Los esfuerzos para extender la vida son valorables. Pero hay una pregunta ineludible: ¿de qué manera? ¿en qué condiciones? El envejecimiento de la población plantea enormes desafíos a los gobiernos y las sociedades. Cuando yo era joven, pensaba que mi mamá era vieja a los 50. Hoy, quien cumple 60 espera razonablemente vivir 20 o 30 años más.
Sin embargo, más allá de que se glorifique a los ancianos en las palabras, todavía faltan políticas públicas y respuestas sociales para facilitar la existencia en esa etapa de la vida que se vuelve cada vez más prolongada. Amamos a los ancianos… pero los ancianos nos molestan. No sabemos qué hacer con ellos. La ciencia busca con afán combatir las enfermedades asociadas al envejecimiento, pero la medicina es cada vez más cara e inaccesible. Y el propio sistema científico es expulsivo con quienes, a pesar de la edad, están en condiciones de seguir investigando y produciendo. Los sistemas de jubilación están al borde del colapso. Los geriátricos se visualizan como depósitos de viejos. No hay rampas en muchos edificios ni espacio en los ascensores para sillas de rueda.
Los adultos mayores sufren a diario la soledad, el aburrimiento y el trato despectivo y prejuicioso. En algunos casos, no se requerirían grandes inversiones: organizar paseos semanales en una plaza podría ayudar a combatir el aislamiento y fortalecer los lazos sociales. Ser viejo no tiene que ser una maldición o un castigo: sólo lo es aquel que no tiene proyectos ni intereses. No cuestiono los avances tecnológicos y las promesas del futuro. Pero hace falta un cambio social que acompañe mejor a quienes hoy transitan (o transitamos) esa fase de la vida.
*Bióloga y bioeticista. Autora de “Según pasan los años”
(Capital Intelectual, 2014)
por Susana Sommer*
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