Cuando de crear agrupaciones promisorias se trata, no hay nadie como Elisa Carrió. Luego de romper con la UCR, fundó ARI, para entonces agregarle primero la Coalición Cívica y más tarde la UNEN. Hace poco más de una semana, la chaqueña ocupó una vez más el centro del escenario como artífice, en su opinión la principal, del Frente Amplio cuyos líderes aspiran a poner fin a décadas de supremacía peronista.
Esperan que el superávit de presidenciables los ayude, que una buena interna sirva para polarizar a una parte sustancial de la población, pero ya hay señales de que no les sea dado emular a los peronistas que, nos aseguró el general, son como los gatos que parecen estar peleándose cuando en verdad lo que están haciendo es reproducirse.
Es que Lilita, una creadora nata, nunca se siente conforme con su propia obra.
Para desconcierto de sus admiradores, no bien termina ensamblando una combinación nueva, decide retocarla o dejarla en manos de otros para que pueda dedicarse a algo distinto. Es la Penélope de la política argentina. De noche deshace lo que hace de día. Así, pues, antes de apagarse la euforia de quienes celebraban el lanzamiento del “espacio” centroizquierdista FAU, se puso a desmantelarlo. Dijo que no soñaría con votar a “muchos” candidatos de su propio frente.
La verdad es que no le gusta ninguno. Se entiende: a ojos de Lilita, el peronista progre de San Isidro Fernando “Pino” Solanas, aquel adusto médico santafesino Hermes Binner y los otros pretendientes, entre ellos un par de radicales, no se asemejan para nada a Ulises. Tampoco le atrae demasiado Mauricio Macri: quisiera contar con el apoyo de PRO, pero no le ofrecería nada firme a cambio. A diferencia de la dama de Ítaca, Lilita parece destinada a permanecer sola.
Si la Argentina fuera otro país, el que a la protagonista del FAU le encante burlarse de sus putativos socios no importaría demasiado. Todos los partidos, tanto democráticos como totalitarios del mundo se ven agitados esporádicamente por disputas personales que se deben menos a discrepancias programáticas que a la naturaleza competitiva de un oficio que es apto solo para los dueños de egos sobredimensionados. Al fin y al cabo, para que un político tenga éxito, le es forzoso convencer a los demás de que es más capaz, más sensible y hasta más humano que todos sus rivales.
Pero mientras que en las democracias consolidadas los partidos suelen ser lo bastante extensos para hacer menos atractiva la fragmentación, en la Argentina, el país de los mil ismos, las únicas agrupaciones relativamente coherentes son las dominadas por una sola persona. De estas, la principal sigue siendo la de Cristina, jefa absoluta de su movimiento particular y autora exclusiva de su relato, aunque la que está aglutinándose en torno de Sergio Massa ya ha adquirido un tamaño mayor. No existen muchos motivos para suponer que las costumbres políticas del país estén por cambiar.
A veces, el electorado parece hartarse del personalismo exagerado. Cuando ello ocurre, muchos pueden optar por un candidato que se jacta de brindar la impresión de ser “aburrido” y nada carismático, como en el caso de Fernando de la Rúa, pero en el fondo se trata de una variante del mismo juego, de apostar a que, después de un período de liderazgo excesivamente caprichoso, lo que el país quiera es una especie de antihéroe gris orgulloso de su presunta normalidad. En el FAU hay algunos precandidatos que no tendrán más opción que la de intentar persuadir al electorado de que su falta de carisma garantiza seriedad, pero sorprendería que el truco funcionara nuevamente.
Para conseguir los votos que necesitarían, los frentistas tendrían que sumar, pero como la conducta de Lilita nos ha recordado, la posibilidad de que logren hacerlo es escasa. Quienes aprobarían un pacto con PRO, repudiarían a Pino y Binner; los tentados por la oferta izquierdista se negarían a respaldar a un candidato presidencial derechista. ¿Y la disciplina partidaria? En un país sin partidos auténticos en que se ha puesto de moda hablar de “espacios” políticos, zonas mayormente vacías por las que viajan algunos asteroides, cometas y, con suerte, una estrella rodeada por media docena de planetas, la disciplina partidaria no existe.
Para ser algo más que un rejunte coyuntural, el Frente necesitaría mantenerse intacto por varios años, tal vez decenios. Lo preferible, desde el punto de vista de sus integrantes, sería que madurara como el partido de gobierno, aunque sólo fuera para impedir que otra facción peronista encabezada por Massa, Daniel Scioli o alguien cercano a Cristina ocupara el poder y usara la gran caja estatal para comprar voluntades, pero por ahora sus perspectivas no parecen demasiado brillantes. He aquí un motivo por el cual Carrió y algunos radicales piensan que convendría pactar con Macri.
Avalado por el Frente, que dispondría del aparato electoralista radical, el líder porteño podría reducir la brecha aún grande que lo separa de Massa y Scioli. A pocos centroizquierdistas les entusiasma la idea de encolumnarse detrás de un hombre que a su juicio encarna la derecha capitalista y burguesa que siempre han satanizado, pero los menos dogmáticos entienden que tolerar un interregno macrista sería mejor que resignarse a la prolongación por tiempo indefinido de la hegemonía peronista. Por lo menos, serviría para modificar el panorama político nacional.
Asimismo, significaría que los progresistas no tendrían que asumir la responsabilidad ingrata de reparar los daños que han provocado Cristina y sus militantes improvisados a la economía y, por lo tanto, al tejido social del país. No es un asunto menor; de triunfar en las próximas elecciones presidenciales un centroizquierdista, le sería preciso gobernar como si fuera un “liberal” inflexible porque, hasta llegar las inversiones que según los optimistas vendrán en cuanto se hayan ido los kirchneristas, el país tendrá que vivir de lo poco que todavía conserva.
Por cierto, no le sería dado festejar su triunfo repartiendo dinero entre quienes a su entender son víctimas del populismo resueltamente miope de Néstor y Cristina. Mal que les pese a los progresistas, los años venideros transcurrirán bajo el signo de la austeridad, lo que plantearía un desafío a quienes por principio siempre han sido contrarios a los “ajustes neoliberales”.
El populismo ha logrado perpetuarse al aprovechar las dificultades que provoca para descalificar a sus adversarios, ingeniándoselas para que hereden una economía vaciada. Aunque parecería que en esta oportunidad Cristina se ha encargado de la primera fase del ajuste, ya que un paso al costado prematuro la dejaría vulnerable frente a los que, como Lilita, quieren verla entre rejas, no es necesario ser un pesimista para suponer que al gobierno próximo le será sumamente difícil satisfacer las expectativas mínimas del grueso del electorado.
¿Cómo actuaría un eventual gobierno frentista en tal situación? Por un rato, disfrutaría del respaldo hasta de los peronistas. Es lo que sucedió en los meses iniciales de la gestión de la Alianza, cuando personajes como Carlos Ruckauf no se cansaron de rendir homenaje al liderazgo del presidente De la Rúa, pero solo sería cuestión de una tregua pasajera. Por lo demás, distintas facciones de la FAU no tardarían en encontrar pretextos para oponerse a las medidas más antipáticas que los sucesores de Cristina se verían constreñidos a tomar.
Mal que les pese a los simpatizantes de la alternativa centroizquierdista más reciente, está tan difundido el temor a que resultara incapaz de gobernar en medio de una exasperante crisis económica que, para superarlo, tendría que comenzar pronto a hacer gala de su dureza, lo que, huelga decirlo, podría costarle los votos de los convencidos por la retórica de dirigentes más habituados a denunciar la insensibilidad ajena que a proponer soluciones viables.
En la mayoría de los países occidentales, los políticos más beneficiados por las debacles económicas que la izquierda atribuye a las deficiencias intrínsecas del sistema capitalista suelen ser conservadores poco imaginativos de ideas “ortodoxas”, personas como el español Mariano Rajoy o el británico David Cameron. Para frustración de los socialistas europeos, la consecuencia política más notable de la implosión financiera de 2008 que se vio seguida por una recesión devastadora de la que el Viejo Continente aún no se ha recuperado por completo, fue un giro hacia la derecha en casi todos los países con la excepción pasajera de Francia.
Si bien en este ámbito como en tantos otros la Argentina es diferente, aquí también son muchos los que desconfían de la capacidad de los progresistas para manejar la economía con el realismo imprescindible. Así, pues, además de mostrar que, a pesar de las reyertas internas y el individualismo imprevisible de Carrió, el Frente es lo bastante sólido como para que lo de unidad en la diversidad sea algo más que una consigna, a sus integrantes les será necesario asegurar a un electorado inquieto que están en condiciones de impedir que, una vez más, la economía caiga víctima de las buenas intenciones de los encargados de cuidarla.
El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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