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MUNDO | 20-12-2014 00:05

Estados Unidos y los viejos vicios de la CIA

Las torturas perpetradas por el servicio secreto, un espejo de cómo ha cambiado el país a lo largo de su guerra contra el terrorismo.

Cuando las torres gemelas ardieron hasta hundirse en el vientre de Manhattan, se impuso una lectura errónea sobre ese ataque genocida. El objetivo principal de Al Qaeda no era derribar el máximo símbolo del capitalismo global: el World Trade Center. El verdadero objetivo era golpear un símbolo de la “sociedad abierta”: la cosmopolita y desprejuiciada Nueva York.

El blanco principal no fue lo que defendían Frederick Von Hayek y Milton Friedman, sino lo que defendía Karl Popper. Detrás de los aviones del 11-S estaba uno de los principales “enemigos” de la “sociedad abierta” que describió aquel gran exponente del pensamiento liberal: el oscurantismo feudal, fanático y medieval.

Eso representaba el largo y extraño nombre que descubría estupefacto el mundo al comenzar el milenio: Osama Bin Muhamad Bin Ahuda Bin Laden. El jihadista saudita no era precisamente un luchador progresista, sino todo lo contrario: un multimillonario con harén y con lacayos, deseoso de imponer al resto del mundo la supremacía de su religión y su cultura.

Por eso atacó la “sociedad abierta”. Por ser un enemigo de la tolerancia, la pluralidad, la racionalidad secular y las libertades individuales y públicas. El objetivo era volverla una sociedad cerrada, intolerante, uniforme y autoritaria. El blanco del ataque fue también la matriz sin la cual no puede haber sociedad abierta: el Estado de Derecho.

Esos valores, así como al orden jurídico que los protege, atacó Bin Laden. Esa fue la tesis central de mi libro “Dioses de la Guerra”, publicado en el 2002. No a lo peor, sino a lo mejor de Estados Unidos apuntaron los aviones de Al Qaeda. Y dieron en el blanco.

En pie de guerra. Los informes del Senado norteamericano confirmaron que aquel golpe demoledor había dañado gravemente al Estado de Derecho y su mejor consecuencia, la Sociedad Abierta.

No hacía falta que el Senado confirmara las torturas de la CIA y que el gobierno norteamericano hiciera público el informe, para saber que el terrorismo ultra-islamista de vertiente wahabitta había alcanzado su objetivo. El éxito de Bin Laden estuvo a la vista desde un primer momento, gracias a la banda ultraconservadora que encabezaban George W. Bush y el vicepresidente Dick Cheney.

La “Patriot Act”, recortando derechos y garantías civiles, fue la primera señal de la profunda herida que había dejado el 11-S en la democracia norteamericana. A renglón seguido vinieron otros estropicios: la invasión ilegal de Irak, a pesar de que las inspecciones encabezadas por el experto sueco Hans Blix habían revelado que no quedaban arsenales químicos y biológicos en el país de Saddam Hussein.

El ex agente Edward Snowden reveló que otro cuerpo de inteligencia, la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), fue el “Gran Hermano” que auscultó la privacidad de millones de norteamericanos y de ciudadanos de otros países, mientras la prensa de los Estados Unidos revelaba los excesos de la CIA desde que se filtraron fotos que mostraban los tormentos y humillaciones que sufrían los presos en la cárcel bagdadí de Abu Ghraib.

La revelación que hizo el Senado no sorprendió a nadie, pero constituye un acto de altísima significación política y jurídica. Es el equivalente estadounidense del informe de la Conadep en la Argentina, de la Comisión de la Verdad en Sudáfrica y del Parlamento español sobre el accionar de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) vinculados al CESID (servicios de inteligencia) durante el gobierno de Felipe González. La diferencia es todas estas guerras sucias se libraron en territorio propio. mientras que la guerra sucia de Bush se desarrolló fuera de Estados Unidos. Además, fue mucho más grave y brutal.

Torturadores. Los republicanos pusieron el grito en el cielo. Acusaron a los demócratas de dañar la imagen de Estados Unidos al hacer público el informe del Senado. Absurdo, porque es obvio que lo que dañó la imagen de Estados Unidos en el mundo no fue la admisión de la guerra sucia sino la guerra sucia. Sobre las violaciones a los derechos humanos que se perpetraban en Guantánamo, en aviones militares en vuelo y en prisiones remotas de Afganistán, ya se sabía por las revelaciones que fue publicando la propia prensa estadounidense.

El único republicano que en lugar de repudiar la revelación del informe, repudió lo que tenía que repudiar, las torturas de la CIA, fue una vez más John McCain. Además de ser un hombre honorable y sensato, el viejo senador de Arizona fue víctima de las torturas en un campo de concentración de los vietcong. En materia de derechos humanos no acepta la hipocresía.

Lejos de dañar la imagen de la potencia occidental, el informe del Senado compensa el daño que le causó la guerra sucia que Bush y Cheney le permitieron a la CIA. Por cierto, no es la primera mancha de la CIA y de la Casa Blanca. Como afirma Tim Weiner en su libro “Legado de Cenizas”, torturas y prisiones secretas hubo desde mediados del siglo 20 en Asia, Europa y América Central.

Tampoco es la primera vez que es investigada y denunciada. Ocurrió en tiempos de Richard Nixon. Y en esta oportunidad, igual que después de las barbaridades cometidas en Vietnam y dentro de Estados Unidos durante aquella guerra atroz, el informe y su revelación pública apuntan al objetivo político de devolver la credibilidad que la administración Bush destrozó en su guerra contra el terrorismo.

Poco o mucho, es un paso en el sentido del Estado de Derecho y la Sociedad Abierta. Por lo tanto, es un aporte positivo. Aunque sería más creíble y restaurador de la imagen norteamericana si a los responsables de los excesos denunciados por el Senado se los juzgara y castigara.

Al fin de cuentas, si no hay juicio y castigo a los excesos de la CIA, se vuelven ridículas las sanciones que Washington acaba de aplicar a los funcionarios chavistas que acusa de violar derechos humanos durante las últimas protestas en Venezuela.

¿Con qué autoridad puede Estados Unidos sancionar en los demás lo que no castiga en su propio aparato estatal?

por Claudio Fantini

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