Jorge Lugones, obispo de Lomas de Zamora y presidente de la Pastoral Social, no es normal. No, al menos, en el sentido que le da la Real Academia Española a esa palabra, que dice que significa que “por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano”. El religioso se sale mucho del libreto y de las formas que impone la Iglesia. Es duro y hosco, como pueden atestiguar Carolina Stanley y María Eugenia Vidal, a quienes criticó fuerte en los últimos días de junio, en su cara, por su falta de “sensibilidad social”, un discurso que cayó pésimo en el Gobierno e incluso entre muchos de sus colegas. A diferencia de la mayoría de ellos, Lugones trabajó como cualquier hijo de vecino, se recibió de veterinario, y el llamado sacerdotal le llegó casi a los treinta años. No sólo eso: viene de una familia profundamente peronista, en la que se incluye un hermano desaparecido, otro que es el actual presidente del PJ platense y ex interventor duhaldista de la Policía Bonaerense, un sobrino que fue el intendente K de esa ciudad y otro que cayó preso por supuestas coimas. Además tiene un privilegio especial que comparte con su tocayo, el Papa, porque ambos son jesuitas y vivieron juntos durante seis años. Y con esta atrapante biografía es el elegido, para algunos de motu proprio y para otros por orden vaticana, para llevar la bandera de la Iglesia en medio de una guerra con el oficialismo que amenaza con dejar de ser fría. Recen por él.
En el nombre del padre. En un momento donde no se sabe cuánto va a valer el peso el próximo fin de semana, o cuál ministro llegará a completar su mandato, el Gobierno puede tener una certeza absoluta: la relación con la Iglesia y con el Papa argentino nunca estuvo tan mal. Casi irremontable, a pesar de las sucesivas gestiones frustradas en el Vaticano, en donde en poco más de un mes pasaron el canciller Jorge Faurie –que esperaba tener una audiencia privada pero sólo obtuvo unos minutos luego de la misa en Santa Marta–, la reunión privada con Stanley y Vidal que tuvo varios roces –“era esperable, estamos en un contexto social complicado y en el medio del debate por el aborto”, minimizaron cerca de la gobernadora–, y un encuentro, también en la misa pero más largo que el de Faurie, con el saliente secretario de Culto, Santiago de Estrada. El que a partir de agosto será ex funcionario fue a la Santa Sede, además de intentar suavizar las tensiones, a despedirse, ya que lo une con Bergoglio una vieja relación. De Estrada se retira con una frustración: en sus tres años de gestión jamás pudo convencer a su amigo santo de visitar su país. Para Alfredo Abriani, el joven funcionario con buena llegada a la jefatura de Gabinete que lo sucederá, esa misión será casi imposible, ya que asume en un momento pésimo en la vía Vaticano-Buenos Aires y, como si fuera poco, es fanático de Huracán, el histórico rival de San Lorenzo por el que el Papa se desvive.
La relación entre el Gobierno y la Iglesia, que siempre fue tirante, se crispó desde fines del año pasado, cuando Francisco logró completar un viejo anhelo suyo: remodelar a su gusto la Conferencia Episcopal, la asamblea de obispos que maneja a la Iglesia local. Recién a cinco años del inicio de su papado, el argentino pudo designar a piacere los hombres fuertes de la nueva gestión, en la que se destacan el Presidente, Oscar Ojea, obispo de San Isidro, y Lugones. A eso se le sumó la llegada del monseñor Víctor Fernández, íntimo aliado papal, al obispado de La Plata –donde aceptó en tiempo récord la renuncia del polémico Héctor Aguer, viejo rival bergogliano– y la renuncia de otro díscolo, el obispo de San Martín Guillermo Rodríguez Melgarejo.
“Ya no es una Conferencia, es un ejército de Bergoglio”, se quejan desde el Gobierno. Por eso la bronca con Lugones es tanta: entienden que no se mueve sin el aval vaticano, y a más de uno en el equipo de Stanley/Vidal las críticas del obispo les hizo recordar las que les hizo el mismo Papa, en tono más cordial, en la reunión que tuvieron a principios de junio en la Santa Sede. El enojo funciona para todos, porque el respaldo que Lugones tiene es lo que molesta al resto del clero que no está en la primera línea de la nueva CEA. “Es una asamblea, nos representan a todos los sacerdotes, no puede ser que algunos hablen a título personal y manchen a todos”, se quejaba un cura que estuvo muy cerca de Bergoglio cuando este era el arzobispo porteño. Los choques por el manejo bergogliano del Episcopado es un tema interesante que puede crecer y hacer notar las diferencias entre un clero que se quiere autogestionar y otro que responde verticalmente al Papa. Esto puede tomar fuerza, en especial, si la campaña para la separación de la Iglesia y el Estado se convierte en un proyecto real: varios católicos apoyan la idea de la separación como una herramienta marketinera para renovar la imagen de la institución, mientras que algunos lo ven como la declaración de guerra formal. Esa división no es la única grieta que sufren los católicos. El último sábado, en una parroquia porteña, un cura quedó atónito cuando oficiaba una gran misa para los Scouts, la agrupación juvenil que depende de la Iglesia: la mitad del púlpito tenía pañuelos azules y la otra, verdes. “Los Scouts postulan hasta el derecho al aborto”, se había quejado el sucesor de Bergoglio en Buenos Aires, Mario Poli, en una carta del año pasado a Héctor Aguer que el entonces prelado platense se encargó de filtrar.
La Compañía. “Los despidos nos sensibilizan de una manera especial. Por eso están bien los verbos ‘estar' y ‘hacer', pero me parece que falta el sentir y la sensibilidad social que necesitamos. Una sensibilidad social que se logra con justicia social”, fue la respuesta que Lugones le dio a Vidal, que, al lado de Stanley, había dicho que “hacer y estar tienen que ser hechos concretos”. En el hotel “Intersur” de Mar del Plata, donde se realizaba la “Semana Social” que organiza la Pastoral Social desde hace más de veinte años, esas palabras cayeron como plomo. “Dejalos, son los mismos que después vienen acá a abrazarme y a decirme que estoy haciendo un trabajo bárbaro”, fue la enojada explicación que le dio una de las dos mujeres del oficialismo a un asesor.
Sin embargo, todos sabían que Lugones iba a tener un discurso duro. Desde que asumió con el nuevo Episcopado, el nacido en 25 de Mayo –la ciudad bonaerense de donde salió Santiago Maldonado–, criticó fuerte al Gobierno: se mostró contra el acuerdo con el FMI, contra la paritaria de los docentes de la provincia, contra la reforma previsional, defendió el último paro general de la CGT, entre otras cosas. Todo eso fue en público, uno de los reclamos que el Papa le hacía a la vieja conducción que sentía que no se metía en los temas espinosos. Cerca de Lugones lo defienden. “Nadie puede decir que habla desde el kichnerismo. ¡Si fue uno de los obispos que más criticó a Aníbal Fernández en la campaña del 2015! Vidal nos debe más de lo que piensa”.
En el clero ven de reojo a Lugones. Muchos le temen por su estilo parco –para esta nota no quiso hablar–, y otros por su origen jesuita, la compañía a la que también pertenece Bergoglio y que, a lo largo de la historia, tuvo duros cruces con el Vaticano y que hasta el día de hoy genera distancias con el clero secular. Lugones, de hecho, estudió en los setenta en el Colegio Máximo en San Miguel, la institución jesuítica que presidía el actual Papa, en ese entonces al frente de la orden en el país. “Ahí nació una gran relación, era un colegio pupilo, vivían juntos, y Jorge sacaba su chapa de veterinario cuidando a los animales”, cuenta un íntimo, sobre la carrera que hizo Lugones, hincha de Boca, en la Universidad de La Plata. La relación siempre fue estrecha, y cuando el veterinario se ordenó como obispo en Orán, Salta, fue el propio Bergoglio quien llevó adelante la ceremonia. Hoy tienen contacto fluido por mail. Que los jesuitas sean unidos es la ley primera.
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