El anti-sistema volvió a sobrevolar Europa tras la elección en Alemania. El cachetazo neonazi en las urnas fue tan estruendoso, que tapó los aplausos a la vencedora: Angela Merkel, que alcanzó el récord de Helmut Kohl. Con este nuevo triunfo, la canciller se afirma como estrella política de Occidente: la gobernante con mayor estatura de estadista y mayor liderazgo sobre Europa.
Sin embargo, el nuevo logro de esta mujer queda eclipsado por el salto que dio una fuerza política menor. En los comicios anteriores, la Alternativa Para Alemania (Alternative Für Deuschtland-AFD) no había llegado al seis por ciento de los votos, mientras que en esta ocasión se acercó a los trece puntos, logrando un buen puñado de bancas en el Bundestag.
La última vez que una fuerza política de similar matriz ideológica llegó al Parlamento, fue cuando el Partido Nacionalsocialista de los Obreros Alemanes entró al Reichstag, iniciando el asenso del nazismo hacia la cumbre del poder.
Es cierto que no hay una correlación exacta entre el fanatismo nazi de la era hitleriana y el extremismo xenófobo de la AFD. En su dirigencias conviven figuras como Alexander Gouland, cuyo discurso merodea siempre la reivindicación lisa y llana del Tercer Reich, con figuras moderadas como Frauke Petry y figuras que no cuadran en el estereotipo nazi, como la economista Alice Weidel: lesbiana, con hijos adoptados y en pareja con una singalesa. Pero nadie en la dirigencia del AFD ha condenado los crímenes del régimen genocida de Adolf Hitler. Y está claro que el partido que se convirtió en la tercera fuerza política es la versión alemana de la extrema derecha que lideró Jörg Haider en Austria, los Le Pen en Francia y Geret Wilders en Holanda. El antisistema.
Derecha. La coalición que encabezó Konrad Adenauer tras la Segunda Guerra Mundial incluyó ultranacionalistas. Pero en aquella Alemania devastada, había pocos dirigentes anti-nazis que estuvieran vivos o en suelo alemán.
La entrada de la AFD al Bundestag implica un “deja vu” de la llegada del nacionalsocialismo al Reichstag. La pregunta inquietante es por qué puede ocurrir algo similar.
La Alemania que encumbró al nazismo estaba humillada y destrozada por la derrota en la Primera Guerra Mundial. A su economía la carcomían la hiperinflación y las condiciones impuestas por el Tratado de Versalles. La negligencia de los vencedores condenó a la República de Weimar a nacer desfalleciente. Miseria y humillación crearon las condiciones objetivas para que fermente la perversión ideológica del supremacismo ario.
La Alemania actual está en las antípodas de aquel país cuyas heridas se infectaron de nazismo. Con Adenauer se puso de pie; con Willy Brandt avanzó hacia niveles envidiables de equidad; y con Helmut Kohl recuperó la totalidad del territorio perdido en la Segunda Guerra Mundial.
Alemania entró al siglo XXI liberada de totalitarismos y encontró en Merkel la estadista que coronó décadas de modernización, convirtiéndola en líder y locomotora de Europa.
La Alemania que abrazó el nazismo estaba derrotada, famélica y sometida al dictat de los vencedores. Esta Alemania es todo lo contrario. Rica, moderna y vanguardia de Europa. Entonces ¿qué produce el flanco débil por el que irrumpe el neonazismo? La ola de refugiados y, en menor medida, el gobierno de “Gran Coalición”.
La ultraderecha llegó al Bundestag surfeando esa ola de musulmanes árabes y turcomanos que inundó Alemania. Contra ese inmigrante se desató la demagogia ultranacionalista. Las masacres perpetradas por el jihadismo global son funcionales al odio que predican xenófobos y supremacistas. Y a la histeria colectiva excitada por la demagogia anti-sistema, se suma la frustración que en los sectores más ideologizados de las bases del centroderecha y el centroizquierda provocan la cohabitación en el poder con los rivales.
Merkel. Los gobiernos de Gross Coalition (conservadores y socialdemócratas) tienen un pasado y un presente diferentes. En la década del sesenta, el democristiano Kurt Kiesinger y el socialdemócrata Brandt compartieron por primera vez el poder, en una gestión que alcanzó su objetivo.
El primer triunfo de Merkel fue tan ajustado, que el sistema requirió a la CDU dejar de lado a sus tradicionales aliados, para gobernar con el SPD liderado por Gerhard Schröeder. Pero el actual gobierno conservador-socialdemócrata que acordaron en 2013 Merkel y Sigmar Gabriel, hizo que las alas duras de sus respectivas bases emigraran hacia grupos políticos más ideológicamente puros.
Los socialdemócratas desencantados se fueron a Die Linke (La Izquierda) y los conservadores más duros se fueron a la ultraderecha. Ese flujo de votos ayudó al AFD a llegar al parlamento, provocando escozor en Alemania y el mundo.
En definitiva, es el fantasma del anti-sistema que recorre Europa y las urnas de todos los países en los que se vota. Más allá de la ola de refugiados y de las cohabitaciones políticamente incómodas, se trata de un fenómeno de este tiempo plagado de miedos e incertidumbres.
Al menos, en Alemania está Merkel para conjurar el avance extremista hasta la cumbre del poder. Pero en Estados Unidos, el anti-sistema triunfo en el Colegio Electoral. Donald Trump es la expresión de lo inconcebible.
De momento, el sistema institucional lo mantiene maniatado y logró quitarse de encima al ideólogo anti-sistema Steve Bannon. Pero Trump tiene incontinencia verbal y gestual, por eso mantiene la política norteamericana en estado catatónico.
La naturaleza le enviaba un mensaje devastador, señalándole el error de no firmar el Acuerdo de París, mientras él lanzaba al ciberespacio un meme en el que derribaba a Hillary Clinton con una pelota de golf. Miles de caribeños y norteamericanos perdían todo en un monstruoso desfile de huracanes arrasadores, pero el presidente que se burló del plan para contener el calentamiento global, perdía el tiempo burlándose de la dirigente demócrata.
Poco después, parado en la cornisa de un duelo nuclear y con México demolido por un terremoto, tuiteaba enfurecido contra la entrega de los Premios Emmy de Televisión. Y a renglón seguido, la emprendía contra los deportistas que hacen simbólicos gestos antirracistas mientras entonan el himno en los estadios.
En Alemania, el anti-sistema entró al Parlamento. En Estados Unidos, ocupa el Despacho Oval.
por Claudio Fantini
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