Friday 22 de November, 2024

POLíTICA | 10-08-2016 15:34

Juliana Awada, asqueada con la dejadez de Cristina en Olivos

Cómo fue el desembarco de la primera dama en la quinta presidencial. La “herencia” de mugre y cucarachas y los estridentes tonos con que CFK pintó la residencia.

Juliana Awada no podía disimular su asco.

–Estas cortinas están muy sucias, hay que lavarlas –dijo con gesto de desagrado.

–Yo las tiraría –acotó el hombre que la acompañaba.

–Sí, mejor tiralas. Y estos zócalos… mirá, están podridos. Hay que sacarlos también.

El hombre asintió en silencio.

La flamante primera dama continuó:

–¡Uy, lo que son esas paredes, ahí hay manchas de humedad! Todo eso hay que arreglarlo y después pintarlo bien.

El hombre ya no dijo nada.

–Hay cualquier cantidad de cucarachas, ¿nunca desinfectaron a fondo acá? –siguió ella, embalada.

Pero su acompañante ya solo la miraba sin responder.

–¡Y esta alfombra, por Dios, está negra! La van a tener que sacar.

Al hombre, que nunca la había visto antes, se le ocurrió que tal vez era momento de presentarse. Awada le hablaba como si se tratara de un asistente que debía tomar nota de sus pedidos, o tal vez del decorador designado para poner a punto la residencia presidencial de Olivos que ella pisaba por primera vez aquel sábado 12 de diciembre de 2015. Pero no: el hombre era el encargado de su seguridad, no de la limpieza del lugar.

–¿Tomaste nota? –le preguntó ella, dispuesta a seguir el recorrido.

–Señora –la cortó él, con la mayor dulzura posible–, yo soy el jefe de la Casa Militar… Me llamo Jean Pierre Claisse.

La primera dama se ruborizó, avergonzada por el malentendido.

–¡Ay, perdón, no te puedo creer! –se disculpó y ensayó esa sonrisa que hechiza a todos.

La escena, con la que arranca la biografía no autorizada “Juliana”, publicada por Planeta, me la relató uno de los testigos presenciales de ese recorrido, que pidió que no se revelara su identidad. Demuestra cómo fueron los primeros minutos de la nueva reina en su futuro hogar: estaba claro que Juliana había llegado para adueñarse del trono.

El resto del recorrido de aquel día iniciático terminó de espantar a Awada. A las paredes con humedad, los zócalos podridos, la suciedad general, la falta de agua caliente –algo que ya se parecía a un boicot– y las cucarachas que brotaban sin control de las alcantarillas se le sumó un descubrimiento de lo más extraño cuando ingresaron al dormitorio que hasta pocas noches antes ocupaba Cristina Kirchner.

–¿Y eso? ¿Qué es ese biombo? –preguntó la nueva dueña de Olivos.

–Qué raro –acotó su acompañante.

El biombo en cuestión separaba la cama de la ex presidenta del resto del cuarto y convertía aquello en un ambiente mínimo, claustrofóbico, parecido al de un enfermo terminal que teme contagiar a sus seres queridos. Allí había dormido Cristina, rodeada de oscuridad y polvillo.

Todo aquello era una postal de la soledad y el abandono.

–Qué espanto –repetía Juliana a cada paso, sin disimular su repulsión.

El color terracota de la residencia principal que la viuda de Néstor Kirchner había elegido para sacarle algo de solemnidad también le pareció “de mal gusto” a Awada. Lo mismo que el dudoso rosa chicle que Florencia, la hija de la ex presidenta, había usado para decorar su propio chalet. No: había que pintar todo de blanco nuevamente. Blanco y puro, como le gusta a Juliana.

En los jardines de la quinta el panorama era igual de desolador. Árboles caídos obstruyendo los caminos, un lago artificial con agua podrida, una cancha de tenis cubierta por la maleza, y disimulados entre los arbustos, aquí y allá, huraños y acobardados, los empleados de la residencia que no se animaban a emitir palabra y que, por el contrario, se alejaban en puntas de pie cuando alguien se les acercaba.

Juliana intentó saludarlos, pero no obtuvo respuesta.

El jefe de la Casa Militar le explicó: los empleados, dijo, tenían órdenes de no hacerse notar, de no dejarse ver ni oír cuando la antigua jefa Cristina y sus circunstanciales visitantes paseaban por los jardines de la residencia. Hasta habían adquirido la costumbre de darse vuelta y camuflarse entre la vegetación para no “molestar” a la ex presidenta. Eran directivas inapelables de la anterior conducción política, que los habían transformado en entes anónimos, en fantasmas sin identidad.

–Pobres… –se compadeció la nueva primera dama.

Tras esa primera inspección, ella midió sus palabras ante los periodistas: “Vamos a ponerle un poco de calor de hogar a la quinta”, fue lo único que dijo.

A su marido, en cambio, le habló con total sinceridad:

–Hasta que no arreglen todo este desastre no nos podemos mudar.

Mauricio Macri le dio la razón, como hace siempre.

El “desastre” del que hablaba Awada también había impresionado a otros hombres del PRO que visitaron la residencia de Olivos en los primeros días. Entre ellos, el asesor estrella de Macri, el ecuatoriano Jaime Durán Barba, que veía en aquella mezcla de desolación y dejadez una oportunidad marketinera para cargar las tintas contra la anterior moradora de la quinta presidencial.

–Tanto lujo, tantas joyas, tantas carteras y maquillaje, y al final resulta que Cristina vivía en una pocilga –lo cebó el asesor al Presidente.

Durán Barba me dijo que Macri no quería magnificar el asunto.

–Hablar de eso, tratarla de sucia, de dejada, ya sería atacarla personalmente. Y ella es una mujer… –le contestó el jefe.

El gurú ecuatoriano apeló a su erudición:

–En quechua a una mujer así se la llama “carishina”. Es la mujer que es desprolija como un hombre.

Todo lo contrario de Juliana.

por Franco Lindner

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