Ningún político puede ya sorprenderse por la infinidad de memes y videos en los que aparecen a diario intervenidos por la creatividad popular. Esa frase polémica, el fallido, un paso en falso, tardan apenas un rato en salir a rodar resignificados con humor -a manos de Facebook, Twitter y grupos de whatsApp- por los caminos de la incontrolable aldea digital.
La masificación de esos circuitos en los que transita el ánimo social les quitó a los medios de comunicación tradicionales la exclusividad, que alguna vez tuvieron, de interpretar críticamente la realidad. Pero el control de ese registro irónico, cuando se expone en televisión y prensa escrita, siempre fue una tentación del poder. Un límite a la tolerancia de los mismos gobernantes que discursean sobre la libertad de expresión y la avalan sobre todo si está al menos tan lejos como la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo.
En abril del 2008, Cristina Fernández de Kirchner se despachó en televisión contra el dibujante Hermenegildo Sábat, por una caricatura suya publicada en Clarín, en la que aparecía con una cinta sobre la boca. La entonces presidenta definió al dibujo como “un mensaje cuasimafioso”.
A Mauricio Macri, esforzado en diferenciarse de la lógica amigo/enemigo, tampoco le alcanzó la armonización tibetana para contener el malhumor que le produce el desacople a su propio relato oficial. “Tinelli me satiriza de mala manera ante tres millones de personas por televisión” fue la queja que detonó un escándalo saldado en insólita cumbre de Olivos.
No hay imitador con pantalones caídos y papa en la boca que provoque peor efecto que el reto al humor. Con la democracia, además de todo lo que en su retorno ponderó Alfonsín, también se ríe.
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