La pelea mediática que mantuvieron Pablo Avelluto y Alejandro Rozitchner –ambos miembros del Gobierno– con los intelectuales Tomás Abraham y Beatriz Sarlo se puede leer de dos maneras. Una podría ser verla como una discusión animada y pública entre viejos conocidos, amigos cercanos que compartieron durante décadas fiestas, conferencias, bodas. Pero, aunque algo de eso tiene, esa interpretación sería demasiado naif: la disputa entre los cuatro exponentes de la cultura tuvo poco que ver con el mundo de las ideas. “Hicieron casi todo mal”, dijo Abraham, “van a dejar un país peor que el que dejó Menem”, aseguró Sarlo, “tienen prejuicios y no entienden al macrismo”, retrucó Avelluto, “este gobierno va bien y va a ir mejor”, cerró Rozitchner. Ni una sola mención a una obra en el Teatro Cervantes o al último best seller mundial. Todo debate es político, y ni siquiera los pensadores pueden zafar del barro en una Argentina envuelta en chaparrones.
Cuestión de actitud. El problema es estructural. Mauricio es Macri, es hijo de la obra pública, ingeniero, con formación católica y rígida en el Cardenal Newman y con fama y aspecto de –en el mejor de los casos– liberal. No escribió un libro, no pintó un cuadro, no produjo un disco, no tuvo una etapa bohemia de drogas alternativas y noches largas: en definitiva, no parece prestarle demasiada atención a la cultura más allá de lo lógico que obliga su actual cargo y los anteriores. Es evidente cómo una persona surgida de una universidad pública -donde todos los protagonistas del debate se graduaron-, o con alguna pata en el mundo de las ideas puede no sentirse demasiado atraído por la idiosincrasia macrista, a diferencia de la gestión K que los incluía en el centro del relato. Esa indiferencia es el núcleo de la crítica de los eruditos, más allá de que emerjan en la televisión como cuestionamientos al plan económico o a alguna decisión política puntual. “No es un tipo intelectualmente refinado”, lo descalificó Sarlo.
En el Gobierno son conscientes del rechazo que producen en el ambiente cultural, al que se suman críticas como la de Julio Bárbaro, que se “arrepintió” de votarlos y luego fue vapuleado por el diputado oficialista Fernando Iglesias. De esa debilidad hacen, o dicen hacer, una fortaleza. “No buscamos tener un espacio como Carta Abierta ni intelectuales que se alineen detrás nuestro”, explica Iván Petrella, director de “Argentina 2030”, miembro de la Jefatura de Gabinete, y parte de la mesa chica de pensadores del Gobierno. Avelluto, ministro de Cultura, lo secunda. “No queremos eruditos del partido”, dice, y recita a Woody Allen: “Los intelectuales son como la mafia: sólo se matan entre sí”. La frase del cineasta contiene una lógica duranbarbiana que el equipo de pensadores del Gobierno, que desconfía del “círculo rojo” y de su influencia, comparte: los sabios no mueven votos y, aseguran, suman más las transmisiones en vivo del Presidente por Instagram que un comunicado bien redactado de un frente de artistas de larga trayectoria. Aparejada con esta lógica viene la idea de que ellos, a diferencia otros procesos políticos, no tienen un relato y por lo tanto no necesitan de los intelectuales, usuales publicistas de la épica oficial. “El pasado está lleno de muertos, y nosotros no tenemos ni uno ni lo otro”, asegura Rozitchner, al que no le parece una contradicción asegurar que el ayer no les importa a la vez que hablan de “la pesada herencia”.
Ambas son verdades relativas. No se quiere lo que no se tiene: si no les provocara ni un cosquilleo, ni Avelluto les hubiera contestado en la televisión ni Macri hubiera seguido el minuto a minuto del debate desde Sudáfrica, donde participó de la cumbre del BRIC. No es la primera vez que el Presidente les hace llegar a sus colaboradores sus inquietudes sobre el mundo intelectual. “Cada tanto acérquenme a uno”, le pidió hace poco a uno de los encargados de esa cartera en la Ciudad. Es verdad que le podría ir peor, porque Abraham, uno de los voceros del descontento cultural, estará el 1° de septiembre en Mendoza dando una charla en “La Noche de la Filosofía”, que organiza el Gobierno. No solo eso, sino que en junio fue a la Casa Rosada para un almuerzo privado con Macri que, según cuentan esos pasillos, fue más que amable. Gran diferencia con Sarlo: la ensayista rechazó en varias oportunidas el encuentro a solas con el Presidente.
La falta de épica también es debatible: la idea misma de la ausencia de un relato es un relato en sí. “Tenemos un método, pero no por eso es menos profundo que un relato clásico. No tengo problemas con la palabra 'relato', aunque la versión clásica de ese término está en crisis”, explica Hernán Lombardi, titular del Sistema Federal de Medios Públicos. Acompañado de esa imagen de ser “lo nuevo”, viene la idea de no depender de las “viejas corporaciones”, de que “haciendo lo que hay que hacer” y con “el mejor equipo de los últimos 50 años” el país se arregla, de que con “buena onda”, como dice Carlos Melconian, Argentina vuelve al mundo. Exactamente esto es lo que Avelluto y Rozitchner salieron a defender: a tres años de gestión, el país está lejos de encarrilarse. El relato macrista cruje y sus defensores saben que “hay que sostener”. Es la batalla por la hegemonía cultural de la que el filósofo Antonio Gramsci aseguró que depende la hegemonía política: “Hay que adueñarse del mundo de las ideas para que las nuestras sean las ideas del mundo”.
Hay equipo. Siete personas integran la mesa chica del pensamiento macrista. Son los encargados de las estrategias a largo plazo del Gobierno y los que arman las tácticas de comunicación y electorales. Entre ellos tienen reuniones periódicas, no siempre presenciales, que alternan entre el domicilio particular de alguno de ellos y la Casa Rosada, y a veces se suman figuras que no son del Gobierno. La estrella de este grupo es el estratega ecuatoriano Jaime Durán Barba, que se suma cuando está en el país. Lo mismo pasa con Marcos Peña, que asiste cuando la agenda lo permite. Los fijos son Rozitchner, asesor presidencial y hombre clave de los discursos macristas; Avelluto, Hernán Iglesias Illia, periodista, subsecretario de Comunicación Estratégica; Julián Gallo, líder de la táctica digital; y Petrella, el único que, por “Argentina 2030”, tiene reuniones fijas con el Presidente, cada quince días. Para ganar el 2019, primero, hay que imaginarlo.
Fotos: Juan Ferrari, Marcelo Silvestro, Néstor Grassi,
Pablo Cuarterolo y Eduardo Lerke.Tomás Abraham y Beatriz Sarlo critican el modelo. Iglesias discute con quien sea. Alejandro Rozitchner banca al Presidente, a diferencia del desencantado Julio Bárbaro. Pablo Avelluto, otro defensor.
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