Fue gracias en buena medida al desprecio que tantos integrantes de las elites mediáticas y académicas norteamericanas, además de personajes vinculados con el Partido Demócrata, sentían por Donald Trump que, hasta hace un par de semanas, era muy mal visto tomar en serio la posibilidad de que el coronavirus que ha sembrado la muerte por todo el planeta y provocado un sinfín de crisis económicas y sociales mayúsculas haya salido de un laboratorio bacteriológico chino.
Puesto que a Trump le gustaba hablar del “virus chino”, incluso aludir así a su origen, como todos hacen con la “influenza española” de cien años atrás, era tabú en círculos respetables. Puede entenderse, pues, la sorpresa que ocasionó Joe Biden cuando les ordenó a las agencias de inteligencia de su país “redoblar los esfuerzos por recopilar y analizar información que pueda acercarnos a una conclusión definitiva” sobre del tema, y pidió que le entreguen los resultados “en 90 días”. Como fue de esperar, las autoridades chinas reaccionaron con furia ante lo que vieron, sin equivocarse, como un ataque frontal, uno que, temen, podría costarles muy caro ya que está en juego su creciente influencia internacional.
En principio, la acusación apenas velada de Biden dista de ser tan “oscura” como quisieran hacer pensar los voceros del régimen chino. ¿Fue sólo una casualidad extraordinaria que el coronavirus apareció por primera vez en Wuhan, una ciudad en que hay un Instituto de Virología que se cuenta entre los más avanzados y prestigiosos del mundo? ¿Es verdad que, como aseguran ciertas fuentes norteamericanas, hasta ahora no se ha encontrado el virus en su forma actual en un solo murciélago o pangolín silvestre vivo? Para más señas, según algunos científicos, hay buenos motivos para sospechar que uno de origen natural habrá sido modificado por especialistas para hacerlo más peligroso. Aunque nadie va tan lejos como para sugerir que alguien pudo haberlo liberado a propósito por suponer que causaría más daño en los países democráticos que en China misma, la hipótesis de una fuga accidental sigue ganando terreno.
Sea como fuere, hasta ahora la evidencia es meramente circunstancial y seguirá siéndolo a menos que quienes están hurgando en el ciberespacio o hablando con personas en condiciones de decirles algo interesante encuentren datos firmes acerca de lo que sucedió en el Instituto de Virología de Wuhan en los meses que precedieron al inicio oficial de la pandemia. Si lograran mostrar que trabajadores del laboratorio se habían enfermado de Covid-19 en octubre o noviembre de 2019, no quedarían muchas dudas acerca de lo que ocurrió, pero en vista de las capacidades tecnológicas de la dictadura china, y de su manera de tratar a quienes se desvían de la verdad oficial, es poco probable que encuentren pruebas contundentes de tal tipo.
Con todo, el mero hecho de que Biden y quienes lo rodean hayan dado a entender que es factible que en este ámbito por lo menos su archienemigo Trump estuviera en los cierto, significa que, para muchos no sólo en Estados Unidos sino también en los demás países, la idea de que la catástrofe que se ha abatido sobre el mundo se haya debido a la negligencia, o peor, del régimen nominalmente comunista de Xi Jinping, seguirá siendo mucho más que una teoría conspirativa extravagante. Huelga decir que nadie ignora que es del interés de Estados Unidos atribuir la pandemia a la irresponsabilidad de su rival estratégico y es de aquel de los chinos defenderse jurando que, a pesar de haber sido su país la primera víctima de un fenómeno natural, han manejado las consecuencias llamativamente mejor que nadie. Es por lo tanto de prever que en todas partes no sólo los distintos gobiernos sino también las personas privilegien sus propios prejuicios, como hacían tantos occidentales cuando la economía burocratizada de la Unión Soviética representaba una presunta alternativa al capitalismo liberal norteamericano.
Mientras que algunos insistirán en la necesidad de que haya una investigación exhaustiva del origen del coronavirus por suponer que dejaría a China malparada, otros preferirán ubicar el asunto en el contexto geopolítico y atribuir las dudas planteadas por Biden a la conciencia de que, en los quince meses últimos, Estados Unidos ha perdido terreno en la batalla por la supremacía mundial. A su modo, el demócrata Biden es mucho más “imperialista” que el republicano Trump, un aislacionista que sólo quería dejar que los demás países se cocinaran en su propia salsa.
Conforme a las estadísticas oficiales, la de China fue la única gran economía que creció en 2020 y parecería que este año seguirá haciéndolo a un ritmo aún más impresionante que el previsto para la norteamericana, de tal modo consolidando su lugar como la mayor de todas aunque el ingreso per cápita continuará siendo muy inferior. Así y todo, el tiempo está corriendo en contra de China que pronto afrontará graves problemas demográficos al precipitarse la tasa de nacimientos, razón por la que el gobierno acaba de exhortar a sus compatriotas a tener tres hijos; hasta 2016, tenían que conformarse con uno. Pero no sólo es cuestión de la competencia económica entre los dos gigantes. Como los líderes de Estados Unidos, los de China quieren vender su propio “modelo” que es decididamente dictatorial. A primera vista, el que, fronteras adentro, el régimen no se sienta obligado a tomar en cuenta la opinión pública debería perjudicarlo, pero la realidad es que le brinda ciertas ventajas diplomáticas ya que, a diferencia de sus homólogos norteamericanos que no pueden darse el lujo de desoír las quejas de grupos de presión que se solidarizan con sus equivalentes en otros países, los jerarcas chinos están dispuestos a pasar por alto lo que hacen sus socios en su propio territorio; no les importa un bledo si violan los derechos humanos de sus habitantes, si cometen fraude electoral o si es endémica la corrupción de los gobernantes con tal que sus prácticas no les causen problemas. Puede que el pragmatismo extremo del cual hacen gala refleje el desdén que sienten por las culturas ajenas, pero dicho detalle no preocupará en absoluto a los dispuestos a aprovecharlo.
El que “Juan Domingo Biden”, nada menos, haya reanudado la ofensiva contra China que fue iniciada por Trump no puede sino perturbar a Alberto Fernández, Cristina Kirchner y otros que quieren fortalecer los lazos de la Argentina con la superpotencia emergente. En conflictos como éste, los contrincantes suelen prestar mucha atención a las actitudes asumidas por los demás. El año pasado, cuando los australianos reclamaron que se emprendiera una investigación internacional del origen de la pandemia, enfurecieron tanto a los chinos que enseguida su país sufrió una serie de represalias comerciales que redujeron drásticamente sus exportaciones. Pudieron soportarlas, pero en este ámbito la Argentina es mucho más vulnerable que Australia. Por cierto, no le convendría en absoluto que China la incluyera entre los países enemigos del nuevo orden que está intentando construir, pero tampoco le sería beneficioso alejarse demasiado de Estados Unidos que quiere que las democracias cierren filas para frenar las aspiraciones de un país gobernado por autoritarios que se afirman marxistas. Para el canciller Felipe Solá, que se ha acostumbrado a hacer declaraciones explosivas sin tomar el tiempo de consultar con el presidente o la vice, maniobrar entre los dos “imperios” no será del todo fácil.
Por ser tan grandes las diferencias entre Estados Unidos y China, y tan incompatibles sus proyectos respectivos, era inevitable que tarde o temprano estallara una nueva “guerra fría”. Para los norteamericanos, no sólo se trata de acostumbrarse a convivir por primera vez con un país que, por sus dimensiones y la cantidad de recursos humanos de muy alta calidad que está en condiciones de movilizar, podría llegar a dominar la economía mundial, sino también de enfrentar una amenaza política que a juicio de algunos es comparable con la planteada en el siglo veinte por la Alemania nazi y la Unión Soviética.
Durante mucho tiempo, los norteamericanos confiaban en que el desarrollo económico de China se vería acompañado por la democratización; a su entender, era inconcebible que una dictadura pudiera armar un modelo económico capaz de competir con uno basada en la libertad del individuo. Puede que tuvieran razón, pero por ser China tan grande, el que centenares de millones sean pobres según las pautas internacionales es sólo anecdótico ya que a juicio de casi todos, en última instancia lo que más cuenta es la magnitud del producto bruto.
China es más que un país en el sentido habitual de la palabra; es una civilización, una que durante muchos siglos pudo considerarse la única digna de llamarse tal. Las formas de pensar que se generalizaron en aquellos tiempos siguen influyendo en la conducta de todos desde Xi hasta el campesino más marginado. Combinadas con el rencor provocado por los encontronazos humillantes con el Occidente que pusieron fin a milenios de virtual autosuficiencia tanto material como cultural, alimentan las ambiciones de un pueblo que, si no fuera por los problemas demográficos que ya lo están atribulando, estaría por reconquistar la posición que ocupaba bajo las dinastías Tang y Ming.
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