Aquellos que vayan por estos días al supermercado con la intención de comprar un paquete de harina, podrían llevarse una sorpresa. Después de décadas de packaging inalterable, la imagen frontal de la clásica harina leudante Blancaflor ha cambiado por completo. La foto de un bowl con masa ocupa el primer plano y no quedan ni rastros de la simpática “negrita” que formó parte durante medio siglo del logo. El tema estalló en las redes el 25 de mayo, asociado inmediatamente con la incorrección política de que una mujer de raza negra ilustrara el envoltorio. Pero la empresa que fabrica el producto (Molinos) no ha dado hasta ahora ninguna explicación sobre el cambio. Los chistes e ironías arreciaron. Incluso se hizo la observación de que otras marcas de harina, en lugar de gente de color, tienen en el paquete a un ama de casa, reforzando el mensaje de que para una mujer, no hay nada más apasionante que amasar.
El debate por “Blancaflor” es otro capítulo de la novela infinita de la corrección política. Esa herramienta eficaz para instaurar, desde el lenguaje, una conciencia del cuidado de las minorías; que en las manos equivocadas (las de la ignorancia y la estupidez) puede ser más dañiña que el mal que pretende remediar.
Clásicos cuestionados
En el mismo nivel de pavada, el mes pasado, ocupó páginas de diarios, horas de televisión y días en las redes sociales; el beso que Blancanieves, dormida, recibe del príncipe azul en la versión cinematográfica de Walt Disney. Después de meses cerrado por la cuarentena, Disney World abrió sus puertas, reinauguró el paseo dedicado a esta heroína de la ficción y decidió terminar la historia con el famoso beso. Ese beso que no figura en el relato escrito de los Hermanos Grimm, pero que es un clásico en la versión del cineasta de 1937. Dos periodistas del San Francisco Chronicle que reseñaron la nueva atracción del parque, criticaron la opción de la empresa por tratarse de un “beso no consensuado”. Esta calificación abrió un debate mundial y arreciaron las sugerencias graciosas, como despertar a la heroína con una bocina o con el chorro de un sifón. El periodista Alejo Schapire, en su libro “La traición progresista” (Edhasa), ya había hablado de las denuncias que sobre esta misma escena habían hecho ciertos especialistas, calificando la acción como “asalto sexual”.
Schapire, quien habla del “advenimiento de un nuevo orden dictado por la corrección política”, relata en el libro, también, que en una puesta de “Carmen” de Bizet realizada en Florencia, el director decidió que Carmen no muriera apuñalada por su amante, como en el original. Por el contrario, en su versión, es ella la que mata al protagonista. El cambio de final, según el director, estaba justificado por la idea de que, en estos tiempos, es inadmisible que el público aplauda el asesinato de una mujer. Schapire se pregunta, entonces; después de relatar la historia, si en cambio está bien aplaudir el crimen contra un varón. Y más aún, ¿son crímenes los que aplaude el público o a actores, músicos y puesta en escena?
Otro clásico difícil de ubicar en grillas es “Lo que el viento se llevó”, película de época basada en la novela de Margaret Mitchell, que cuenta el conflicto entre el norte y el sur de Estados Unidos. Como la autora es sureña, muestra una imagen amable del trato de los esclavos en la familia. Por este motivo (que ya le trajo problemas en el pasado al director y al estudio que produjo el film), HBO decidió hace unos meses retirar la película de su oferta. Pero, habida cuenta de que es un clásico, la repuso dos semanas después, esta vez con videos aclaratorios sobre el contenido histórico de la obra. ¿Será que durante décadas, el público que adoró la película, creía que la esclavitud era una práctica encomiable? ¿O más bien, los programadores suponen que a los espectadores de hoy es necesario aclararles que está mal tener esclavos?
Cultura. Una de las nuevas herramientas de hostigamiento a la libertad de expresión consiste en señalar a quienes usan ropa o peinados que “pertenecen” a una cultura determinada. Así, hace un tiempo, Ángela Torres tuvo que pedir disculpas por sus flamantes rastas a sus enfurecidos seguidores que la acusaban de “apropiación cultural”.
Lo mismo le pasó a Justin Bieber este año con sus dreadlocks, hasta que esta semana decidió raparse. Antes, Rihanna había sido atacada por usar un collar con la imagen del dios hindú Ganesha y Kendall Jenner, por vestirse de campesina mexicana para promocionar su marca de tequila. Mala intención lisa y llana, disfrazada de nobleza para las redes.
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