Una familia duerme bajo la galería de avenida Colón a escasos metros de la Casa Rosada. Se suman a las miles de personas en situación de calle que pasan sus días a la intemperie en las grandes ciudades del país, incluso una en la puerta del edificio de la Secretaría de Comercio, donde dicen que casi no hay pobres, ni desempleo, ni inflación.
Kicillof dice que nos desendeudamos mientras emite deuda que pagará el que venga, Aníbal Fernández afirma que no hay laboratorios de droga en el país mientras nos convertimos en testigos de guerras narcos y zombies con el marulo quemado por el paco, y los mismos funcionarios que atacaron a Scioli durante años, hoy lo vitorean por ser la única esperanza. Mientras todo esto puede ocurrir en un mismo día, por la noche Cristina invade nuestros hogares para interrumpir la cena con un discurso temerario, en el que anuncia un montón de obras que nunca se realizarán y presentará como medidas revolucionarias meros actos administrativos, para luego atacar a la prensa, ningunear a la oposición, desacreditar a todo el que piense distinto, recordarnos que tenemos libertad de expresión, pluralidad de voces y que la Patria es el otro.
Las contradicciones del kirchnerismo pueden quedar plasmadas en tan sólo una frase y cualquier certeza oficialista se desacredita con un mínimo chequeo de la realidad de la calle. Sin embargo, a lo largo de estos doce años y medio, el Gobierno iniciado por Néstor Kirchner y continuado por Cristina Fernández de, no ha hecho otra cosa que correr los límites de lo tolerable a extremos impensados: lo que ayer nos causaba indignación, hoy nos parece algo normal frente a la noticia del día mientras nos preocupa qué nos indignará mañana.
Ese es el espíritu que llevó a escribir “Lo que el Modelo se llevó”: la cantidad de conceptos que levantaron como banderas “que nadie había levantado”, a pesar de que todos los gobiernos de la democracia lo hicieron con variados resultados. Políticas de derechos humanos frente a la dictadura hubo siempre. Se podrá coincidir o no con ellas, pero el Estado no se calló la boca, como dijo Néstor en su discurso del 24 de marzo de 2004. La militancia siempre existió, al igual que las discusiones políticas.
Pero para torcer sus propias historias modificaron la de todo el país, para esconder sus propios errores nos convirtieron en enemigos que ponen trabas en la rueda del modelo más exitoso e inclusivo de los últimos milenios, el mismo que no logró sacar un solo pobre de ninguna de las mil villas que crecieron alrededor y dentro de Buenos Aires al igual que en todas las urbes patrias.
En el medio pasó una década y un cuarto en la que no lograron meter un plan de créditos para la vivienda del laburante, en la que el 100% de la población fue víctima de la inseguridad directa o indirectamente, en la que nos sacaron más de la mitad de nuestros ingresos en impuestos suecos para financiar servicios subsaharianos, y en la que nos corrieron con el dedito de la moral mientras las causas por corrupción se multiplicaban en los tribunales federales más rápido que lo que crecía la pobreza.
Quisieron curar el sida con penicilina. No funcionó y el Modelo se va a la casita con default, inflación, desocupación estructural, cientos de muertos en tragedias estatales previsibles, desaparecidos en democracia, pobreza y recesión. Obviamente, desde el oficialismo nada de esto ocurre. Y si llegara a escaparse algún dejo de que realmente las cosas no están tan bien, la culpa será de la prensa hegemónica –sólo la que no les responde a ellos–, de la clase media, de un complot de la CIA y de la envidia que nos tienen las grandes potencias.
Por eso este libro: porque no todo da igual y porque muchas cosas ya se olvidaron. Y eso es tan sólo una parte del mayor daño que nos causaron: el cultural. Corrieron tanto los límites que cualquiera que venga luego de ellos podrá hacer lo que quiera, que, mientras no llegue a sus extremos, nos parecerá un negoción. Y eso es peligroso.
*Subeditor de Información General. Autor de
“Lo que el Modelo se llevó”.
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