El pensador libertario Agustín Laje lo dijo, palabras más, palabras menos, con claridad meridiana y obscena: combatimos la Agenda 2030 porque la aborrecemos ideológicamente, pero fundamentalmente porque es un fracaso.
Quiere decir que, si no fuera un fracaso (es decir, si en los últimos 30 años la burocracia internacional climática y las ONGs parasitarias asociadas hubiesen logrado algunos de sus propalados cometidos), seguramente Laje dudaría en aconsejar al presidente Javier Milei el abandono de los acuerdos internacionales. Lo haría por mero oportunismo, aun cuando ideológicamente mantuvieran su brutal oposición.
No obstante, para el presidente Milei parece haber prevalecido lo ideológico, aunque maniqueo. No solo manda a votar en soledad planetaria en contra de los derechos de las mujeres y los niños, sino que ordena (¿lo habrá hecho el presidente o habrá sido una ofrenda genuflexa y no solicitada de su flamante canciller Gerardo Werthein?) el retiro de la ya menguada y testimonial delegación que representaba a la Argentina en la 29ª Conferencia de las Partes de la Convención de Cambio Climático.
Parece, a priori, una gesticulación, un acto provocativo, una bravucada. Si bien la Argentina ha tenido una voz coherente en materia de cambio climático en el concierto latinoamericano, no es un actor determinante ni en la mesa de negociaciones ni en la incidencia respecto de la emisión de gases de efecto invernadero que desata el calentamiento global (Estados Unidos, China, Rusia, India y la Unión Europea son los protagonistas centrales, cuyas matrices productivas y de consumo explican el 60 por ciento de la contaminación mundial).
Ergo, la retirada de la delegación argentina, cuya conformación ya era de cuarto orden sin ninguna autoridad de fuste, no afecta la marcha de ningún acuerdo ni disloca ninguna realidad en la diplomacia internacional. Es un valor simbólico que desnuda el verdadero pensamiento de quienes gobiernan este país.
Suena lógico en un gobierno que considera que la agenda ambiental es una agenda “marxista” (de Carlos) y la trata como si en verdad fuera una agenda “marxista” (de Groucho). No estaría de más explicarle respetuosamente al Presidente que lo que él atribuye al marxismo no es justamente un logro que el socialismo soviético sea capaz de enarbolar.
La Unión Soviética compartió irónicamente con su adversario de la Guerra Fría la misma concepción respecto de cómo alcanzar el bienestar económico: transformar a la naturaleza para obtener de ella los recursos para obtener el desarrollo. La receta fue tan errada y tan mal concebida que, entre muchos otros ejemplos oprobiosos, provocó la desaparición lisa y llana de un mar, el Aral. Por el mismo camino conceptual, aunque blandiendo la defensa de otros intereses, el capitalismo occidental liderado por Estados Unidos sostuvo el mismo procedimiento de sojuzgamiento de la naturaleza para producir riqueza. La receta fue tan errada y tan mal concebida que, entre muchos otros ejemplos oprobiosos, provocó la mayor desaparición de ecosistemas y especies desde la extinción de los dinosaurios hace solo 65 millones de años.
Milei y algunos aliados ideológicos que lo critican solo en la economía y otros comportamientos gestuales, como Carlos Maslatón, se sinceran cuando señalan que “el calentamiento global es una agenda marxista cuyo único objetivo es aniquilar el capitalismo”. Sin quererlo, o queriendo, dan en la tecla: el drama ambiental derivado de la crisis climática tiene una explicación asociada -ineludiblemente- al modelo económico prevaleciente desde la revolución industrial, llamado capitalismo. Y que se convirtió en el único vigente en los últimos 35 años, período en el cual crecieron más de cincuenta por ciento las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera. ¿Casualidad?
Milei, como antes Donald Trump y otros negacionistas con distintos niveles de estulticia, ostentan algunas características que conviene resaltar: Son negacionistas no porque no conozcan “la verdad”, sino porque defienden una ideología, una determinada manera de concebir el mundo, la sociedad y, por ende, el vínculo entre la humanidad y la naturaleza. Para ellos, el combustible que mueve todo es crematístico y no hay que reparar en detalles para obtener las ganancias que se persiguen, aunque el costo llegue a ser el final de la humanidad tal como la conocemos. Nadie discute la gravedad porque “no crea”, sino porque -aun a sabiendas de que la manzana seguirá cayendo desde el árbol hacia abajo- algún interés debe defender. Nadie, a sabiendas de que las certezas científicas son irrevocables, se planta a negar el calentamiento global (arguyendo que “variaciones climáticas” hubo siempre, aunque nunca hayan tenido ni esta velocidad ni insumo en el modelo de producción y consumo) porque “no crea”: lo hace porque entiende que combatirlo supone poner en riesgo determinados intereses. De ahí al RIGI, a la idea de que los recursos naturales deben ser explotados a como dé lugar o a la célebre frase del inefable secretario de Estado Daniel Scioli (“El ambiente debe ser una máquina de facilitar procesos productivos”) hay apenas un pequeño paso.
Son negacionistas porque pueden. Es decir, más allá de la escandalización de unos pocos (truena el silencio de los ambientalistas), el gobierno paga escasos costos en decisiones como su salida de la COP29. Básicamente, porque los resultados de los foros de Naciones Unidas en la lucha contra el cambio climático han sido escasos, por no decir nulos. La salida de Trump del Acuerdo de París en su primera presidencia no significó nada a los efectos reales de las acciones de la comunidad internacional en relación con frenar las causas del marasmo climático. Hace poco más de treinta años, en 1992, se firmó la Convención de Cambio Climático con el fin de frenar la contaminación mundial; en 1997 se firmó el Protocolo de Kioto -de cumplimiento obligatorio- que establecía retrotraer las emisiones de gases de efecto invernadero a los niveles de 1990; en 2015 se firmó el Acuerdo de París, que no era vinculante sino voluntario y proponía el objetivo de no elevar la temperatura global del planeta por encima de 1,5 grados sin decir cómo hacerlo... Ninguna de todas esas instancias cumplió las metas explicitadas.
Son negacionistas porque el progresismo (o el ambientalismo o todo lo que quede de este lado de la pared negacionista) no ha encontrado la fórmula para diseñar un desarrollo económico con el paradigma ambiental del siglo XXI. Dijimos más arriba que el paradigma económico-productivo del siglo XX, principalmente justificado a partir de la posguerra, fue el de poner a la naturaleza al servicio del bienestar de la sociedad sin reparar en las consecuencias. Hoy, las consecuencias (la agudización de los eventos extremos como la DANA de Valencia, los huracanes del Caribe o la sequía argentina de 2023) y la conciencia social resultante imponen un nuevo paradigma productivo que no profundice esos desastres y, por el contrario, imponga la armonía y no la batalla entre la sociedad y la naturaleza.
Está claro que el progresismo (o todo aquello que no se exhiba como negacionista) no ha encontrado esa fórmula. Todo lo opuesto: se sigue percibiendo a la política ambiental como algo que, por corrección política, debe ser enunciado pero cuya aplicación implica un escollo para el desarrollo, una molestia. Ante ese panorama, una propuesta negacionista que elimine esos obstáculos y promueva la exacción lisa y llana de los recursos para garantizar inversiones parece más “sincera” y atractiva ante un pensamiento prevalente -inclusive o por sobre todo en el progresismo- que sigue considerando lo ambiental como un “valor posmaterial”, algo de lo que ocuparse una vez que las demandas básicas estén satisfechas.
Quizás si en algún momento hay en la vida real algo parecido a lo que se llama desarrollo sustentable y que hoy todavía es apenas teoría (u oxímoron), el negacionismo deje de tener tanto campo yermo para seguir ostentando su prepotencia.
La inmensa pregunta es cómo frenar el negacionismo, es decir, cómo hacer que quien sabe que está mintiendo deliberadamente para mantener un cierto status quo sienta la incomodidad de su traición a la verdad. No alcanza, está claro, con tener razón y certidumbre científica. No son suficientes las evidencias y las amenazas que la realidad impone. No resulta bastante la enunciación de lo correcto por sobre lo que “está mal”. Hay que encontrar prácticas que revelen que un modo de hacer desande la tendencia al desastre climático.
La gran paradoja del drama ambiental, decía el politólogo Brian Barry, es que todos sabemos lo que hay que hacer, pero no está el sujeto que debe hacerlo. Habrá que encontrarlo.
También te puede interesar
por Sergio Federovisky
Comentarios