Como aprendices de Nostradamus, los kirchneristas que accedieron al poder a fines de 2019 vienen rellenando su ausencia de planificación a base de predicciones. Durante la campaña electoral por la presidencia, Alberto Fernández y los suyos -o los de Ella- se aferraron a la ola de estallidos sociales que recorría Sudamérica para profetizar una crisis terminal del neoliberalismo en la región, y acaso en todo el planeta. Forzando un poco el análisis geopolítico, aquella crisis regional les sirvió a los estrategas albertistas para ganar tiempo hasta las elecciones, que ya daban por ganadas, mientras resistían la presión de los mercados globales y del establishment local para que el candidato presidencial del peronismo explicara cómo pensaba renegociar las deudas con inversores y con el FMI, parar la inflación y al mismo tiempo revertir el ajuste que había intentado el macrismo. Para Alberto, el único plan sensato era sentarse a esperar el inminente derrumbe del capitalismo tal como lo conocíamos en América latina, y apenas cambiaran las viejas reglas de juego, recién ahí pisar el acelerador con rumbo a un país mejor. Aunque aquella utopía no se concretó, los profetas del oficialismo siguen anunciando apocalipsis cotidianos para ganar tiempo antes del juicio final de la realidad, esa que Perón llamaba “la única verdad”.
A poco de asumir el Gobierno, el kirchnerismo se topó con una auténtico pronóstico de crisis mundial, pero su primera respuesta -a falta de acciones previsoras- fue la de tranquilizar a la población respecto del coronavirus, asustándola con la amenaza del dengue, que para el entonces ministro Ginés González García era la verdadera prioridad nacional. También caducó rápidamente este pronóstico, pero los profetas K no aprendieron la lección; más bien redoblaron la apuesta. Comunicadores e intelectuales paraoficiales se entusiasmaban a coro con el Presidente y con su ministro Martín Guzmán sobre -ahora sí- la gran oportunidad que representaba para la Argentina en bancarrota el derrumbe del capitalismo occidental a manos de la pandemia. Alentado por las encuestas, Alberto Fernández puso al país en el freezer y lo cerró con candado hasta nuevo aviso. Como su prioridad era la salud por encima de la economía, mágicamente había ganado otro año de gracia para su relato de que se podía gobernar bien sin plan económico. Eran los tiempos en que Axel Kicillof pregonaba, con cierta euforia indisimulable, que la normalidad ya no existía y que no volvería nunca más.
Pero sucedió lo normal: a pesar del shock viral que dejó boqueando a varios líderes globales, finalmente ganaron los de siempre. Las vacunas -otra profecía incumplida del kirchnerismo- llegaron en tiempo y forma a las grandes potencias, cuyas economías siguen haciendo más ricos a sus ricos, mientras la Argentina repite su hibernación anual como si nada hubiera aprendido del pasado reciente. Total normalidad.
Mientras la militancia vacunada le exige más paciencia a la ciudadanía no inmunizada, el oficialismo profetiza -como lo hace Kicillof y sus ministros sin parar- el advenimiento de un tsunami viral, que no solo justifica el cierre de escuelas en una sociedad que necesita aprender mucho más que las potencias tecnológicas del Primer Mundo. También las urnas están guardadas bajo llave, con la excusa del miedo a que se cumpla el cataclismo sanitario diagnosticado por el gobierno de profetas. Después de todo, las PASO son una gran encuesta, y Alberto precisa más tiempo para cumplir sus promesas, antes de que la mayoría opine.
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