La ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres exhibió, como es habitual en estos festejos, un despliegue asfixiante de logística del espectáculo. Pero más allá de los aciertos y deslices creativos y técnicos que entretienen a la audiencia global de los Juegos, la propuesta británica sorprendió por lo explícito de su mensaje político. En su largo guión de la historia cultural inglesa, la performance lanzó un caleidoscópico "canto del cisne" del capitalismo, haciéndose cargo de los diagnósticos apocalípticos que, como un fantasma, recorren Occidente.
Quizá el capitalismo anglosajón esté en medio de una crisis terminal y la antorcha del liderazgo planetario esté a punto de cambiar de manos, parece reconocer el show olímpico londinense, pero también es cierto que a las potencias emergentes les llevará mucho esfuerzo, pasión y creatividad lograr formidables hitos culturales como los que fueron enumerados, como en un inventario multicolor, en el escenario del megaestadio de Stratford.
La Revolución Industrial y sus correlatos humanistas, como el laborismo y el Estado Benefactor, la escuela pública y el sistema nacional de salud; pero también los Beatles, los Rolling Stones, Mary Poppins (la cándida heroína antifinanciera), Harry Potter, la World Wide Web, y hasta James Bond, ese Quijote cool que alucinó el mundo de la Guerra Fría.
Hubo algo de orgullo desafiante en esas chimeneas humeantes que surgían como hongos y crecían hasta dominar el parque olímpico. También hubo nostalgia por un mundo que duró un par de siglos, y que hoy espera, ansioso y escéptico, el nacimiento de lo que vendrá. Este clima contradictorio se llama posmodernidad.
Para entender un poco mejor esta temporada nostálgica de la Historia que fue puesta en escena en Londres, recomiendo la lectura de un libro -precisamente de autor inglés- editado hace poco en la Argentina: Retromanía, la adicción del pop a su propio pasado. Escrito por Simon Reynolds, uno de los críticos musicales más influyentes del mundo, el tratado indaga la tendencia del rock y sus derivados a mirarse cada vez más el ombligo, hurgando especialmente en los hits del pasado más o menos reciente. Museos del rock, reediciones de viejos álbumes, regreso de bandas ya jubiladas, furor en YouTube de videos vintage y paroxismo de las técnicas de “sampling” de antiguos sonidos reciclados y recontextualizados por la vía digital.
Los síntomas son muchos y claros. La enfermedad no es tan evidente. Pero un diagnóstico posible es que la hegemonía cultural de las potencias occidentales está mostrando desde hace ya varios años señales de agotamiento y, por lo tanto, la idea progresista de “futuro” se devalúa, abriendo paso a una melancólica revolución del ayer. Algo así como un retroprogresismo. O, como canta la muy argentina Bersuit Bergarabat, en una de sus letras donde más mezcla rock y política, refiriéndose al revival del Che Guevara: “es un muerto que no para de nacer”.
Aunque Reynolds escribe sobre música, no se priva de conectar su tesis artística con la historia política de Gran Bretaña: “Tras veinte años de postsocialismo bajo la égida de Thatcher-Major-Blair, la idea del sector público en su totalidad -desde la BBC hasta el sistema de bibliotecas- ya no parece exagerada y retrógrada sino extrañamente cool: un benigno sistema de apoyo y pedagogía cuyo eclipse es lamentado”, sostiene el autor inglés. Y por si no se entendió, aclara: “Esta época perdida de planeamiento y edificación representaba un paternalismo (o quizás un maternalismo, dada su asociación con propuestas tales como “leche gratis para los escolares” o programas de la BBC como Watch With Mother) contra el que el rock'n'roll en cierto sentido se rebeló celebrando el deseo, el placer, la energía desatada, el individualismo.
Pero estos ideales de progreso de antaño comenzaron a adquirir a comienzos de los '00 el halo romántico, el pathos, y elhonor de un futuro perdido. La idea de un “estado sobreprotector” ya no parecía tan sofocante y opresivamente intrusiva”, concluye Reynolds, logrando un par de hallazgos conceptuales que, curiosamente, nos remiten a la Argentina de hoy, marcada por el éxito de la batalla cultural kirchnerista.
Primer hallazgo de Reynolds: en lugar de la remanida etiqueta del “estado paternalista”, él habla de un sistema sobreprotector “maternalista”, y no puedo dejar de pensar en la Gran Madre que cada tarde nos reta y nos regala cosas “para todos y todas” en cadena nacional. Otro hallazgo del autor británico: el estatismo nac&pop, luego de la hecatombe neoliberal, se vuelve una moda vintage y cool, que sintoniza con la rebeldía juvenilista como una FM de puro rock. Y los argentinos no somos ajenos a esa marea: barritas neocamporistas, un museo del Bicentenario con memorabilia caudillesca, y la omnipresente imagen oficial de Evita que cada vez nos aleja más de la María Eva Duarte de Perón histórica.
Cuando los recuerdos están adulterados por la urgencia de posicionarse en el hoy, lamemoria no es más que un estado de ánimo del presente.
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