La feroz ofensiva arancelaria con que Donald Trump quiere disciplinar a China tiene menos que ver con su deseo de ayudar a los trabajadores norteamericanos que han sido perjudicados por la desindustrialización que con la realidad geopolítica. Como mandatario de la potencia hegemónica reinante, el “hombre naranja” se sabe obligado a reaccionar frente al surgimiento de una rival que, a juicio de sus líderes nominalmente comunistas y muchos otros, está destinada a remplazarla. Por motivos comprensibles, Trump no quiere ser recordado como un presidente que era demasiado débil como para defender la supremacía mundial de Estados Unidos, y la autoestima colectiva que lo acompaña, pero parecería que no entiende que su estilo truculento y su negativa a distinguir entre aliados fieles y enemigos están debilitando a su propio país.
Si bien Barack Obama, Joe Biden y otros antecesores de Trump compartían su preocupación por lo que estaba ocurriendo en el escenario internacional, daban la impresión de haberse resignado a que, tarde o temprano, la economía del “gigante asiático” superaría por mucho a la estadounidense, ya que para hacerlo sólo tendría que hacerse un poco más productiva que las de la Argentina y otros países relativamente pobres. Sin embargo, mientras que Obama y Biden se limitaban a pedirles a los chinos que respetaran el orden basado en reglas que Estados Unidos había plasmado y que tantos beneficios le habían proporcionado, Trump y sus allegados han asumido una postura que es decididamente más agresiva, de ahí el virtual embargo comercial, con tarifas de 145%, que acaban de aplicar a su competidor principal.
Para muchos norteamericanos, el que su propio país sea el más poderoso y, cuando del producto bruto se trata, más rico es perfectamente normal. No lo atribuyen a sus dimensiones continentales, a los grandes océanos que lo separaban de predadores peligrosos como eran la Alemania nazi y el Japón imperial, o que hoy en día cuenta con por lo menos cinco veces más habitantes que cualquier potencia de Europa occidental, sino al dinamismo presuntamente congénito de sus habitantes que comparan con el letargo que a su juicio es típico de los demás. Se trata de una convicción que, a través de los milenios, ha sido característica de pueblos que disfrutan de una hora de esplendor antes de verse superados por otros más dispuestos a sacrificarse.
En este ámbito, no han perdido su vigencia las teorías del gran pensador tunecino Ibn Jaldún que, en el siglo XIV, señaló que las civilizaciones que se hacen laxas comienzan a dormir sobre sus laureles y por lo tanto contiene las semillas de su propia destrucción en manos de gente menos sofisticada. Últimamente, los males a los cuales aludía Ibn Jaldún se han hecho penosamente evidentes en casi todas las sociedades occidentales, incluyendo, desde luego, en la de Estados Unidos.
Si bien Trump se cree convocado para remediar tales males, a juzgar por su conducta es sólo un síntoma alarmante de algunos de los más graves. Quiso cambiar de golpe el sistema económico globalizado, pero casi enseguida tuvo que retroceder al darse cuenta de que la economía estadounidense no podría aislarse de la internacional sin pagar costos abultados. Mal que le pese al magnate que se ha propuesto remodelar el mundo, ni siquiera en una potencia tan grande como Estados Unidos funcionaría bien la autarquía a la que aspira y que reivindica en discursos deshilvanados rebosantes de autocompasión en que dice que, durante más de un siglo, los norteamericanos han sido víctimas de la malignidad ajena.
Casi siempre, la transición entre la hegemonía de un Estado poderosísimo y otro ha sido extremadamente violenta. Aunque la más reciente, en que el Imperio Británico cedió ante Estados Unidos, un país que había engendrado y con el cual seguía teniendo mucho en común, no fue consecuencia de una guerra entre los dos, se trataba de una excepción. ¿Sería igualmente pacífico el eventual reemplazo de Estados Unidos como superpotencia rectora por China? Si bien el temor a lo que sucedería si estallara una guerra nuclear hace que los protagonistas en este drama se muevan con cautela, en Asia oriental abundan los que dan por descontado que China pronto opte por solucionar manu militari el problema que le ocasiona la independencia de Taiwán, razón por la que Japón, Australia, Filipinas y otros vecinos están preparándose para afrontar lo que ven acercándose.
¿Es inevitable que China sobrepase económicamente no sólo a Estados Unidos sino también al Occidente en su conjunto, más Japón y Corea del Sur? Lo sería si los habitantes de República Popular lograran emular a los económicamente exitosísimos chinos de ultramar de Singapur y, hasta hace poco, los de Hong Kong, pero hay muchos motivos para echar dudas sobre su capacidad para hacerlo. Puede que se equivoquen quienes dicen que la economía china ya ha caído en “la trampa del ingreso mediano” que aflige a países que, luego de experimentar una etapa de crecimiento rápido, no pueden avanzar mucho más, pero es evidente que, para frustración del presidente autocrático y sumamente ambicioso Xi Jinping, las dificultades siguen amontonándose.
Desde el punto de vista del régimen chino, el panorama demográfico es mucho más alarmante que el económico. La cifra oficial para la tasa de natalidad es 1.18 hijos por mujer, apenas la mitad de la necesaria para mantener la población actual, que está disminuyendo año tras año, pero los hay que creen que, como suele ocurrir en países autoritarios, los encargados de estimarla se han alejado de la verdad y que, sobre todo en las zonas más desarrolladas, la tasa auténtica se asemeja a la de Corea del Sur, donde es de 0.78, la más baja del planeta.
Así las cosas, a menos que haya grandes cambios muy pronto, a China le aguarda una catástrofe demográfica que provocará un sinnúmero de problemas internos y pondrá un fin abrupto al sueño de que el Imperio del Medio consiga erigirse en el Estado más poderoso y más influyente del mundo. Dentro de poco, China tendrá que enfrentar las consecuencias del envejecimiento de la población. Se prevé que en 2040 el 26 por ciento tendrá más de 60 años; por ser tan precario el sistema de bienestar social, los chinos de clase media son reacios a consumir porque necesitan ahorrar su dinero para reducir el riesgo de caer en la miseria más absoluta cuando dejen de trabajar.
Para hacer aún más tétricas las perspectivas frente a China, debido a la política de hijo único que se abandonó en 2015, y las tradiciones patriarcales de la sociedad, hay un superávit colosal de varones “sobrantes” que nunca podrán casarse. Parecería que ya hay por lo menos 30 millones de “incels”, celibatos involuntarios en potencia, que no pueden sino creerse traicionada por la generación que a su juicio fue responsable de crear la situación nada buena en que se encuentran. Para un régimen que privilegia el control social, impedir que el rencor que tantos sentirán sirva para provocar rebeliones en gran escala, como las que a través de los siglos han ocurrido una y otra vez en China al perder el emperador de turno “el mandato del cielo”, ha de ser una prioridad absoluta. Es por tal razón que Xi está agitando las fuertes pasiones nacionalistas de la juventud con el propósito de persuadirla de que sus desgracias se deben a siniestros enemigos externos.
De más está decir que en este empresa le conviene la conducta belicosa de Trump y el vicepresidente J. D.Vance. Al hacer de China el blanco de una guerra comercial despiadada, están ayudando a Xi y compañía que, para sorpresa de nadie, se han proclamado resueltos a “luchar hasta el fin” contra Estados Unidos. Dan a entender que confían en ganar porque, en el corto plazo, los más perjudicados por los aranceles serán los consumidores norteamericanos cuyo nivel de vida depende en parte a la disponibilidad de bienes a precios accesibles producidos en China y otros países en que la mano de obra cuesta menos que en Estados Unidos.
Trump, consciente de que no le convendría en absoluto privar a sus compatriotas de los iPhone de Apple, computadoras y otros adminículos electrónicos relativamente baratos a los que se han acostumbrado, ya está haciendo más selectivos los aranceles en un esfuerzo por tranquilizar a los preocupados por las consecuencias concretas de lo que está haciendo.
El crecimiento ultrarrápido de China debió mucho a la voluntad de empresarios occidentales, encabezados por los norteamericanos, de sacar provecho del capital humano de un pueblo que siempre ha sido célebre por su cultura de trabajo y su dedicación al estudio. A partir de la gestión calamitosa de Mao, en un lapso muy breve convirtieron a un país paupérrimo en una factoría enorme. Pero, claro está, los chinos no se conformaron con desempeñar un papel subalterno en la economía mundial. Muy pronto, aprendieron lo bastante como para no tener que depender tanto de los aportes intelectuales extranjeros. Con todo, el consenso es que China aún no está en condiciones de prescindir por completo de la tecnología y las instituciones financieras ajenas, de suerte que no será tan fácil, como parece creer Xi, asegurar que en adelante la economía de su país, cuyas dimensiones son equiparables con las ostentadas por la norteamericana -que, no lo olvidemos, funciona con una población que es más de cuatro veces menor-, se vea impulsada por el consumo interno.
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