¿Quién es el enemigo? Los franceses y el resto del mundo se formulan obsesivamente esa pregunta después de la atroz pesadilla de sangre y fuego que conoció París en la noche del viernes 13 de noviembre.
La ciudad más liberal del mundo no termina de comprender cómo una organización inspirada en una ideología medieval logró extenderse como una metástasis sobre el mapa de Oriente Medio, luego se expandió sobre la mitad de África y ahora amenaza con exportar su estrategia del terror al corazón de Occidente.
En dos años y medio, el autoproclamado Estado Islámico (EI) consiguió transformarse en un auténtico proto-Estado que controla un territorio tan grande como Gran Bretaña, sobre el cual aplica la versión más cruel de la ley islámica –la sharia–, posee una fuerza de 30.000 hombres armados, mueve una economía equivalente al PIB de Barbados, acuña su propia moneda e imprime su influencia sobre grupos satélites que se extienden desde la orilla asiática del Pacífico hasta la costa atlántica de África. Para pasar al estadio jurídico superior solo le falta obtener reconocimiento internacional.
El EI es la primera fuerza política mundial de la era moderna que combina una ideología de extrema violencia con un control territorial, grandes ambiciones y una fulgurante política de expansión que, hasta ahora, parece casi imposible de contener. Siempre vestido con chilaba y turbante de color negro, su jefe Abu Bakr al Baghdadi –autoproclamado califa Ibrahim– creó en 30 meses un foco revolucionario que, en numerosos sentidos, recuerda los precedentes de Francia en 1789, los bolcheviques rusos, el maoísmo en China, el integrismo islámico del ayatola Khomeiny o los khmers rojos camboyanos en la época de Pol Pot.
Baghdadi, como otros psicópatas que aterrorizaron al mundo en épocas recientes, tiene la pretensión de hacer flamear la bandera negra de su organización en el resto del mundo. Baqiya wa tatamaddad (duradero y en expansión) proclama es slogan del EI, también conocido como Daesh o ISIS por sus iniciales en árabe o en inglés.
Error norteamericano. ¿Cómo se llegó a esta situación que parece haber escapado al control de Occidente? “El EI es una consecuencia inesperada, pero lógica, de la intervención norteamericana en Irak”, responden sin hesitar los expertos en terrorismo Jessica Stern y J.M. Berger en su libro “ISIS: The State of Terror” (ISIS: el Estado del terror), publicado recientemente por Harper Collins Publishers.
El verdadero embrión de la organización hay que buscarlo en el error capital que cometió Estados Unidos inmediatamente después de derrocar al régimen dictatorial de Saddam Hussein en 2003. Instalados en sus oficinas en Washington, a 9.973 kilómetros de la realidad de Bagdad, lucubraron que la mejor forma de erradicar hasta los últimos vestigios del régimen consistía en desmantelar la administración dominada por el partido Ba’as, purgar los oficiales sunitas de las fuerzas armadas y entregarle los resortes del poder a la minoría chiíta. Ese método activó la bomba de tiempo de una guerra civil entre las dos comunidades religiosas –que desde 2003 provocó casi 600.000 muertos– y sembró las semillas que 12 años después dieron origen a la creación del Estado Islámico.
Para resistir a esa transformación radical del equilibrio histórico dentro de Irak, que hasta Saddam había respetado, un funcionario desconocido llamado Ibrahim Awad al Badri se enroló en el Jaysh Ahl al Sunna Wal-Jamaah, uno de los numerosos movimientos formados por ex militares sunitas para oponerse a la presencia norteamericana. Pero su participación en la lucha activa duró poco tiempo porque, en febrero de 2004 fue detenido en la ciudad de Faluya, ese epicentro de la resistencia donde los primeros yihadistas quemaban vivos a los soldados y a las fuerzas paramilitares contratadas como mercenarios por los norteamericanos.
Allí se puso en contacto con los hombres que en la actualidad forman el núcleo duro de la organización. Su formación política y su crecimiento como líder se produjo durante los tres años que pasó por el campo de detención de Bucca, que los prisioneros llamaban la academia. “Era una fábrica de yihadistas. Sin esas prisiones norteamericanas en Irak, hoy no habría Estado Islámico”, afirma el británico Jason Burke, especialista del islamismo radical, que acaba de publicar “The New Threat From Islamic Militancy” (La nueva amenaza de la militancia islámica).
En esa época también forjó su fama de eximio futbolista a tal punto que sus compañeros de detención lo bautizaron “el Maradona árabe”.
Al salir de la prisión, su grupo Estado Islámico de Irak (EII) se alió con el jordano Abu Mussab al Zarkaui, considerado como número dos en la jerarquía de Al Qaida detrás de Ossama Ben Laden. Pero la armonía duró poco tiempo porque los yihadistas iraquíes, interesados en capitalizar la notoriedad de Al Qaida, se negaban a detener los atentados y la sangrienta rivalidad con los chiítas, como exigía Ben Laden. Las divergencias se profundizaron después de la muerte de Zarkaui en 2006 y del atentado sunita contra la mezquita chiíta de Samarra, que marcó el verdadero comienzo de la guerra confesional en Irak. A pesar de la alianza transitoria de 2007 del ocupante norteamericano con las tribus sunitas para combatir a Al Qaida, el grupo de al Badri persistió en su línea radical a ultranza.
La ruptura definitiva se consumó en 2011, cuando Ayman al-Zawahiri –que había sucedido a Zarkaui como líder de Al Qaida en Irak– reemplazó a Osama Ben Laden.
Independencia. Ese cambio convenció al Badri de la necesidad de independizarse para construir un movimiento diferente. Fue en ese momento que ese piadoso practicante que había realizado ocho años de estudios islámicos en la Universidad de Teología de Bagdad adoptó el nom de guerre de Abu Bakr al Baghdadi. Ese nombre fue elegido en homenaje al primer califa, cargo que significa sucesor (del profeta Mahoma), pero ya prefiguraba las ambiciones del nuevo líder. En esa época, tenía 39 años. Se había casado con dos mujeres –como permite el Corán–, una de las cuales era su prima, y tenía seis hijos. En ese momento comenzó su segunda vida.
El verdadero artífice del vertiginoso crecimiento de su organización fue Samir Abd Muhammad al Khlifawi (a) Haji Bakr, un ex oficial del servicio de inteligencia de Saddam Hussein. Hasta que murió en un bombardeo norteamericano en enero de 2014 en Tell Rifaat, cerca de Alepo (Siria), Aji Bakr fue la mano derecha de al Baghdadi. Conocido dentro del grupo como el príncipe de las tinieblas, fue el verdadero cerebro de la estrategia de conquista del incipiente grupo denominado Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL).
Para consolidar el poder de su líder, Haji Bakr lanzó una implacable ola de asesinatos dentro de la organización para eliminar a los adversarios políticos –partidarios de una reconciliación con Al Qaida– y a los posibles rivales de al Baghdadi.
El príncipe de las tinieblas también tuvo la visión de desplazar sus esfuerzos hacia Siria para evitar el desgaste que significaba la estrategia de ataques en Irak. En Siria, país atomizado por la guerra civil, le resultó fácil capitalizar las rivalidades entre los grupos irreconciliables que integraban la rebelión contra el presidente Bachar el Assad.
Para Haji Bakr, además, la lucha contra el régimen de Assad era secundaria. El objetivo fundamental de la guerra, a su juicio, era abolir las fronteras diseñadas por el tratado Sykes-Picot. Ese acuerdo –que fue un vulgar reparto de los despojos del Imperio Otomano– dividió artificialmente el mundo árabe-musulmán, desde Turquía hasta los confines de la península arábiga, en función de los intereses de las grandes potencias.
El caos y la inestabilidad que prevalecía en Siria le permitieron instalar la principal base de operaciones en la ciudad de Raqqa, capturada en marzo de 2013 a las fuerzas de Assad. Un mes después, legitimó sus ambiciones adoptando un nuevo nombre: en abril de 2013 la organización fue rebautizada como Estado Islámico del Irak y del Levante (EIIL).
La muerte del príncipe de las tinieblas aceleró el lanzamiento del plan que había urdido pacientemente inspirado de los manuales estratégicos del ejército alemán en la Segunda Guerra Mundial: una blitzkrieg (ataque relámpago) destinada a reconquistar Irak en poco tiempo.
Persuadido de que esa ofensiva lo conduciría en pocas semanas a las puertas de Bagdad, la organización que hasta el 29 de junio era conocida como EIIL adoptó un nombre fundacional, Estado Islámico (EI). El cambio de denominación fue acompañado de otra decisión capital: la creación de un califato en los territorios de Siria e Irak bajo su control y la proclamación de Baghdadi como califa con el nombre de Ibrahim.
Esas dos medidas mostraban claramente sus ambiciones de convertirse en un verdadero país capaz de restaurar la edad de oro del Islam. La idea de Baghdadi es consolidar un Estado capaz de restablecer un califato de prestigio como el que reinó durante la dinastía abasí entre 750 y 1258.
Conquista. El plan diabólico diseñado por el príncipe de las tinieblas comenzó en junio de 2014 con la captura de Mosul.
La caída de esa ciudad marcó una inflexión capital porque difundió en todo el mundo árabe la imagen de una fuerza de conquista. Cuando llegaban en columnas de jeeps ultramodernos, enarbolando las banderas negras de la organización, los combatientes del EI surgían en medio de nubes de polvo de desierto como una resurrección del espectro de Saladino, y dejaban a su paso un reguero de decapitaciones, ejecuciones sumarias, incendios, despojos, violaciones y destierros.
La victoria de Mosul también fue trascendental porque les permitió apoderarse de los enormes arsenales que dejaron abandonados los soldados iraquíes para fugar más rápido ante el avance de los yihadistas: tanques, rampas de cohetes, pick-ups artillados, artillería liviana y pesada, fusiles y ametralladoras, toneladas de municiones y uniformes. En la misma época en Siria, después de tomar el control de una aérea, se habían apoderado de varios aviones MiG –que eran incapaces de hacer volar– y misiles defensivos.
En esa ciudad tuvieron la divina sorpresa de encontrar 458 millones de dólares en la caja fuerte de la sucursal del Banco Central. Esa fortuna les permitió acelerar el funcionamiento de un sistema económico autónomo que habían comenzado a instaurar en las zonas ocupadas. Hace pocas semanas, incluso, comenzaron a acuñar su propia moneda, “dedicada a Dios”: el dinar oro.
Acuñar moneda, único privilegio que los Estados jamás resignan por cuestiones de legitimidad, será la principal herramienta para consolidar una economía –de guerra, por cierto– que funciona con todas las virtudes de un país normal, incluyendo la extracción y exportación de petróleo y hasta una de inflación. Los precios de los alimentos, por ejemplo, aumentaron en 1.000%. Ni siquiera las amenazas de muerte que difunden las milicias yihadistas entre los comerciantes pudo contener la especulación que anida detrás de la estampida inflacionaria.
Con un ejército de 30.000 hombres, un territorio bajo su control, una justicia, una moneda y una economía que funciona, Daesh no pierde el tiempo en consolidar las posiciones que gana en su expansión.
Para no quedar con las manos atadas por una estructura centralizada y vertical, como Al Qaida –que permaneció paralizada durante años tras la muerte de Ben Laden–, Baghdadi optó por otra variante: acordar amplia autonomía a los grupos yihadistas nacionales para que desarrollen sus propias campañas de terror, a condición de que se sometan a su autoridad política y espiritual.
La dinámica vertiginosa adoptada por el EI es la que permite entender el cambio de estrategia que emprendió el movimiento. Ahora, el objetivo consiste en extender el perímetro de la guerra al exterior de Oriente Medio y, en particular, a Estados Unidos, a las principales potencias europeas –incluyendo Rusia por su intervención en Siria– y los integrantes del “círculo diabólico” del chiísmo (Irán y sus aliados del Hezbola).
La inflexión estratégica fue oficializada en marzo pasado por el vocero oficial del EI, Abu Mohammad al-Adnani en una proclama difundida por internet. Desde entonces, se tradujo en una serie de atentados de monstruosas proporciones en Turquía (97 muertos), la bomba que pulverizó un Airbus A-321 de la empresa rusa Metrojet (224), el atentado suicida contra el feudo del Hezbola en Beirut (41) y finalmente los ataques múltiples en París (132 muertos y 349 heridos).
De esa saturnal de violencia nada golpeó más duramente el imaginario colectivo universal que los atentados de París (ver aparte). Esta capital que simboliza la cultura y los principios de Occidente, como Nueva York representaba para Al Qaida la codicia del capitalismo, fue elegida como modelo para experimentar un terrorismo de tercer tipo.
La Guerra Santa. Los atentados del viernes 13 corresponden a una categoría de “ataques complejos”, que sólo fue experimentada hasta ahora en Bombay (India) en noviembre de 2008: 10 terroristas asesinaron a 173 personas en 10 operaciones diferentes.
Esta tercera yihad (guerra santa), después de la primera en épocas de las cruzadas y la segunda con Estados Unidos en Afganistán e Irak, implica a medio centenar de organizaciones yihadistas en el mundo, más una constelación de grupúsculos, con total de 100.000 combatientes y un millón de simpatizantes, según Gilles Kepel, especialista francés del mundo árabe. “En Francia se pueden calcular unos 5.000 islamistas radicalizados, de los cuales 450 son peligrosos”, a juicio de Roland Jacquard, del Observatorio Internacional del Terrorismo.
Esa cantidad, más un número similar en Bélgica, pueden explicar las deficiencias de los servicios europeos de inteligencia, que no detectaron el regreso del belga Abdelhamid Abaaoud, a quien todo el mundo creía en Siria, y tampoco tuvieron el menor indicio de los preparativos. “El gran problema es que para hacer escuchas, infiltraciones, seguimientos y trabajo sobre el terreno, hacen falta por lo menos 20 agentes por persona”, el ex juez antiterrorista Marc Trévidic.
A pesar de los daños que causaron, los terroristas mostraron que tenían una buena preparación pero contaban con una logística deficiente por utilizar una versión low cost: los cinturones de los kamikazes eran rudimentarios y de poca potencia, los coordinadores no tenían planes de repliegue ni estructura para ocultarse después de los atentados, como demuestra la rápida caída del belga Abdelhamid Abaaoud, considerado como el cerebro de la operación.
A pesar de la victoria emocional que obtuvo el EI con esa matanza despiadada, es posible que –políticamente– los atentados terminen teniendo un efecto de boomerang. Por lo pronto, favorecieron la reconciliación del presidente ruso Vladimir Putin con Occidente para actuar contra el grupo terrorista en Siria e Irak. Hasta habrían logrado persuadir a Rusia y los países occidentales de que la intensificación de los bombardeos es insuficiente para erradicarlos. Por lo tanto, cada día parecen más dispuestas a aceptar la teoría de boots on the ground y enviar infantería para combatir a los yihadistas en el terreno, única forma de vencerlos. Esa perspectiva llega en mal momento para el EI, teniendo en cuenta el aparente vacío de liderazgo que existe en este momento por la supuesta invalidez de Baghdadi y algunos síntomas de rebelión de la población civil, asfixiada por la opresión medieval, las restricciones de su estilo de vida y hasta la penuria alimentaria que comienzan a padecer algunas ciudades.
En ese contexto, la guerra contra el terrorismo entra ahora en una fase decisiva, pero su desenlace puede exigir todavía tiempo, sangre y dinero, tres condiciones que Occidente tiene dificultades para movilizar.
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por Christian Riavale
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