Dolió más la renuncia que la derrota. Porque la derrota es un “no pude”. Pero la renuncia es un “no quiero”. O peor: es un “no te quiero”. ¿Y si el problema de Messi es que la selección argentina es un deber pero no un amor? ¿Por qué debería sentir como le pedimos? ¿Por qué debería someterse al esfuerzo titánico de ser nuestro mesías? ¿Por la simple contingencia biográfica de haber nacido en Rosario, Santa Fe, Argentina? ¿Por el deber histórico de ser el heredero de Maradona? Parecemos esas novias a quienes les importa más retener a su amado que ser correspondidas, pero que al mismo tiempo pretenden que él
se entregue con la pasión, la incondicionalidad, y hasta la irracionalidad del que es movilizado por una emoción no forzada. ¿Por qué Messi debería sentir la pertenencia de Diego Maradona o de Gabriel Batistuta si hasta su capacidad física para jugar a la pelota se la debe a la fe que le tuvieron en otro país donde sí es un hijo dilecto? Nadie más que Messi puede saber cuál es el tenor de su vínculo emocional con la selección argentina. Pero sí podemos deducir que debió tejerlo desde una identidad heredada y no del todo propia, con las presiones del deber y no con el entusiasmo de la pertenencia, y como si fuera poco, acorralado por la espada de Damocles de ser como Maradona o no ser. No es un estímulo menor el argumento según el cual para ser realmente un “grande” en el fútbol se debe ganar un mundial. Y no es poca entrega de su parte que haya asumido un compromiso más allá de sí mismo con su patria de origen aunque volver a casa para él sea regresar a Barcelona. ¿Quién de nosotros se probaría una camiseta así de conflictuada? ¿Y si su verdadero acto de rebeldia fue esta renuncia? ¿Si el hombre de la barba roja simplemente se decidió a hacer lo que verdaderamente quiere él ? ¿Si por fin dejó de pagar un pecado que no cometió? Siempre digo que en el amor no hay culpables. Que no se es culpable por querer, ni se es culpable por no querer. Que es algo que te pasa o que no te pasa. Y que es mejor que –aunque duela– te sean sinceros. Porque la lástima o la falsa piedad son una forma de traición. La fascinación argentina por la excepcionalidad cuando tenemos un compatriota destacado puede ser muy cruel. Para empezar, hace que por momenos nos consideremos accionistas de su gloria. Sea el Papa, la reina Máxima o el Cholo Simeone. Pero ojo con no cumplir con los patrones que a demanda nuestro exitismo nacional. Porque ahí, el ídolo se convierte inexorablemente en vendepatria, en malagradecido o en pecho frío. Un nene de tantos que grabaron videos para pedirle a su héroe de la Play que no se vaya de la selección le dijo a Messi: “Algunas veces se gana y algunas veces se pierde pero lo que importa es divertirse”. ¿Y si Messi no se estaba divirtiendo? Esa es la cuestión. Tenía que cumplir. Pero venía casi desmembrado por haber tenido que estar en el banquillo de los acusados en una causa por evasión millonaria donde los desmanejos son de su propio padre. No terminó de declarar y tuvo que ponerse la camiseta para salvar al mundo como si no tuviera problemas con el padre y con la patria. ¿Por qué debería querer? ¿Por qué debería divertirle? A la misma hora en que la tragedia ensombrecía la final de la Copa América y los anhelos de triunfo para la selección nacional, un guerrero bastardo se abría camino a la corona y un príncipe legítimo renegaba de ella en el capítulo final de “Juego de Tronos”. El despreciado se convierte en salvador, y el predestinado abdica. Ni ficción ni realidad pueden pedir lógica a las proezas humanas. La primera anécdota de esta Copa América parece hoy una ominosa predicción. El diálogo entre Maradona y Pelé en el que Diego no advierte que está abierto el micrófono y afirma que Messi “no tiene mucha personalidad como para ser líder”. Para su incomodidad, la “pulga” terminó haciendo un torneo de libro, con resultado ideal, y hasta un hat trick que parecía haber desmentido al “diez” con la mejor medicina. Todo hasta el partido final, en que Lionel Messi se encontró cara a cara con el destino. ¿Por qué no tuvo la magia, la fuerza o la inspiración? Tal vez la pregunta contiene la respuesta: no tuvo la magia, ni la fuerza, ni la inspiración. Quizás la barba roja le dio el valor de hacer por fin lo que quería, y no lo que esperan de él. O sólo los dioses fueron envidiosos, una vez más, para competir con nosotros, los argentinos que somos los mejores.
por Cristina Pérez*
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