En el proceso de creerse el rol de líder que le delegó hace unos meses su jefa política, Alberto Fernández se fue poniendo a prueba como interlocutor de los distintos sectores que integraría ese nuevo “contrato social” que propone Cristina Kirchner. Hasta ahora, ese test de mando del candidato presidencial del Frente de Todos todavía arroja resultados ambiguos.
En las últimas horas, Alberto llamó al gremio de pilotos a que desistan de la dura medida de fuerza que lanzaron para reclamar por sus depreciados salarios. Aunque los sindicalistas interpelados por el ganador de las PASO lo elogiaron y se manifestaron partidarios de su consigna de paz social, le avisaron públicamente que continuarán y hasta profundizarán el paro que tiene a miles de usuarios en vilo.
Otro magro resultado de la voz de autoridad de Fernández se verificó hace unas semanas, cuando diversos grupos piqueteros coparon la avenida 9 de julio. En aquella oportunidad, el líder formal del peronismo alineado los invitó a dejar las calles, para evitar el recalentamiento peligroso del clima social. Tampoco le hicieron caso y hasta algunos se animaron a desafiarlo para el 2020.
¿Cómo interpretar esta aparente debilidad del liderazgo social albertista? Acaso podría pensarse, con cierta malicia, que en realidad sus palabras son tomadas por los rebeldes sociales y sindicales como un mero fraseo proselitista, que en realidad no está dirigido a ellos sino a ese electorado moderado que el kirchnerismo le está robando a Mauricio Macri.
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Pero también la baja influencia callejera de la voluntad de Alberto podría tomarse en serio, como un signo del arduo camino que le espera por delante para construir la gobernabilidad de un futuro mandato nacido de un rejunte peronista repentino, en medio de una crisis cada vez más parecida a la del 2001.
En ese sentido, la posición simbólica del candidato K es comparable a la que tenía Macri ante la opinión pública en el 2015. El lugar común respecto del jefe del PRO era caracterizarlo como el gran interlocutor de la gente de su clase, con lo bueno y lo malo que eso significaba: se suponía que Macri sabría interpretar, convencer y disciplinar al establishment para que apuntalaran su proyecto sin chistar demasiado. Sin embargo, eso no sucedió: de aquella rebeldía de la dirigencia contra el macrismo nació el mote “círculo rojo”, utilizado despectivamente desde la Casa Rosada.
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En el caso de Alberto Fernández, se supone estereotipadamente que su investidura kirchnerista será suficiente para apaciguar a piqueteros y gremios díscolos, con ganas de exigir una buena tajada en la puja distributiva abierta por la crisis. Por ahora, la autoridad del candidato ungido en las PASO como favorito no pasa la prueba del ácido. Con esa incógnita, los argentinos deberán ir a las urnas, como un jugador de póker que tiene que pagar primero para ver después.
*Editor ejecutivo de NOTICIAS.
por Silvio Santamarina*
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