Angela Merkel, una señora que nunca se destacó por su militancia a favor de los derechos de los demás ciudadanos de la llamada República Democrática Alemana, pero que andando el tiempo se erigiría en canciller de la Alemania reunificada, nos asegura que “la caída del Muro de Berlín nos ha demostrado que los sueños pueden hacerse realidad”, como si ella misma siempre hubiera fantaseado con el colapso del régimen instalado por el Ejército Rojo. Pudo haber dicho que la caída también nos demostró que ciertos sueños que, en su momento, cautivaron a decenas de millones de personas, incluyendo a una multitud de intelectuales eminentes que serían mundialmente celebrados por sus sentimientos humanitarios, pueden degenerar en pesadillas atroces.
El derrumbe del Muro hace un cuarto de siglo puso fin al experimento político y económico más ambicioso, y más sanguinario, de la historia del género humano. Por lo menos cien millones de hombres, mujeres y niños fueron asesinados o murieron en los campos de concentración comunistas. ¿Qué lograron los “idealistas” que, en nombre del “socialismo científico” segarían más vidas que los nazis? Poco, muy poco. Depauperaron los países que les servían de laboratorios y humillaron a sus habitantes. Provocaron un sinfín de catástrofes ecológicas.
Pero todo fue en vano: al acercarse el día de su defunción, la Unión Soviética parecía tan atrasada que un visitante burlón la calificó de “Alto Volta con cohetes”, un gigante militar en que el pueblo soportaba un nivel de vida propio de un país africano. Conscientes de que las recetas marxistas eran inútiles, los camaradas chinos las echaron a la canasta de basura; ensayarían, con éxito deslumbrante, las suministradas por el capitalismo liberal, sin por eso abandonar el férreo autoritarismo político que es propio del comunismo.
Para quienes tuvieron que sufrirlo sin disfrutar de los privilegios gozados por las elites, el comunismo fue –y en Cuba y Corea del Norte sigue siendo–, una tragedia sin muchos atenuantes. No tardaron en aprender que la consigna alentadora de Karl Marx, “a cada uno según su necesidad y de cada uno según su capacidad”, no tenía nada que ver con el mundo que les había tocado. Así y todo, aunque a los extranjeros interesados en lo que ocurría en la Unión Soviética y aquellos países que había incorporado a sus dominios no les faltaba evidencia de que el “socialismo real” sólo era una fachada engañosa, lo que los rusos llaman una aldea de Potemkin, detrás de la cual había dictaduras a un tiempo feroces e ineptas, una proporción asombrosa de la intelectualidad occidental se esforzó por tomar en serio las mentiras burdas de los propagandistas.
Quienes se animaron a romper filas, como el escritor francés André Gide, fueron denigrados por los resueltos a creer que en Rusia, o más tarde en la China de Mao Zedong, se consolidaba una alternativa viable, incomparablemente mejor, a la aburrida democracia de Francia, el Reino Unido, Estados Unidos, Escandinavia y algunos otros países.
Aunque a 25 años del desmoronamiento del Muro casi todos dicen coincidir en que el comunismo resultó ser un fracaso terrible, quienes cometieron crímenes en su nombre no tienen demasiados motivos para preocuparse. Mientras que los escasos nazis que todavía están con vida se ven perseguidos por los resueltos a castigarlos, comunistas culpables de delitos igualmente viles se saben amnistiados. Acusar a un político o intelectual de haber militado en una agrupación fascista puede ser suficiente como para transformarlo en un paria social; los ex comunistas no se sienten constreñidos a pedir perdón por los “errores” que cometieron antes de convertirse en demócratas inofensivos. Por el contrario, se verán felicitados por su “idealismo” juvenil y por haber luchado por crear una “utopía”.
La discriminación así supuesta puede atribuirse a que, durante buena parte del siglo pasado, una proporción sustancial de los escritores, artistas y académicos más talentosos se rindieron a la ilusión comunista. Como los fieles de un culto religioso, se resistían a prestar atención a los hechos o, para minimizar su importancia, se las ingeniaron para convencerse de que se trataba de maniobras del diablo, de la satánica burguesía, imperialista y capitalista, que intentaba desviarlos del camino correcto. Combatir el enemigo inmediato les parecía más importante que el destino de centenares de millones de personas que vivían en lugares lejanos. Tal actitud provinciana subyacía en la postura asumida por el compañero de ruta Jean-Paul Sartre al negarse a aludir al Gulag soviético “para no desesperar a los obreros de la Renault de Billancourt”, una manifestación de cinismo que motivó la indignación de su contrincante principal en la interna intelectual gala, el gran Albert Camus.
Si nos enseña algo el prestigio que, a pesar de todo, aún conserva el sueño comunista, ello es lo fácil que es engañar a los pensadores más inteligentes y, en su propia opinión, más dotados de sensibilidad social, ofreciéndoles una presunta alternativa al siempre deprimente statu quo. Como dijo una vez George Orwell, “algunas ideas son tan estúpidas que los únicos que creen en ellas son los intelectuales”, de ahí la solidaridad de tantos con un credo que había sido apropiado por una horda siniestra de burócratas, matones, delatores vocacionales y agentes de la policía secreta que, de tener la oportunidad, no vacilarían en matarlos por desobedecer sus órdenes.
La eliminación milagrosamente pacífica de la amenaza comunista privó a los contestatarios de una alternativa a la que muchos se habían aferrado con tenacidad irracional, pero no significaría que en adelante se reconciliarían anímicamente con el mundo tal y como es. La frustración que tantos sienten es palpable. Algunos, por fortuna pocos, reemplazarían el marxismo militante por variantes del islamismo, otros se dejarían llevar por movimientos populistas o, en la mayoría de los casos, se limitarían a hablar pestes del “capitalismo”, lo que tendría sentido si hubiera una variedad de modalidades económicas. En el fondo, lo que más les molesta a los partidarios de la “autocrítica” sin contemplaciones es el hecho lamentable de que, por ahora al menos, ningún orden económico esté en condiciones de proveer y distribuir lo suficiente como para satisfacer a todos.
Pero los contestatarios no eran los únicos que sentirían que el hundimiento del comunismo los había privado de algo importante. Para los demás también la ausencia de un sistema distinto, por feo que fuera, plantearía problemas. Parecería que al hombre le es más cómodo vivir en un mundo binario de lo que es tener que elegir entre docenas de opciones matizadas que en el fondo se asemejan, razón por la que en tantos países democráticos se ha difundido la sensación de que los dirigentes políticos actuales son pigmeos en comparación con los de otras épocas signadas por luchas mortales. Puede que esta situación esté por cambiar de manera radical al cobrar más intensidad el desafío planteado por la guerra santa islamista en contra de la globalización con sus características netamente occidentales. De ser así, estamos en la fase final de un intervalo atípico, en cierto modo parecido a la que precedió a la Primera Guerra Mundial, en que las democracias se sentían seguras. Los nostálgicos la recordarían como “la belle époque”.
Tanto el comunismo como la necesidad de combatirlo en defensa de la libertad y la dignidad humana sirvieron para dar a muchos una causa por la cual luchar. Parecería que, sin una que lo trascienda y a la que puede dedicarse, el hombre se siente a la deriva en un universo irremediablemente confuso. La pérdida de fe en el comunismo tuvo consecuencias traumáticas para los habitantes de los países del imperio soviético, sobre todo para aquellos que, como los rusos, no pudieron soñar con un futuro europeo. Combinada con la pérdida de la fe religiosa en las sociedades más ricas, la falta resultante de interés en el futuro puede explicar la negativa de muchos pueblos a reproducirse. En un mundo sin mitos abarcadores, lo único que importa es el presente.
Rusia está despoblándose con rapidez; Vladimir Putin sabe que para restaurar el poder de otros tiempos, de Stalin o los zares, tendría que apurarse, razón por la que está dispuesto a arriesgar tanto atacando a Ucrania. Lo mismo está sucediendo en la Alemania reunificada; quienes le pronostican un porvenir como dueña de Europa se equivocan. De los países grandes de Europa, sólo Francia y el Reino Unido parecen estar a salvo de la epidemia de esterilidad voluntaria que está debilitando el bien llamado viejo continente, pero si bien dentro de poco habrá más franceses o británicos que alemanes, ellos también corren peligro ya que dependen demasiado del aporte de inmigrantes tercermundistas que no los quieren.
Parecería que, sin ilusiones colectivas, los pueblos pueden dejarse morir. Como en la Argentina sabemos muy bien, luchar por la democracia y la libertad, o sólo quererlas sin animarse a decirlo, es una cosa, pero tratar de solucionar los problemas socioeconómicos que quedarán cuando la democracia ha dejado de ser un objetivo, es otra muy distinta. En democracia, los intentos de hacer de la política un drama heroico tan emocionante con los de tiempos revolucionarios suelen ser ridículos, más apropiados para una farsa que para una epopeya.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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