Saturday 23 de November, 2024

OPINIóN | 01-10-2017 00:30

El ocaso de Mamá Merkel

El surgimiento de nuevos espacios políticos muestran la peor cara de una Alemania conflictuada y el choque de culturas.

De tomarse en serio los gritos de alarma que están profiriendo tantos voceros de la progresía occidental, el mundo corre peligro porque una horda de nazis acaba de apoderarse de Alemania. Por fortuna, no es para tanto. Sólo es cuestión del éxito módico de un partido, la Alternative für Deutschland (Alternativa para Alemania) que suele verse calificado de “ultraderechista” porque sus dirigentes dicen que la creación del euro fue un error garrafal y, para colmo, creen que serán nefastas las consecuencias de la decisión inconsulta de la canciller Angela Merkel de facilitar la irrupción de millones de personas procedentes, en su mayoría, de distintas partes del convulsionado mundo musulmán, de tal manera cambiando para siempre la demografía del país más poderoso de Europa.

Para horror de la buena gente, la AfD obtuvo casi el 13 por ciento de los votos en las elecciones legislativas, mientras que el partido de la canciller tuvo que conformarse con el 33 por ciento y aquel de su socio centroizquierdista con el 20. Para los asustados por la llegada al Parlamento de los más de 90 diputados de la AfD, estar en contra del euro equivale a ser antieuropeo y es racista afirmarse preocupado por el crecimiento explosivo de comunidades de actitudes y costumbres que son radicalmente ajenas a las alemanas.

Si bien habrá algunos “neonazis” que apoyaron en las urnas a la AfD, no sería difícil encontrar personajes de mentalidad parecida o trayectoria sospechosa en las filas de los demás partidos, para no hablar de los totalitarios de formación comunista que militan en Die Linke, o sea, “La Izquierda”. Quienes están esforzándose por desacreditar por completo a la AfD, pintándola en colores espeluznantes, se asemejan a los que en otros países, entre ellos Estados Unidos, que tratan de “fascistas” a todos aquellos que se animan a discrepar con sus propios puntos de vista. No se les ocurre que, al privar a su epíteto favorito de connotaciones hirientes y celebrar manifestaciones de repudio ruidosas, a veces violentas, están borrando la distinción entre disidentes pacíficos, cuyas opiniones no son tan diferentes de las mayoritarias, y neonazis auténticos.

La AfD fue fundada hace apenas cuatro años por economistas que entendían que era irracional que países tan diferentes como Alemania, Finlandia, Francia, Italia, España y Grecia compartieran la misma moneda, ya que, para que el esquema funcionara, sería necesario que los más prósperos, comenzando con Alemania, subsidiaran indefinidamente a los habituados a un mayor grado de flexibilidad. No se equivocaban. La versión europea de nuestra convertibilidad ha perjudicado enormemente a los italianos, españoles y, sobre todo, griegos; muchos culpan a los alemanes por sus penurias. Si tener dudas en cuanto a la conveniencia del euro es “ultraderechista”, lo mismo podría decirse de quienes se rebelaron contra le rigidez monetaria que era inherente a la convertibilidad.

De todos modos, fue merced a Mutti (Mamá) Merkel, como la llaman no sólo sus simpatizantes sino también, con sorna, muchos adversarios, que la AfD pudo transformarse en una fuerza política de peso. Al intentar hacer de Alemania una superpotencia moral equiparable con Suecia abriendo las puertas para que entraran más de un millón de presuntos refugiados, entre ellos una proporción sustancial de “inmigrantes económicos” africanos y centenares, tal vez miles, de yihadistas, la canciller provocó una reacción que con toda seguridad cobrará cada más fuerza en los años próximos.

Para sorpresa de nadie salvo los enamorados del multiculturalismo, la bienvenida entusiasta que inicialmente les brindaron los alemanes duró poco. Una retahíla de episodios inquietantes que los medios más importantes, presionados por el gobierno y la policía, prefirieron pasar por alto –robos, violaciones, asesinatos–, además de la conciencia tardía de que con escasas excepciones los recién llegados no estarían en condiciones de aportar nada positivo a una economía avanzada y por lo tanto dependerán de por vida de la benevolencia de los contribuyentes, crearon una situación que la AfD supo aprovechar.

Es que, al igual que en todos los demás países europeos, en Alemania la mayoría no quiere que haya más inmigración musulmana. No es que el Viejo Continente ya se vea dominado por “neonazis”, es que, a diferencia de los sijes, hindúes, budistas, chinos, antillanos, latinoamericanos y otros que se han trasladado desde sus lugares de origen a Europa, los musulmanes incluyen a muchos individuos que están librando una guerra a muerte contra los nativos.

Para Merkel, el resultado de las elecciones del domingo pasado fue muy amargo; la Unión Demócrata Cristiana y su rama de Baviera perdieron un millón de votantes que se fueron a la AfD. Fue una derrota disfrazada de victoria; a pesar de todo, su partido superó a sus rivales y le corresponderá continuar encabezando el gobierno. Asimismo, fue una catástrofe sin atenuantes para sus socios centroizquierdistas en la “Gran Coalición”; el Partido Socialdemócrata de Martin Schulz vio esfumarse medio millón de votos.

Con apenas el 20 por ciento del total, el socialismo moderado alemán, el movimiento de Willy Brandt, Helmut Schmidt y otros políticos casi universalmente respetados, corre peligro de quedar marginado. Que este sea el caso es un tanto paradójico, ya que en Alemania, lo mismo que en otros países europeos en que el socialismo democrático acaba de sufrir debacles electorales similares, las actitudes reivindicadas por líderes centroizquierdistas siguen siendo virtualmente hegemónicas en los ámbitos académicos, culturales y mediáticas, de ahí el predominio en tantos lugares de la “corrección política” y, desde luego, la ampliación de la grieta que separa a las “elites” progresistas aburguesadas del resto de la ciudadanía.

El malestar que sienten los comprometidos con el “proyecto europeo” ante lo sucedido puede entenderse. De golpe, Alemania ha dejado de ser el dechado de estabilidad política que motivaba la envidia de sus vecinos franceses y británicos para transformarse en algo parecido a Italia, donde los mandatarios de turno se resignan a formar gobiernos precarios aliándose con agrupaciones pequeñas y a menudo excéntricas. Por cierto, antes de que Merkel se ponga a gobernar nuevamente, tendrá que emprender una tarea ciclópea que podría mantenerla plenamente ocupada durante meses.

Para complicar aún más los problemas frente a la canciller, Schulz atribuye el desastre electoral que sufrió su partido al rol secundario que cumplió en la Gran Coalición. Cree que para recuperar lo perdido, y para impedir que la AfD sea el partido de oposición por antonomasia, le convendría independizarse. Siempre y cuando el socialdemócrata no cambie de opinión, pues, Merkel se verá obligada a suplicar la colaboración de los liberales a quienes no les gusta para nada el euro y los ecologistas verdes, que lo aman, ya que en conjunto sumaron aproximadamente el 20 por ciento de los votos, pero nadie ignora que podría resultar muy problemática la convivencia dentro de una eventual “coalición Jamaica” – por los colores de los respectivos emblemas partidarios–, de que están hablando los alemanes.

No bien se difundieron los resultados de las elecciones legislativas, el euro perdió terreno frente al dólar e incluso la debilitada libra esterlina británica. No fue por temor a que una banda de “neonazis” teutones alcanzara el poder para entonces desatar una guerra en búsqueda de espacio vital en el este del continente, como hicieron los nazis de verdad, sino porque a todos ya les parece fantasiosa la noción de que Merkel ayudara al presidente francés Emmanuel Macron a remodelar la Unión Europea para adaptarla a las exigencias de la sacrosanta moneda común. Lo más probable es que en los años próximos una Alemania ensimismada se haga aún más cauta, más nacionalista y menos dispuesta que antes a prestar atención a las quejas de los socios menos disciplinados del club del que es el miembro más fuerte.

A ojos de muchos en el resto del mundo, Alemania es un país muy exitoso cuyos habitantes no tienen por qué quejarse y, por ser tan impresentable Donald Trump, Angela Merkel se ha erigido en la líder máxima del mundo libre. ¿Están en lo cierto quienes piensan así? Lo están sólo en parte. Aunque la pobreza en Alemania dista de ser tan grave como quería hacer creer Aníbal Fernández, hay millones de personas que tienen dificultades para llegar a fin de mes. Lo mismo que muchos otros, intuyen que, a causa del colapso de la natalidad y la competitividad creciente de China y otros países del Lejano Oriente, Alemania se enfrenta a un futuro sombrío.

Tales alemanes no son los únicos que se sienten angustiados por lo que está sucediendo en el mundo. En casi todos los países desarrollados, se ha propagado con rapidez la sensación de que los partidos tradicionales, en especial los izquierdistas, están al servicio de una minoría cosmopolita que desprecia al hombre común por suponerlo un perdedor congénitamente racista y xenófobo, para no decir neonazi, razón por la que quieren reemplazar a los nativos por inmigrantes. Así las cosas, no extraña del todo que en Europa y Estados Unidos hayan surgido movimientos políticos “ultraderechistas” como la AfD y, desde luego, el que se encolumnó detrás de Trump, que quisieran restaurar viejas certezas.

por James Neilson

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