Le tocó liderar la iglesia en un tiempo complejo y oscuro. La primera pandemia global puso a la especie humana en una dimensión distópica y plagada de incertidumbres. La aceleración del cambio climático llegó junto a la constatación de que el orden internacional vigente no sirve para afrontar sus riesgos apocalípticos. Y en esa postal desoladora aparece también la sombra de la Tercera Guerra Mundial, acentuando el carácter impredecible de este tramo de la historia.
Francisco I vivió estas encrucijadas existenciales en el trono de Pedro. Las inquietantes instancias que acechan a la humanidad enmarcaron un pontificado acosado también por un cúmulo de contradicciones y putrefacciones en la propia iglesia. La primera señal de esas acechanzas internas con las que tuvo que lidiar Francisco, fue ser el sucesor de un pontífice renunciante.
Joseph Ratzinger se sumó al exiguo puñado de Papas que, en la milenaria historia de la iglesia, renunciaron a la jefatura. Las últimas dimisiones ocurridas antes de la del teólogo alemán que antecedió a Francisco, fueron la de Celestino V, quien duró pocos meses en el sillón pontificio por no soportar las intrigas y las disputas de poder en la cúpula eclesiástica, y la de Gregorio XII, quien fue elegido con la condición de renunciar poco después.
El Papa del siglo XIII, cuyo nombre secular era Pietro Murrone, aparece en la Divina Comedia vagando en el círculo más superficial del infierno, porque Dante Alighieri lo consideró un pusilánime sin coraje para enfrentar a las fuerzas oscuras.
Dos siglos más tarde se dio el caso de Gregorio XII, cuya renuncia estuvo acordada en el cónclave que lo encumbró para luego canjear su dimisión por la del entonces Papa de Avignon, en el marco del llamado Cisma de Occidente.
El último de los casos fue el que convirtió en sumo pontífice a Jorge Bergoglio. La dimisión de Benedicto XVI había sido su último acto de resistencia contra los rincones más oscuros de la Curia Romana, donde suelen maridar por conveniencia política, el oscurantismo religioso y la corrupción.
La deslealtad de su mayordomo (el funcionario eclesiástico más cercano a los pontífices) expuso crudamente la pérdida del poder político de Ratzinger. Paolo Gabrielle traicionó a Benedicto XVI filtrando a la prensa información surgida de los sótanos morales de la iglesia. Y cuando un mayordomo traiciona a su jefe directo se trata de un mensaje inexorable: el Papa carece de apoyo y de gravitación en la estructura vaticana.
La guerra de Ratzinger tuvo como principal batalla el nombramiento del riguroso abogado alemán Gotti Tedeschi, quien tenía como misión prioritaria reformar el IOR (banco vaticano) para llevar claridad a las turbias finanzas de la iglesia.
El pontífice alemán les arrojó con lo único que le quedaba para poner al descubierto ese nido de corrupción: su renuncia. Pero eso no impidió que a la batalla la ganara la sórdida codicia de ese poder que anida en las tinieblas.
Francisco mantuvo esas pulseadas hasta el final y, a lo largo de su pontificado, fue nombrando cardenales que aseguren la continuidad del combate que comenzó su antecesor. El cónclave para sucederlo será también campo de batalla de esta guerra, además de la puja entre vertientes teológicas tradicionalistas que rechazan debatir en profundidad el mensaje evangélico y se erigen en guardianes feroces del dogma, y vertientes vanguardistas que impulsan una vida intelectual eclesiástica más dinámica y menos temerosa a la apertura y los cambios.
La novedad será que ese tablero en el que siempre jugó sus fichas la política italiana, teniendo en el siglo XX como fuerte apostador al Partido Demócrata Cristiano, posiblemente vea esta vez a la Casa Blanca hacer su jugada, porque Donald Trump quiere en el trono de Pedro al cardenal norteamericano Raymond Burke, un experto en derecho canónico que defiende el tradicionalismo litúrgico, la ortodoxia respecto al dogma y las posiciones más cerradas sobre la posición de la iglesia frente a las cuestiones humanas.
Burke, quien desde su juventud en Wisconsin es un partidario del conservadurismo y ahora adhiere al liderazgo de Trump, ha desafiado los intentos aperturistas de Francisco en el Sínodo de la Familia realizado en el 2014, cuestionado además la tolerancia del Papa argentino para con los divorciados y su apertura hacia los homosexuales, entre otros sectores tradicionalmente marginados en la iglesia.
El viaje del vicepresidente J.D. Vance y la foto que logró con el Papa el día anterior a su muerte, además de la presencia de Trump en los funerales de Francisco, a quién consideraba equivocadamente un izquierdista cercano a la Teología de la Liberación, parecen señales claras de que el magnate neoyorquino quiere gravitar sobre el Cónclave.
La pulseada en ese escenario es muy reveladora del mayor legado de Francisco, que no estuvo en sus posicionamientos políticos en diferentes cuestiones internacionales, donde a menudo se equivocó, sino lo que su carisma irradió.
El común de las personas no sigue las posiciones políticas, litúrgicas y teológicas de los pontífices, sino lo que transmite la imagen de esos líderes de visibilidad mundial. El grueso de la humanidad abraza o rechaza lo que irradia la personalidad, los modos y el carisma de los pontífices, además del destinatario de sus prédicas. Y lo que irradió la imagen de Francisco desde su rostro y el tono y la cadencia de su voz, es una mezcla cálida de bondad, humildad y cercanía con la gente que incluye comprensión, compasión y acompañamiento.
Irradiar esos valores que lo hicieron apreciado en el mundo es un legado sustancial en este tiempo de liderazgos brutales. Trump es una suerte de paradigma del supremacismo arrogante, que se expresa con vulgaridad y coloca su ego desmesurado en la función que corresponde a la inteligencia y la responsabilidad.
Ese modelo de liderazgo intolerante, que desprecia la debilidad en todas sus formas y clausura la disidencia con gestos y palabras cargados de violencia, es el que está en auge, montado a la ola de ultra-conservadurismo que recorre el mundo.
En las antípodas está lo que irradió el carisma cálido y humanista del Papa argentino. Eso lo volvió imprescindible en un tiempo plagado de dirigentes y gobernantes que ostentan insensibilidad y procuran imponer sus convicciones absolutas con desprecio por la crítica y la disidencia.
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