen que venía de la mansión de Jack Nicholson. Otros, que pertenecía a James Caan. Ambos lo negaron desde la lógica: practicamente vivían rodeados de conejitas sin esconderse. Y también crecieron polémicas nunca aclaradas del todo, como la de Holly Madison, exresidente de la Mansión, que describió una estadía tortuosa que coincide con otras voces y a la vez no se condice con la versión de otras excompañeras.
Sin embargo, todos esos mitos pueden llegar a tapar la realidad de que, si Hefner fue un bon vivant, fue lo suficientemente generoso para que otros lo fueran, aunque sea a escala. Quizá haya sido uno de los mayores contribuyentes del siglo XX a la idea del individuo como dueño de su suerte. Una suerte de anfitrión de una fiesta gigante y eterna en la que quería que todos descubriéramos que no existe un modelo de felicidad, sino que todos pueden ser felices y que cada uno tiene su concepto de disfrute además del sexo, sea la literatura, sea contando sus propias vidas. Un tipo que le mostró al culto que podía desear y al libidinoso que podía ser culto. Que no eran conceptos contrapuestos.
Y que todo eso podía venir mensualmente en una revista con increíbles entrevistas, enormes laburos periodísticos y una estética sin comparación.
Y tetas.
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