Son abuelos, padres, hijos, tíos y primos. Familias enteras cuyos miembros sufren una misma y devastadora enfermedad sin opción a la huida, ni posibilidad alguna de retrasarla. En Antioquia, Colombia, cinco mil personas que forman parte de 26 familias extendidas tienen Alzheimer o se encuentran en un alto riesgo de padecerlo. Y no más allá de los 65 años (que es la edad a la que más comúnmente se asocian los primeros síntomas), sino a los 40 o a los 35, en plena etapa productiva de la vida.
Por eso no es extraño que alguien como Pedro H., de 45 años, vaya por el pueblo acompañado a todas partes por su hija Sandra, de apenas 20. Ella ya tuvo que dejar la escuela para poder hacerse cargo de su padre. Y también de su abuela, de 70, y de su tía, de 40. No es raro que en Antioquia la ley natural de la vida, aquella que en teoría dicta que son los padres quienes se ocupan de los hijos al menos hasta entrada la adolescencia, esté completamente dada vuelta. Las Sandras se repiten, son muchos los chicos que no pueden terminar su escuela secundaria porque deben estar al pie de la cama de sus parientes mayores, que ya no recuerdan que saludaron a un visitante tres veces en 15 minutos, o que jamás podrían volver a casa una vez que salen a la calle. Porque no recuerdan el camino. Porque no saben donde viven. Porque, en los casos más avanzados, tampoco tienen idea de quienes son esos jovencitos que los toman del brazo y que los guían.
Los paisa (que es la forma local para identificar a los antioqueños) tienen una mutación genética localizada en el cromosoma 14 que ha sido rastreada por los investigadores hasta la época misma de los conquistadores españoles del siglo XVI. La mutación paisa está presente en más del 20% de los cinco mil miembros de las 26 familias que tienen enfermos de alzheimer. Si una madre o si un padre que portan esta anomalía genética se lo transmiten a alguno de sus hijos, esa nuevo ser humano tiene un 50% de probabilidades de padecer en mal en épocas muy tempranas de su vida.
Esto no pasa en el resto del mundo, donde solo el 1% de la población padece este tipo de Alzheimer familiar (el total de personas con este trastorno se calcula que es actualmente de 35 millones). Esta especie de maldición genética intracomunitaria hizo que la ciencia se interesara en los antioqueños y, especialmente, en ese puñado de familias.
Esta particularidad (la de una red de familias que sufren con seguridad de Alzheimer) hizo que una red de científicos de Colombia y de diversos países (sobre todo, de los Estados Unidos), vieran al pueblo como un enorme laboratorio donde investigar y poner a prueba un medicamento que permita ya no tratar el Alzheimer, sino prevenirlo antes de que comience con su acción destructora.
Fracasos y espera. Hasta ahora, los científicos solo pudieron ver cómo uno tras otro los tratamientos contra el Alzheimer fallan sin solución de continuidad, una vez que los primeros síntomas se instalan en el enfermo. De los 413 ensayos clínicos que se hicieron entre el 2002 y el 2012, más del 99% falló. Solo unas pocas drogas recibieron aprobación y lo único que logran es mejorar de manera temporal algunos de los síntomas cuando la persona ya está atacada por el mal, pero son incapaces de ponerle punto final a la pérdida de memoria y de habilidades cognitivas.
Eso es lo que lleva a expertos, a universidades, a laboratorios farmacéuticos a probar medicamentos en poblaciones que todavía están sanas. Porque una vez que los problemas cognitivos aparecen no hay remedio que logre detenerlos.
Y entonces, el mundo desarrollado miró a América Latina y a un científico colombiano: ¿Será factible que la respuesta contra el fantasma blanco del futuro esté en nuestro subcontinente? Una investigación que acaba de comenzar y que durará hasta el 2020 será la que brinde la respuesta.
El puntapié inicial en Antioquia lo dio un científico colombiano, Francisco Lopera, neurólogo de 63 años que hace 25 se dedica a estudiar a esta comunidad y su íntima conexión con la demencia más común y más devastadora del mundo moderno. No es casualidad, Lopera pasó su adolescencia en Yarumal, un pueblo del que provienen muchos de los paisa que portan la mutación relacionada con el Alzheimer.
Una de las principales herramientas con las que cuentan los investigadores en este camino son los estudios de imágenes, como la resonancia magnética funcional y la tomografía por emisión de positrones: por medio de ambas, los expertos tienen la posibilidad de ver los cambios que se van sucediendo en el cerebro de una persona destinada a tener demencia incluso décadas antes de que aparezcan los primeros síntomas clínicos.
Así, las imágenes ayudan a determinar que pasa cuando se administra la droga que está siendo probada en la población paisa. La teoría dice que si los cambios cerebrales asociados con el Alzheimer no aparecen en los escaneos y si los pacientes no muestran cambios en su rendimiento cognitivo será porque el fármaco está ayudando a frenar la enfermedad.
El trabajo previo de seguimiento de Lopera tuvo tanta visibilidad que, en el 2010, el Instituto Banner para el Alzheimer (de Estados Unidos) llamó la atención de grandes laboratorios para convencerlos de que comenzaran a llevar a cabo testeos en Antioquia (por entonces, revista NOTICIAS adelantó el comienzo de estos ensayos). Banner se asoció entonces con la empresa de punta Genentech y la Universidad de Antioquia para comenzar ensayos clínicos con la droga crenezumab, un anticuerpo monoclonal que (dice la teoría) ayuda a remover los fragmentos tóxicos de la proteína betaamiloide, que son las que van destruyendo el cerebro atacado por el Alzheimer. La investigación recibió más de 100 millones de dólares, parte de los cuales también son aportados por los Institutos Nacionales de Salud de los Estados Unidos (NIH).
La investigación multinacional y multiinstitucional tiene un nombre: Iniciativa por la prevención del Alzheimer. “Nadie creería que en América Latina podríamos llevar a cabo un proyecto tan ambicioso”, apunta Lopera. Pero sí está sucediendo, y avanza.
Las pruebas. La administración de la droga comenzó en diciembre del 2013 a un grupo de participantes que tienen, en su gran mayoría, entre 30 y 40 años. Todavía se están reclutando voluntarios que reciben la droga en forma de inyección subcutánea. Todos aquellos que participan del ensayo con portadores de la mutación paisa.
Además de ellos, hay dos grupos que no reciben el crenezumab sino un placebo, uno de ellos es portador de la mutación y otro no, y el plan es que cada participante esté dentro del estudio por un período de cinco años. Además de la droga (o del placebo) todos los voluntarios pasan por escaneos de resonancia magnética y tomografías por emisión de positrones, con el objetivo de controlar si sus cerebros van sufriendo cambios, o no.
El camino no está siendo ni sencillo ni directo. La droga fue testeada en un ensayo realizado en los Estados Unidos y que finalizó a mediados del año pasado: no mostró provocar mejoras en el cerebro de pacientes con un Alzheimer de medio a moderado. Es factible que haya causado ciertas mejoras en los primeros estadíos de la enfermedad, y eso, de alguna manera, impulsa los testeos que se están haciendo en Colombia.
Si crenezumab no resulta en las familias mutantes de Antioquia y sus alrededores existe la posibilidad de que los investigadores tengan que revisar su hipótesis acerca de la proteína betaamiloide. Y que entonces deban dar con otra sustancia que esté denotando la enfermedad. Pero para eso hay aún seis años por delante, y muchos voluntarios por estudiar. El camino de la ciencia nunca es breve. Ni obvio. Ni sencillo.
Comentarios