La gran lección de la última sequía fue que la economía argentina, que durante mucho tiempo insistió en sacarse de encima la etiqueta de “basada en sus recursos naturales” todavía depende del azar climático para subsistir. En la campaña 2022/23 la producción de soja fue de algo más de 25 millones de toneladas, muy por debajo de los 61 millones de hace nueve años y la estimación el agujero en la generación de divisas se calcula que estuvo en el orden de los US$20.000 millones.
Escenarios. Técnicamente, las reservas del Banco Central llegaron en rojo a fin del año pasado. Es decir, en su activo tenía contabilizada una cantidad de fondos en moneda extranjera que se debía íntegramente en el corto o mediano plazo: en la denominación de los economistas, reservas negativas. Llamó la atención que tantos años (y hasta décadas) de políticas económicas que sistemáticamente transferían ingresos del sector considerado más competitivo hacia otros menos favorecidos, hayan naufragado por una mala cosecha, un riesgo que cada tanto toca al sector por simple azar meteorológico. Paradójicamente, el camino elegido hizo más vulnerable la economía con respecto factores exógenos, pero al mismo tiempo contribuyó al retroceso relativo del sector frente a sus competidores regionales, especialmente Brasil. El país vecino surgió aprovechando la ola del boom de los commodities luego de 2003, como la gran potencia agropecuaria, desplazando a Argentina hasta de los mercados icónicos para para tradición nacional, como la exportación de carne.
La OCDE elaboró un indicador, el Producer Support Estimate (PSE) que mide la ayuda del Gobierno al sector, en este caso el agropecuario. En al caso de Argentina, este flujo es negativo: o sea que, en términos netos, es el sector el que transfiere ingresos al Estado y este, a su vez, a otros sectores. Junto a Ucrania (antes de la guerra), eran los únicos países en que se tenía ese signo, que entre 2018 y 2022 osciló entre 1,8% y 2,7% del PBI. El caso del INTA, por ejemplo, sería una “ayuda” del Gobierno en transferencia de tecnología al sector, algo previsto por la organización.
El productor Santiago del Solar señala como un ejemplo de políticas integradas y surgimiento de externalidades al resto de la población el del estado de Mato Grosso, en Brasil. “Hace 20 años arrancó de cero: en maíz producía 1,5 millón de toneladas, hoy es casi la totalidad de Argentina; también produce la misma cantidad de soja que Argentina entera”, apunta. Esto fue logrado, indica concentrados en pocos productos (soja, maíz y carne, vacuna también de pollo) y con un impacto fenomenal en el lugar: el 50% del PBI regional es de origen agropecuario.
Apagando incendios. No es casual que este declive relativo se dio en un entorno de incertidumbre pero que afectó más a la economía local que a otras. Desde 1950, Argentina vivió 25 años de recesión, un tercio del total, liderando cómodamente esa tabla vergonzosa junto a Siria. Detrás dejamos a países inmersos en guerras civiles, como Sudán, Chad, Iraq Moldavia y un escalón debajo, Venezuela (20 crisis).
Mientras el promedio de crecimiento del último medio siglo de toda la región (que, además, fue la que menos creció del mundo) fue de 3,2%, nuestro país se ubicó apenas arriba de la mitad: 1,8%. Según las cifras del Banco Mundial, en 1950, Argentina tenía el 76% del ingreso por habitante de los países más ricos y en 2021 esa relación bajó a 37,5%.
Esta debacle continuada alentaba a la política económica de turno a extraer recursos del sector más productivo y, además, con herramientas que facilitaban esa tarea: derechos de exportación (cobrados en el tramo final del proceso, un embudo fiscal), aranceles de importación de sus insumos más altos, múltiples tipos de cambio, regulaciones para liquidar y acumular divisas (cepo), establecimiento de precios máximos de alimentos y cupos de exportación. Pero pese a todo este kit anti productivo para extraer ingresos y tapar agujeros fiscales, Argentina fue perdiendo posiciones en otra tabla relevante: la de competitividad global.
En un reciente estudio de la universidad IMD de Suiza, sobre 67 economías relevadas, Argentina no salió anteúltima (66°) con sendos aplazos en eficiencia económica (66°) y del Gobierno (67°). El dictamen del estudio, que se realiza todos los años y en el que el país viene perdiendo posiciones sistemáticamente desde hace una década. Sin embargo, en medio de tanto bochazo, llama la atención la buena posición del capítulo “empleo” (34°), una pista que quizás sirve para entender la redistribución de ingresos realizada por tanto tiempo.
Dante Romano, consultor y profesor del Centro de Agronegocios de la Universidad Austral, observa que a raíz de las regulaciones y presión impositiva se termina comiendo una parte del resultado, entonces comparándolo en términos reales con otros países se obtiene una rentabilidad mucho menor. “Esto te genera un parate en las inversiones y, en definitiva, hay que invertir en Argentina u otro país, tiene mucho más sentido hacerlo en el lugar donde no existe este combo de retenciones, brecha e impuesto PAIS”, explica. También destaca la mala praxis a la hora de diseñar o adaptar las políticas sectoriales, que terminaron generando avances en otros países, además de la cantidad de empresarios argentinos que se fueron a producir a países vecinos: Uruguay (que fue el primero), pero después también Paraguay y Bolivia.
La expansión de la producción a su criterio no pasa no sólo por una improbable ampliación de la zona cultivable, que en el caso de la soja requiere mucha inversión adicional y un especial cuidado por preservar el equilibrio ambiental. También apunta a la normalización del pago de regalías de innovación en biotecnología (por ejemplo, en semillas genéticamente modificadas) que les permite otra inserción en la cadena productiva global.
El factor geográfico. La buena rentabilidad del sector agropecuario no sólo termina en los bolsillos de los productores, sino que moviliza la migración interna, fortalece el crecimiento de las ciudades medianas de las zonas agrícolas y “derrama” sobre la cadena de valor local. Aún con los contratiempos señalados, el último Censo Nacional (2022) marcó que los núcleos urbanos medianos (entre 50.000 y 200.00 habitantes) fueron los que más crecieron, casi duplicando el ritmo de los núcleos grandes.
En Brasil, por ejemplo, el cambio operado en las dos últimas décadas en las zonas productoras fue asombroso. Del Solar recuerda que en un poblado de Matto Grosso,
Lucas do Rio Verde, ya en 2016 tenía casi 100.000 habitantes donde una década antes no había nada. Sinop, otra ciudad fundada hace 50 años ya tiene más de 200.000 habitantes y en una sola concesionaria de tractores, vende 1.000 unidades y 400 cosechadoras por año: la misma cantidad que aquí se vente en todas las provincias juntas. “Son ciudades modernas, lindas, con buenos hoteles, restaurantes, clubes, barrios cerrados y todo es a partir de alentar la producción: el frigorífico, etanol sin subsidio, inversiones en grandes plantas de silos, venta de maquinaria agrícola, entre tantas cosas”, subraya. Claro, un estado que crece no a las famosas “tasas chinas” con que Argentina pretendió acortar distancias con sus vecinos al inicio del boom, sino a un módico 5,5% anual pero sostenido. Cambios que se van asentando y construyendo una senda de desarrollo que, como lo más básico, lo valoramos cuando no lo tenemos.
Comentarios