Hace pocas semanas se conocieron las estimaciones del PBI del nuevo INDEC luego de casi una década de manipulaciones. Esta noticia es bienvenida, sobre todo, porque supone dejar atrás una etapa de nuestras estadísticas que no fue digna de la democracia. Es cierto que esto no se festeja en ningún país moderno, pero dada la pobreza informativa a que nos venía sometiendo el INDEC en los últimos años, con muy poco alcanzó para poner cara de fiesta: por fin empezamos a contar con cifras confiables sobre dónde estamos parados.
Pero la primera impresión es decepcionante: nuestro PIB y, por lo tanto nuestro ingreso, es alrededor de 20% menor a lo que se nos venía informando. Los datos confirman que Argentina está estancada desde hace varios años, desde 2012 creció prácticamente cero. De manera que nuestra economía está sufriendo de algo más que de una recesión cíclica y, por lo tanto, para reactivarla se necesitan reformas estructurales que eliminen los obstáculos que traban el crecimiento. Además, como la herencia recibida incluye también alta inflación, se requiere complementar las reformas con un plan de estabilización.
Desde 2004 hasta 2011 la economía creció a tasas altas con la excepción de 2009, cuando fue impactada por la crisis internacional. Pero luego la tasa promedio anual fue prácticamente cero. El resultado final es que desde 2004 el PIB creció en total un 48,6%, lo que representa una tasa anual promedio de 3,8%. Muy poco si se compara esa tasa con la de países que utilizaron mejor la bonanza de la primera década del siglo como es el caso de, por ejemplo, Perú. Sólo Brasil y Venezuela tuvieron en Sudamérica un desempeño tan mediocre como el de nuestro país.
Una tasa de 3,8% anual da un crecimiento del ingreso por habitante de sólo 2,6% anual. Quejarse de haber salido segundos en el mundial y aceptar estas tasas de crecimiento revelaría que utilizamos varas muy diferentes en el deporte y en la economía. Si hubiésemos salido segundos atrás de China estaríamos quejándonos de que nuestro ingreso por habitante sólo estuvo creciendo, digamos, un 7% anual. Nos estaríamos quejando de que nuestro PIB per cápita sólo se duplica cada 10 años y seguramente no querríamos ni saber de un país cuyo producto se duplica cada 29 años.
Romper con el bajo crecimiento estructural requiere importantes reformas. El gobierno actual ya ha empezado a implementar algunas, y la más exitosa fue, sin dudas, la eliminación del cepo que impedía siquiera pensar en contar con la ayuda de los capitales externos o la repatriación de ahorro de los argentinos. Pero el financiamiento externo puede servir tanto para darle un empujón a la inversión como para seguir financiando una estructura de gasto distorsionada. No se trata de un tema menor: uno de los rasgos más alarmantes que muestran las cifras del INDEC es justamente el excesivo crecimiento que presentó en la última década el consumo en relación a la inversión y las exportaciones.
Con ello, los datos no traen buenas noticias desde el punto de vista de la competitividad: el único componente del gasto que se redujo en la “década ganada” son las exportaciones, mientras que el componente de la oferta que más creció fueron las importaciones. A pesar del cepo y de la supuesta protección a la industria nacional, lo cierto es que las importaciones crecieron mucho más que el PIB. Aquí no hubo magia: el tipo de cambio real de 2015 era mucho más bajo que el de 2004. Con tipo de cambio atrasado no hay sustitución de importaciones que valga.
Mientras tanto, se evidenció un fuerte incremento del consumo, tanto privado como público. Esto hizo que el coeficiente de consumo total pasara de 75,4% del producto en 2004 a 85,5% en 2015, un incremento de 10 puntos porcentuales del PIB. Y esto se da en una economía en la que, aun cuando el coeficiente de inversión creció, no llega a invertir el 20% del PIB. Con esta inversión no se puede crecer y crear empleo. Por otro lado, la contrapartida del incremento del consumo es la caída del ahorro. De forma tal que aun cuando invertimos poco, no logramos financiarlo totalmente con nuestro ahorro, que es aún menor.
Mirado desde esta perspectiva, eliminar el cepo y cambiar la orientación de la política exterior sólo fue una condición necesaria. Pero el crecimiento demanda un requisito adicional y es que los capitales se sientan atraídos por las oportunidades que el país ofrece de forma de incrementar el coeficiente de inversión. Además, hay que asegurar que el obstáculo de la falta de ahorro se debilite: la inversión no se puede financiar eternamente con ahorro de los demás. Para avanzar en esto hay que atacar restricciones clave como: la alta presión tributaria que no se reinvierte en la calidad de los bienes públicos y de la infraestructura; las distorsiones de precios relativos asociadas a subsidios y una estructura de protección distorsionada; la inestabilidad macroeconómica y el subdesarrollo financiero.
Atacar todos los obstáculos de manera simultánea no es posible por dos factores que operaron una y otra vez en la historia económica de Argentina y llevaron al fracaso los intentos. El primero es que las reformas las hacen los gobiernos y ellos han demostrado una y otra vez que su capacidad para introducir y gerenciar reformas es limitada. Sobre todo si junto con reformas estructurales hay que implementar un programa de estabilización, como es el caso actual. El segundo factor es que muchas de las medidas que se necesitan pueden tener efectos recesivos a corto plazo y, junto con ello, efectos negativos sobre los ingresos de la población. Esto último puede hacer que las reformas sean poco viables desde el punto de vista político.
Entonces no hay otra opción que introducir los cambios de manera secuencial. En una economía plagada de restricciones como la argentina, el componente más importante de la estrategia de crecimiento es el diagnóstico y la identificación de restricciones críticas sobre las que se pondrá el esfuerzo, incluyendo por supuesto la búsqueda de consensos de forma tal de acotar los efectos de posibles consecuencias redistributivas.
Una estrategia secuencial es, frecuentemente, gradualista. En esto se parece a la estrategia que está siguiendo el gobierno. Pero no todo gradualismo cumple con los requisitos de una estrategia de reformas pro-crecimiento. También puede ser una forma de retardar los cambios estructurales. Por eso es crucial explicitar el diagnóstico que lo guía y probablemente en esto último es donde la actual política económica muestra debilidades.
Más allá de medidas muy acertadas como la eliminación del cepo y el énfasis en la infraestructura, es indispensable ahora aclarar cuáles son las restricciones que tienen prioridad en el diagnóstico y, por ende, en los esfuerzos de reforma. Esto es vital para guiar las expectativas y atraer, por fin, las inversiones productivas.
por Dante Sica
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