Tiene un aire de estudiantina. De módica transgresión en el aula mientras el profesor se demora. Y claro, de anonimato. Las interpretaciones de periodistas y sociólogos se sesgan y se desdibujan en función de los intereses de la política. ¿Cuál es el mensaje? Espontáneos o no, los cantitos buscan erigirse en una suerte de lenguaje del pueblo para sus analistas. Como romáticos anacrónicos algunos pretenden escuchar allí la voz diáfana de una verdad incuestionable. Pero son sólo cantitos. Son parte de una extensa tradición cultural, afortunadamente en plena transformación. La puteada como la última coartada del fracaso. Es que la Argentina no está cambiando por obra del designio de un líder mesiánico. Estamos cambiando por la voluntad de los argentinos. Por su voto y su coraje para emprender el camino menos transitado en nuestra historia.
Mientras el país crece muchos ven perder sus privilegios. Sorpresivamente o no, los locuaces revolucionarios de la nada deben dar explicaciones ante los jueces. En el cantito ya no hay nada. Apenas el fin de una época. Poco a poco, Argentina va dejando atrás su larguísimacia adolescencia, el antiguo deporte de la victimización nacional, la búsqueda de los atajos ante cuyas consecuencias nos estrellamos cien veces.
Es absurdo pensar que el destino del cantito está en el Presidente. Está en la época. En buena parte de la sociedad que se encontró cara a cara con la verdad. Cambiar no iba a ser fácil. No todos están dispuestos a dejar de vivir en la selva.
En su vacío, el cantito es el suspiro final del país que se termina. Una liturgia propia de una religión, el populismo, que no hizo más que destruir oportunidades para el desarrollo. Esa religión, precisamente, que creía que la sociedad se cambiaba con cantitos desde la tribuna.
Escribe el Ministro de Cultura de la Nación.
por Pablo Avelluto*
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