Cristina Kirchner y los muchachos ya un tanto avejentados de La Cámpora viven en los años setenta del siglo pasado, una década en que fantasías revolucionarias cubrían el horizonte y ellos o sus progenitores imaginaban que, gracias a su voluntad de rebelarse contra el statu quo, la Argentina pronto experimentaría una gran transformación existencial. De tomarse en serio lo que a buen seguro será el dictamen más recordado de los muchos que nos ha regalado, Alberto Fernández se sentiría más cómodo en una época aún más remota que la que motiva la nostalgia de los kirchneristas, una en que, para orgullo de la gente bien, se creía que la Argentina era “el único país blanco al sur del Canadá”.
¿Está sinceramente convencido el Presidente de que tener raíces europeas puede considerarse una ventaja clave? Es poco probable, ya que, como el abogado nato que es, tiene la costumbre de cambiar de opinión toda vez que las circunstancias parecen aconsejarlo sin preocuparse en absoluto por los reparos de quienes lo amonestan por no respetar el valor de la palabra, algo que a inicios de su gestión se comprometió a hacer. A esta altura, todos saben que el presidente tiene derecho a contradecirse porque contiene multitudes.
Sea como fuere, hace poco más de una semana, Alberto se las ingenió para dotarse de una imagen internacional que a ojos de quienes llevan la voz cantante en los países occidentales es sumamente antipática, la de un racista que se ufana de sus genes europeos y desprecia a los brasileños y mexicanos porque proceden de países multirraciales. No le será del todo fácil dejarla atrás. Para colmo, atribuyó la noción de que los mexicanos “salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva y los argentinos llegamos de los barcos” que, desde luego, vinieron de Europa, al poeta y ensayista mexicano Octavio Paz que, como muchos otros , había dich o algo similar pero de forma menos hiriente, cuando el autor auténtico de la frase era su roquero favorito, el rosarino Litto Nebbia. El detalle motivó muchas alusiones despectivas al nivel cultural del mandatario, pero la verdad es que Alberto dista de ser el único que no se destaca por su erudición literaria.
De todos modos, decir que los mexicanos “salieron de los indios” no es muy insultante por tratarse de los habitantes de un país cuyos representantes no soñarían con protestar cuando alguien usa “azteca” como un gentilicio. En cambio decirles a los brasileños que “salieron de la selva” sí lo es: equivale a llamarlos “macacos”, un epíteto que, según parece, se emplea con cierta frecuencia en el mundillo futbolístico.
¿Lo tenía en cuenta Alberto? Es de suponer que no, que lo único que quería era congraciarse con el presidente del gobierno español Pedro Sánchez que estaba a su lado sin que se le ocurriera que otros podrían sentirse ofendidos. Tampoco habrá sido consciente de que hoy en día es considerado legítimo en círculos progresistas que un político africano se vanaglorie de la “negritud” de su país o que un historiador hable efusivamente de las glorias de cualquier cultura medio oriental, asiático o precolombino, pero que está firmemente prohibido dar a entender que los europeos pudieron haber contribuido algo positivo al mundo mientras duró su primacía.
Los más indignados cuando alguien viola esta regla básica del discurso internacional son aquellos progres norteamericanos blancos y sus amigos europeos que se han entregado con pasión a la autocrítica para rasgarse las vestiduras y pedir perdón por los crímenes perpetrados por sus antepasados. Así pues, además de hacer todavía peor la relación con los brasileños, Alberto se enemistó con los persuadidos de que, como dijo hace poco Joe Biden, “el supremacismo blanco” es la amenaza más letal que enfrentan Estados Unidos y el resto del Occidente. Exageran, claro está, ya que por ahora cuando menos escasean racistas como los del pasado no muy distante, pero abundan los dispuestos a hacerles la vida imposible a los acusados de albergar prejuicios anticuados. Tales personajes ya tienen a Alberto en la mira; desde su punto de vista, es casi un clon del “ultraderechista” Jair Bolsonaro.
Además de merecer la atención de los cazadores de presuntos racistas de los países ricos, un desliz que podría tener consecuencias poco felices para la Argentina, Alberto molestó sobremanera a aquellos estrategas kirchneristas que, subrepticiamente, están procurando sacar provecho de las diferencias étnicas que sí existen en la Argentina pero que hasta ahora no han ocasionado problemas equiparables con los que esporádicamente provocan disturbios violentos en América del Norte y Europa y que están agitando a los países andinos de América latina. La campaña que algunos kirchneristas están librando contra los “chetos”, runners y otros porteños, se alimenta de la idea de que sean ajenos a la mayor parte de la población y que es por la falta de empatía resultante que tantos viven en la pobreza extrema.
Aunque pocos son tan explícitos en dicho sentido como Luis D’Elía que se cree el abanderado de “los negros” -un sector que, desde luego, no se distingue por el color de su piel de quienes presuntamente lo integran-, a muchos kirchneristas y sus aliados coyunturales les gusta subrayar que la Argentina ha dejado de ser el “país blanco” de un siglo antes, cuando visitantes como el escritor peruano Ciro Alegría se sentían impresionados por la cantidad de rubios, al convertirse en uno multiétnico, como en efecto ha ocurrido en Estados Unidos, el Reino Unido y otros lugares en que la inmigración masiva ha modificado visiblemente el panorama demográfico. En el fondo, se trata de una cuestión de identidad. A pesar de lo mucho que ha cambiado en el país desde comienzos del siglo pasado, las ilusiones que se conformaron en aquellos tiempos siguen incidiendo en la mentalidad colectiva. Una, acaso la más dañina, es que la Argentina sea “un país rico” que “está condenado al éxito” y que por lo tanto no tendrá que emprender las reformas ambiciosas que según los economistas “ortodoxos” serán necesarias para que por fin logre prosperar; se le han aferrado generaciones de políticos que, al minimizar la magnitud de los dificultades frente al país, lo han llevado a su condición nada satisfactoria actual.
Otra ilusión es que, merced a su prosapia europea, el “capital humano” de los argentinos ha de ser superior a la de pueblos vecinos de ascendencia distinta, una supuesta ventaja que muchos presidentes han tratado de aprovechar en sus esfuerzos por conseguir inversiones. ¿Compartían los preconceptos así insinuados los que, impresionados por las proezas que le atribuían, burlonamente afirmaban que al optar por una versión sui géneris del liberalismo económico, Carlos Menem, de origen sirio, había mutado en “un rubio alto de ojos azules”? Parecería que sí, aunque en aquel entonces pocos se sentían perturbados por las connotaciones racistas de lo que decían.
La conformación étnica de una sociedad determinada es una cosa de importancia limitada; la cultura es otra muy distinta. Mal que les pese a algunos, no cabe duda de que, por el idioma nacional, los credos religiosos más difundidos y la forma de pensar de casi todos, en este ámbito la Argentina tiene mucho más en común con Italia y España que con el mundo diverso y forzosamente preindustrial de los pueblos originarios.
Puede entenderse, pues, que no sólo Alberto sino también muchos otros sean “europeístas” que buscan modelos de desarrollo no en las profundidades telúricas del esquivo ser nacional sino en la realidad del viejo continente. Mientras que el presidente espera encontrar lo que está buscando en la Escandinavia socialdemócrata, a su jefa Cristina le impresionan más la Alemania de la conservadora moderada Angela Merkel y, si bien por motivos muy distintos, la Rusia autocrática de Vladimir Putin. Asimismo, aun cuando haya kirchneristas que quisieran romper con las tradiciones democráticas para probar suerte con algo diferente, lo hacen bajo de influencia del marxismo, un credo que difícilmente podría ser más europeo.
Cuando Estados Unidos era la única superpotencia y el “mundo rico” era, con la excepción del Japón, un club “blanco”, era lógico que las elites argentinas se jactaran de su abolengo europeo y rezaran para que de algún modo las ayudara a revertir la decadencia que, año tras año, las alejaba más de sus putativos parientes transatlánticos. Sin embargo, parecería que por un conjunto de motivos, entre ellos el colapso de confianza en la superioridad de la civilización occidental en los países que la protagonizan, ha llegado a su fin la supremacía de los pueblos que salieron de Europa para apropiarse de inmensos territorios a lo ancho y lo largo del planeta, de los cuales uno de los más atractivos sería, algunos siglos más tarde, la Argentina. En Estados Unidos, “los blancos” ya no constituyen una mayoría abrumadora. En Europa misma, los esfuerzos por construir sociedades multiétnicas y multiculturales están arrojando resultados que en Francia y otros países son poco alentadores. Mientras tanto, el poder económico y militar de China no deja de aumentar. En el mundo que está reconfigurándose, los europeos no contarán con ventajas; sus descendientes de ultramar, tampoco.
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