Recibe a gremialistas, activistas y políticos a los que pide que no publiquen fotos con él en las redes, pero a veces olvida pedirles que tampoco comenten lo hablado. Por eso algunos visitantes, al salir del Vaticano, cuentan que el Papa dijo tal o cual cosa. La suma de descripciones evidencia la adhesión de Francisco a una versión ideológica de este momento político en Latinoamérica.
Más que adherir, el Papa empieza a ser el abanderado de la versión según la cual, en América Latina, hay “dictaduras” neoliberales que persiguen a los líderes que defienden causas populares y los convierten en presos políticos.
Aparentemente Bergoglio pasó, de creer, a difundir la idea de que los procesos por corrupción son impulsados por Washington para alinear la región con “el modelo económico que requiere la represión de las masas” y la prisión de quienes gobernaron oponiéndose al “capitalismo deshumano”, como lo llamó el propio pontífice.
En la mirada de Francisco, la prisión de Lula da Silva responde a las mismas causas por las que Cristina Kirchner está acosada por procesos judiciales. En rigor, en el mismo estante de Lula, el Papa coloca a Esteche y a Milagro Sala, además de otros ex presidentes como el ecuatoriano Rafael Correa. La corrupción, según esta versión de los hechos, es la excusa para perseguir dirigentes y líderes que resisten las políticas económicas impuestas por EE.UU. a través de dictaduras.
Con Gabriel Mariotto como guía, sindicalistas que adhieren al kirchnerismo recorrieron los pasillos vaticanos hasta los aposentos donde escucharon a Francisco decir que el gobierno de Macri es comparable al régimen de la “revolución libertadora” y a la última dictadura militar.
Cuando el ex titular de la CIA John Brennan usó la palabra “traición” para referirse a la relación de Trump con Putin, hubo expertos norteamericanos que explicaron que semejante palabra puede ser usada livianamente por un periodista, un intelectual o un político, pero si la usa un ex director de la CIA, tiene que estar absolutamente convencido de lo que habla.
Lo mismo se supone que vale para la palabra “dictadura”. Que la banalicen dirigentes marginales o extremistas es una cosa, y otra muy distinta es que la use un Papa.
Poco después que un grupo de obispos la estampara en un documento contra la legalización el aborto, el mismísimo Papa comparó al gobierno argentino con los golpistas que fusilaron a los derrotados del ‘55, y con la dictadura genocida iniciada en 1976.
A Francisco no se le chispoteó ese término desmesurado. En el razonamiento que fue adquiriendo desde que llegó al trono de Pedro, la palabra dictadura vale tanto para quien habilita un debate sobre el aborto como para quien “impone” un “capitalismo deshumano” y usa de “excusa” la corrupción para encarcelar dirigentes que “defienden a los pueblos” contra los designios del imperialismo. Amén.
Además del absurdo de comparar un gobierno actual con el régimen más exterminador y cruel de la Argentina, ésta versión del momento latinoamericano choca contra realidades evidentes. La institución que no usó la palabra “dictadura” para referirse a las dictaduras militares, la usa para gobiernos con legitimidad institucional. El Papa también hace flotar el término sobre situaciones como las de Brasil y Ecuador, pero no lo usa para regímenes como el de Nicolás Maduro, que se erige sobre cientos de cadáveres y prisiones atestadas de estudiantes.
Con más de trescientos civiles muertos por los disparos de policías, militares y paramilitares, el régimen nicaragüense no ha merecido la calificación que Francisco usa para gobiernos como el argentino. Su nuncio apostólico en Managua fue brutalmente golpeado por bandas orteguistas, igual que otros altos miembros de la heroica iglesia de ese país centroamericano; pero Ortega no está en el cuadrante ideológico que usa Francisco para hablar de dictadores.
Hay otro punto que hace naufragar el argumento papal de la corrupción como pretexto para encarcelar líderes de causas populares. La mayoría de los gobernantes latinoamericanos que sufrieron destitución, procesamientos y prisión, no son izquierdistas sino de derecha.
Perú es la muestra más clara: Fujimori, el autócrata que sentó las bases de la economía liberal, pasó largos años en prisión. Tiene un pie en la cárcel Alejandro Toledo, el presidente que consolidó el modelo liberal peruano. También estuvo entre rejas Ollanta Humala, caudillo nacionalista que al llegar al poder mantuvo la economía abrazada al mercado.
Kuczynski no está en la cárcel pero, igual que Dilma y que Lugo, fue derribado. Y se trata del liberal que consolidó el modelo como ministro de Toledo, y se disponía a profundizarlo como presidente.
Hay más ejemplos. El general conservador guatemalteco Otto Pérez Molina y su neoliberal vicepresidenta Roxana Baldetti, fueron destituidos y encarcelados por corrupción. El empresario panameño Ricardo Martinelli gobernó con el manual del centroderechista y, tras dejar el poder, fue procesado por usar los servicios de inteligencia contra opositores. Se fue a Estados Unidos pero un tribunal norteamericano resolvió extraditarlo a Panamá, donde lo condenaron a 21 años de prisión.
No hubo rosarios del Papa para estos gobernantes encarcelados. Por cierto, la lista es más larga y, si se incluyen funcionarios de menor rango, se vuelve interminable. Pero con lo señalado sobra para desnudar el lado falaz de la teoría de ciertos perseguidos políticos. También es falaz poner el caso Lula en el mismo estante del caso Néstor y Cristina. Una cosa es financiación ilegal de la política y otra muy distinta es enriquecimiento ilícito personal a escalas siderales.
Más allá de los desajustes entre la realidad y la teoría del Papa sobre neoliberalismo dictatorial y cárcel, está el peligro de banalizar la palabra dictadura. Y más peligrosa aún es la consecuencia de esa banalización.
Desde Tomás de Aquino en adelante, muchas corrientes dentro de la iglesia justifican la rebelión contra la tiranía. Es precisamente lo que quieren algunos de los ex gobernantes latinoamericanos acusados de corrupción: estallidos sociales.
No sólo lo quieren, sino que mueven estructuras de base buscando provocarlos. Y a los argumentos que usan como si fueran fósforos, están sumando los razonamientos pontificios.
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por Claudio Fantini
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