Y a antes de ser invadida por un sinnúmero de réplicas y variantes del virus mortífero que, después de salir de una ciudad china, sembraría calamidades a lo ancho y largo del planeta, la Argentina corría riesgo de terminar como un Estado fallido. Con la excepción de algunas dictaduras dominadas por sectas ideológicas más preocupadas por abstracciones, o por enriquecer a los jefes, que por el bienestar de la gente, fue el único país del mundo occidental que durante medio siglo, un lapso en que centenares de millones de personas dejaran atrás la miseria ancestral, no supo desarrollarse económicamente.
Por el contrario, retrocedió al convertirse, para desconcierto de sus vecinos y, desde luego, de sus propios habitantes, en una auténtica “fábrica de pobreza”. Fue de prever, pues, que al sumarse una pandemia muy peligrosa a la lista de problemas gravísimos que la clase dirigente nacional no estaba en condiciones de superar, se encontrara ante una crisis existencial, una que debería haber alarmado tanto a sus líderes políticos, económicos y sociales que procurarían unirse para enfrentarla.
¿ Es lo que hicieron? Claro que no. Puede que haya algunos políticos profesionales que optaron por privilegiar el interés común por encima de sus aspiraciones personales o partidarias, pero se trata de una minoría cuyas voces apenas se oyen. Otros, demasiados, están actuando como si tomaran la pandemia feroz que está cobrando vidas y devorando los restos de una economía que ya era disfuncional por una oportunidad para conseguir más poder y dinero. Es que muchos que se dedican a actividades políticas lo hacen no por aquella mítica vocación de servicio a la que tantos suelen aludir sino porque saben que pertenecer a la corporación los ayudará a mantenerse a flote toda vez que el país experimenta una de sus convulsiones esporádicas. A diferencia de sus homólogos de otros países, no se les ha ocurrido sugerir que sería bueno que se redujeran sus propios haberes. Aunque no serviría para mucho en términos prácticos, enviaría un mensaje valioso a quienes están procurando aferrarse al proyecto de vida que tenían y a otros que temen perder todo.
Una consecuencia de tanta mezquindad es que son cada vez menos quienes confían en lo que dicen los políticos y los epidemiólogos que presuntamente los asesoran, y cada vez más los que dan por descontado que las posturas asumidas por Alberto Fernández, Axel Kiciloff y Horacio Rodríguez Larreta, además de sus aliados científicos, están motivadas por nada más que el deseo de anotarse alguna ventaja, por pequeña que fuera, razón por la que se ha hecho rutinario interpretar en clave política todas las declaraciones que formulan y las medidas que toman. Cuando todo se politiza, se perjudica la política misma, o sea, la confianza de la ciudadanía tanto en el sistema democrático como en los gobernantes de turno y quienes esperan sucederlos en el poder. Es lo que ocurrió en los días finales de 2001 al popularizarse por un rato breve el lema “que se vayan todos”; de haber contado el país con una administración pública eficaz, hubiera podido prescindir de un gobierno -hace algunos años, lo hizo Bélgica por 541 días-, pero por razones evidentes la Argentina no disponía de dicha alternativa.
Sea como fuere, si bien aún no hemos llegado a tal extremo, no sorprendería demasiado que muchos llegaran a la conclusión de que lo que el país necesita para ponerse de pie es un cambio drástico que posibilitara el reemplazo de la actual clase política por otra más idónea o, por lo menos, la suspensión de las reyertas partidarias hasta que la pandemia no sea más que un recuerdo luctuoso.
Como señaló hace una semana en Perfil Gustavo González, ante una emergencia tan amenazadora como la actual, lo más lógico sería que se abriera “un paraguas sanitario” para que todo lo vinculado con el Covid-19, como el drama a veces escandaloso de las vacunas, los encierros y el tema de las clases presenciales, dejara de ser aprovechado por políticos obsesionados por las elecciones previstas para la primavera venidera o por las vicisitudes de las internas de sus agrupaciones respectivas.Una manera de hacerlo sería que los líderes de todos los partidos y facciones principales se comprometieran a apoyar una comisión apolítica e independiente de hombres y mujeres lo bastante prestigiosos como para merecer la confianza de la sociedad para que se encargara de la lucha contra la pandemia. Algo así ocurrió en algunos países democráticos al estallar la Segunda Guerra Mundial, como en el Reino Unido donde el gobierno conservador de Winston Churchill no titubeó en compartir el poder con la oposición, con el laborista Clement Attlee como viceprimer ministro, para que las fuerzas armadas contaran con el pleno respaldo de los representantes de virtualmente toda la sociedad. Comprendían que sería suicida permitir que el manejo del conflicto se politizara.
Si el sistema nacional de gobierno fuera parlamentario, sería relativamente sencillo hacer de “la unidad nacional” algo más que un eslogan atractivo pero, por desgracia, el país es prisionero del presidencialismo de origen norteamericano, con el calendario electoral casi inflexible que le es intrínseco. Es un esquema rígido que, además de estimular vicios políticos a los que el país es vulnerable como el caudillismo, el personalismo excesivo y el populismo, impide que la sociedad reaccione con rapidez y agilidad frente a desafíos como los planteados por el coronavirus o, huelga decirlo, por una economía que, para ser viable, tendría que someterse a una serie de reformas estructurales.
De todos modos, aun cuando en marzo del año pasado Alberto mismo quisiera contar con la colaboración de una parte sustancial del arco opositor, otros integrantes de la coalición gobernante no lo habrían permitido porque, desde su punto de vista, compartir el poder con extraños hubiera significado resignarse a verse privados de pedazos de lo mucho que se las habían arreglado para conseguir.
Es lo que en efecto ocurrió al cundir la sospecha de que Alberto pensaba en aliarse con Rodríguez Larreta. Sin perder un minuto, Cristina, Kiciloff y otros le advirtieron que el alcalde porteño “era Macri” y que tratarlo bien equivaldría a reconocer que en verdad el ex presidente no era el responsable de absolutamente todos los males del país. Por lo demás, nadie ignoraba que lo último que quería la doctora era que el profesor de derecho adquiriera una base de sustentación propia; entre otras cosas, entrañaría el riesgo de que volviera a ser la persona que la consideraba una delirante. Irónicamente, la esperanza de que Alberto si resultara ser lo que había sido fue lo que le permitió sumar algunos votos propios al caudal imponente aportado por Cristina y por lo tanto ahorrarles el riesgo que les hubiera supuesto un eventual balotaje.
Para frustrar lo que vieron como una desviación peligrosa del relato que estaban improvisando, los kirchneristas más combativos pronto redoblaron la campaña que ya estaban librando no sólo contra Rodríguez Larreta, sino también contra la Ciudad de Buenos Aires que a su entender es territorio enemigo, y los porteños en su conjunto, ampliando así “la grieta” que tanto ha contribuido a hacer ineficaces los intentos de frenar la propagación del virus asesino.
Por lo pronto, el objetivo principal de un sector del oficialismo, dirigido por Cristina y Kiciloff, es convencer al país de que el recrudecimiento violento de la pandemia luego de un período de calma relativa se ha debido exclusivamente a la supuesta inoperancia del gobierno de la Ciudad y la conducta malévola de los porteños que, por razones a buen seguro perversas, estarán esforzándose por infectar a sus vecinos del otro lado de la Avenida General Paz. En opinión del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, son tan viles ciertos representantes de la oposición que festejan las muertes y no quieren que el país consiga vacunarse por temor a que el gobierno resultara beneficiado.
De más está decir que en el clima fétido que tantos quieren fomentar no habrá posibilidad alguna de que cierren filas los miembros de la clase política nacional en apoyo de una estrategia determinada. ¿Por qué pensar en algo tan fantasioso? Para los más cínicos o, si se prefiere, más realistas, la pandemia plantea una gama de oportunidades que no están dispuestos a pasar por alto. Acostumbrados como están desde hace décadas a sacar provecho de todos los desastres que sufre la sociedad, algunos habrán llegado a la conclusión de que, siempre y cuando les sea dado asegurar que sus rivales paguen los costos políticos correspondientes, será de su interés agravar una situación que para muchos ya es intolerable.
Tal vez sea por tal motivo que Cafiero y otros funcionarios (y funcionarias) del gobierno están cubriendo de insultos a sus adversarios -mejor dicho, a sus enemigos-, acusándolos de querer ver morir a miles de compatriotas, pero es posible que lo hagan sólo para desahogarse, ya que sería comprensible que se sintieran muy pero muy preocupados por lo que está sucediendo. Sea como fuere, por ser cuestión de los responsables de minimizar el impacto del “tsunami” que está sacudiendo el país, sería mejor que por lo menos intentaran brindar una impresión de ecuanimidad.
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