El excanciller Guido Di Tella solía decir que la aversión a pagar impuesto era tan vieja como la voluntad de eludirlos. Mucho más cerca en el tiempo, el entonces candidato presidencial Javier Milei asimilaba el poder coactivo del Estado para que los ciudadanos cumplieran sus obligaciones tributarias con amenazar a alguien con un arma. Eso, en parte, fue el respaldo argumental que dio su mini bancada (él y su actual vicepresidenta) para plegarse al proyecto que impulsaba el otro candidato y entonces ministro de Economía Sergio Massa para subir el piso del impuesto a las Ganancias para las personas físicas: “apoyaremos siempre cualquier rebaja de impuestos”. Hoy, casi nueve meses más tarde, el parto intenta alumbrar un nuevo impuesto a los Ingresos de las personas que borra con el codo lo que las manos escribieron en pleno fervor de campaña. La necesidad (fiscal) tiene cara de hereje. Una vez más, la realidad impuso sus condiciones.
El contribuyente es el otro. Un recorrido por la historia reciente del anteriormente impuesto a las Ganancias muestra las contradicciones de un sistema que precisa de aspirar fondos para financiar un gasto público creciente, pero sabiendo el impacto directo en el bolsillo de los contribuyentes, se fue camuflando su imposición. La técnica tributaria tiene tres factores para medir el alcance del gravamen: el piso a partir del cuál se aplica, las alícuotas y el régimen de excepciones o desgravaciones. De esta combinación sale una ecuación que vincula el porcentaje de población económicamente activa que paga el impuesto, por un lado y cuál es la porción del ingreso promedio que se paga. En ambos casos, la ecuación fue brutalmente distorsionada por la inflación. “Hasta la vuelta de la inflación a la Argentina a partir de 2006 solo los muy altos salarios pagaban Ganancias, pero luego a partir de esa fecha no se actualizaron los parámetros del impuesto para que más gente quedara automáticamente alcanzada”, apunta el economista de IDESA Jorge Colina, que considera “espurio” este método de aumentar la presión impositiva. A su juicio, eso funda el resentimiento que mucha gente le tiene al impuesto a las Ganancias, con un fuerte consenso entre economistas de diversas corrientes como el menos distorsivo y el que facilita mejor la redistribución del ingreso.
En realidad, no había desaparecido en el fervor electoral de 2023 sino que su piso fue aumentado (15 veces el salario mínimo vital y móvil) con lo cual sólo menos del 2% de los trabajadores tenían que pagarlo. Un impuesto “a los ricos” cuando en todo el mundo (sólo cuatro países no tienen vigente este impuesto y no son precisamente modelos de equidad) el gravamen afecta siempre a la clase media y media-alta. En España, por ejemplo, el piso está fijado en no más de dos veces el sueldo mínimo y está generalizado el pago del impuesto. Claro que no existe la “emboscada fiscal” que la inflación fue generando: al no actualizar las escalas, en el pico distorsivo, casi la totalidad de los que eran alcanzados por el impuesto (llegó a ser el 18% de los asalariados) y desembarcaban directamente en la anteúltima escala (27%) o directamente en el tope (35%). Un despropósito.
¡No pagarán! Esa y no otra fue la razón por la que se opusieron tenazmente al intento de restaurar en la práctica el impuesto fueron los gremios con salarios más altos (petroleros, camioneros, bancarios, etc.) y las provincias con ingresos más altos, como las patagónicas. En este caso, su lucha fue por conseguir un piso y escalas más altas para amortiguar el impacto tributario aduciendo que allí el costo de vida es mucho más alto.
Finalmente existe otro obstáculo con el que tropieza la verdadera razón por la que el Gobierno se desdijo de su impulso abolicionista de 2023: un impuesto sólo para ricos afecta cada vez a menos gente y conspira contra la recaudación. Según un estudio de la consultora Moiguer de mayo de este año, lo que se conoce en la jerga marketinera como ABC1 es sólo el 5% de la población y tenía un promedio de ingresos en la familia de $5,1 millones. Es claro que un impuesto para sólo el segmento A o incluso adicionándole el B, sería no más del 2% de la población y no es suficiente para el otro rol del impuesto: recaudar más para paliar el bajón tributario de una economía en recesión.
El primer trimestre del año, según el último informe del INDEC, trajo aparejado una caída del PBI de 5,1% interanual y 2,6% respecto del período previo. La actividad económica, un indicador que anticipa un eventual rebote del ingreso, arrojó en mayo una leve caída, pero se confirma el piso en marzo. “Con estos datos, podría decirse que la recesión empezó en cuarto trimestre de 2023, la mayor caída fue en primer trimestre de este año y en el segundo podría dejar de caer”, subraya el reciente informe del Estudio Ferreres.
La caída. La estimación del IARAF sobre la recaudación tributaria es elocuente: con una caída real de ingresos de 2,6% y de 31% del gasto primario, el Gobierno Nacional registró un superávit fiscal de 0,4% del PBI en los primeros cinco meses del año. El superávit fiscal asciende a $2,3 billones, lo que equivaldría a un 0,4% del PBI mientras que, durante el mismo periodo del año 2023, había sido negativo por 1,3% del PBI.
Por su parte, Colina advierte que la inédita reducción del gasto y la relativa estabilidad de los ingresos lleva a no prestarle suficiente atención al comportamiento de los impuestos. Comparando los períodos enero-mayo de 2023 y el mismo período de 2024, se observa que los derechos de exportación aumentaron en $0,8 billones, el impuesto PAIS aumentó en $2,1 billones y el resto de los ingresos, sumando tributarios y no tributarios, cayeron $3,8 billones. El superávit no solo se explica por la fuerte reducción del gasto público, sino también por el aumento en la recaudación de dos impuestos muy distorsivos: los derechos de exportación y el impuesto PAIS. “Así como la sostenibilidad de la baja en el gasto público motiva controversias, similar preocupación debería causar el rol que vienen cumpliendo en la generación del superávit fiscal dos tributos que tienen un potente sesgo antiexportador, un sesgo divorciado del objetivo del Gobierno” concluye.
Ganadores y perdedores. “En esta reforma de Ganancias es clave el tema de los mínimos para garantizar la progresividad y la equidad del impuesto”, comenta el presidente del IARAF Nadin Argañaraz. Además, como se realiza en medio de una importante caída de salarios reales respecto al año pasado (del 12% en los privados, y del 24% en los públicos formales), a su juicio explica la mayor resistencia al cambio: entre 800.000 y 900.000 trabajadores comenzarían a pagar nuevamente el tributo.
¿Quién gana y quién pierde? Argañaraz enfatiza que, dado que el impuesto a las Ganancias es coparticipable, aproximadamente un 60% de lo recaudado va a las provincias y CABA y el restante 40% va a Nación. En efecto, del 0,5% del PBI de mayor recaudación potencial anualizado, 0,30% va a ir a las Provincias y CABA y 0,2% va a ir a la Nación. Por eso y en función de los coeficientes de distribución vigentes en la actualidad, a cada una de las 24 jurisdicciones le corresponde una porción de esa recaudación adicional. Por ejemplo, los habitantes de Tierra del Fuego, Catamarca y Formosa serían los más más beneficiados: recibirían anualmente $115.000, $110.000 y $103.000 adicionales, respectivamente. En cambio, los habitantes que menos recibirían serían los de CABA, Buenos Aires y Mendoza (con $13.600, $21.600 y $35.000, respectivamente). En promedio, la transferencia adicional sería de $67.500 por habitante. Un bálsamo indispensable en medio del desierto fiscal de este año.
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