María y Agustina tienen 10 años. Están paradas, a salvo de las aguas oscuras, en sendas rocas sobre un paraje que se inunda y drena a intervalos regulares, en sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. Son activas participantes de la prodigiosa instalación “El silencio de las sirenas” de Eduardo Basualdo, cuyo título remite al cuento de Franz Kafka del mismo nombre. El ingreso a esta escena en permanente cambio está custodiada por una foto de Marcos López: “El sireno del Río de la Plata” (250 x 150 cm), con barba y todo.
Las niñas juegan sin saber que el nombre de la instalación alude al homérico “Ulises” y a cuando, regresando a casa, se tapó los oídos con cera para no oír el mágico canto de hermosas sirenas. No hace falta, ellas inventaron sus historias. María cree que muchos niños salieron de aventura pero que, cansados, fueron llevados a ese lago por un pájaro misterioso de muchos colores (¿un diablo con imaginería latinoamericana sobre un traje grande de tela relleno de vellón? de Tadeo Muleiro, en otra sala) y se perdieron (de ahí el color turbio de las aguas). Agustina piensa que el lago es feo cuando está seco y eso es lo que está pasando en el mundo porque se desperdicia agua; se pone contenta cuando el agua vuelve misteriosamente.
Son miradas sobre dos obras, entre las 70 de 30 artistas, de “El museo de los mundos imaginarios”, exhibición curada por Rodrigo Alonso y con diseño de montaje de Daniel Fischer. La muestra invita a soñar, a continuar las enigmáticas fantasías presentadas por artistas clásicos y contemporáneos. Está inspirada libremente en “El libro de los seres imaginarios” de Jorge L. Borges, que imaginó el Aleph, un punto conteniendo a todos los puntos del universo.
Las obras de Leónidas Gambartes con sus antiguas figuras del norte argentino; el encuentro de la humanidad con criaturas extraterrestres en los “Astroseres” de Raquel Forner; las creencias místicas y osadas arquitecturas de Xul Solar; la obra lumínica de Gyula Kosice se despliegan en tres salas.
Escenas oníricas, como la nostálgica instalación “Mirá cuántos barcos navegan aún” de Marcela Cabutti, conviven con delirantes y placenteras vistas, como las acuarelas Amadeo Azar (cisnes que transportan libros). Las “Carnívoras” (“bocas” con dientes y tentáculos de terciopelo) de Paula Toto Blake y las brillantes esculturas a escala real y en tono metalizado de un tigre frente a un hombre en actitud dócil, de Ananké Assef son tan ominosas como las fábulas de Fermín Eguía.
Las ficciones futuristas de Erica Bohm, en fotografías de dispositivos para viajar a las estrellas, se hallan junto al ingreso a la instalación interactiva del grupo Proyecto Biopus. Los chicos se divierten, los grandes se maravillan cuando, en un ámbito a oscuras, ven a un gigantesco muñeco recibiendo luces con las formas de microorganismos que habitan en los océanos, denominados “en forma genérica osedax (como la obra) y que se alimentan de los huesos de las ballenas muertas que yacen en el fondo del mar”; al 24/3.
por Victoria Verlichak
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