Desde aquel día en que el mundo, estupefacto, vio por televisión aviones estallando contra rascacielos que ardieron como antorchas hasta hundirse en el vientre de Manhattan, lo impensable fue volviéndose cotidiano. En la cartelera del escenario mundial aparecía un nombre largo y extraño: Osama bin Muhammad bin Awda bin Laden. El creador, director y guionista de un reality show de terror llamado Al Qaeda, cuyas escenas estremecían la platea global.
El siglo 21 comenzaba con el primer atentado terrorista que alcanzó un rango genocida y fue transmitido en vivo y en directo. Estados Unidos era atacado en su propio territorio, pero el atacante no era un país ni alianza de países, sino un grupo terrorista. Al Qaeda era el enemigo número uno de los gobiernos seculares del mundo musulmán y de la sociedad abierta, el sistema liberal-demócrata y el modo de vida occidental.
En su matriz se incubó una agrupación aún más delirante y criminal, que se presentó al mundo televisando decapitaciones: el Estado Islámico Irak-Levante (ISIS). Ambas organizaciones profesan la versión más radical del wahabismo, la de por sí extrema rama del Islam suní que rige en Arabia Saudita. El terrorismo ya no fue un fenómeno local de ideologías extremistas, como las Brigadas Rojas en Italia; el Rotee Armee Fraktion (Fracción del Ejército Rojo) al que los alemanes llamaban Baader-Meinhof ; ni separatismos como el Euskadi Ta Askatasuna (ETA) en España, o el Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) en Turquía, entre otros.
El 11-S fue la presentación oficial del terrorismo global. Al Qaeda ya había atacado a los norteamericanos en un puerto de Yemen y en las embajadas de Nairobi y Dar el Salam. Pero con aviones comerciales impactando el Pentágono y las torres gemelas quedaba en claro la dimensión del nuevo conflicto. Una de las metástasis de la organización creada por Osama Bin Laden y su lugarteniente egipcio, Aymán al Zawahiri, fue Al Qaeda Mesopotamia, organizada por el lugarteniente jordano que ambos tuvieron en Afganistán, Abú Mussab al Zarqaui. En Irak, Al Zarqawi reclutó al sirio Ahmed al Sharaa, quien tomó como nombre jihadista Abú Mohamed al Golani
Al Zawahiri envío a Al Golani de nuevo a su país para liderar el Jathab al Nusra, brazo de Al Qaeda en Siria. Durante los últimos años estuvo atrincherado en su bastión de Idlib, pero en sólo diez días revirtió trece años de un conflicto que parecía transitar sus estertores con Bashar al Assad como virtual ganador, luego de que lo salvaran de la debacle Irán, Hezbollah y las fuerzas rusas que salieron de sus posesiones militares en Siria, una base aérea en Hmeimim y la base naval de Tartus. La fulminante ofensiva conquistó sin mayor esfuerzo Alepo, luego entró triunfal a Hama y, a renglón seguido, asumió el control de Homs. Desde allí avanzó hacia Damasco y puso la capital bajo su control sin disparar un tiro, porque el ejército sirio se había desbandado y el dictador había huido a Moscú.
Seis años antes de ese final inesperado del régimen alauita, había ocurrido una metamorfosis sin antecedentes. Abu Mohamed al Golani dejó su nombre de guerra y retomó su verdadero nombre, Ahmed al Sharaa, como parte de un giro copernicano que incluyó romper con Al Qaeda, adoptar una posición centrista y multiétnica, aliarse con las milicias pro-turcas, y conseguir el respaldo de Ankara además, posiblemente, del israelí. Al vencer al régimen, Al Sharaa proclamó que las minorías (alauitas, drusos, cristianos y kurdos) serán respetadas y que todas las milicias, menos ISIS, podrán sumarse al nuevo ejército sirio.
Aún falta que logre crear un gobierno estable; que Israel se retire a su territorio tras haber destruido con bombardeos los arsenales, bases y cuarteles del ancien regime; y que cumpla con su palabra de instalar un gobierno moderado que colabore con pacificar Medio Oriente y respete a sus vecinos y a las potencias occidentales. Si eso ocurre, será un caso sin antecedentes. Siempre que el ultra-islamismo imperó, impuso leviatanes demenciales. Abú Sayyaf en las islas filipinas de Jolo y Basilán; los talibanes en Afganistán, ISIS en su califato sirio-iraquí, Hamas en la Franja de Gaza, los hutíes en Yemen y Al Shabad en Somalia, son algunos ejemplos de esa regla de hierro.
Por cierto, no puede descartarse que Al Sharaa haya simulado moderación y, consolidados su triunfo y su poder, imponga en Siria una dictadura religiosa tan brutal como el régimen secular caído. Así como Ulises y Epeo recurrieron como estrategia al gran caballo de madera que engañó a los troyanos y permitió a los griegos ingresar a la ciudad amurallada, Al Sharaa pudo haber urdido la estrategia del engaño a Turquía, Israel y Estados Unidos, para poder armar una coalición de milicias islamistas pro-turcas y obtener el apoyo en información de inteligencia aportado por el MIT (Milli Istihbarat Teskilat), el Mossad y la CIA. Nunca un extremismo islamista gobernó de otro modo que no sea imponiendo totalitarismos delirantes. Y nunca un líder engendrado en el vientre de Al Qaeda se convirtió en un estadista razonable y pacificador. Pero eso parece ser lo que está ocurriendo.
Hasta ahora, nada logró destruir a Al Qaeda. Ni los golpes norteamericanos que diezmaron sus fuerzas en Afganistán, ni la ejecución de Osama Bin Laden en Abbottabad, ni el asesinato de Aymán al Zawahiri en Kabul. Aunque lleve años en una vida vegetativa, ninguna derrota militar de las tantas que ha padecido pudo acabar con la organización madre del terrorismo global. Sin embargo, lo que no lograron los demoledores golpes militares recibidos, es probable que lo logre la metamorfosis de Ahmed al Sharaa: el líder que cortó su vínculo con Al Qaeda y años después derrotó al régimen sirio.
Quizá el devenir de la historia muestre que al golpe más letal se lo ha propinado esa milicia engendrada en su propio vientre con el nombre de Jabhat al Nusra al Ashn al Sham (Frente de la Victoria del Pueblo de Levante) y convertida en Hayat Tahrir al Sham (Organización para la Liberación de Levante). Sería una señal más de que el mundo atraviesa un capítulo en el que lo extraordinario se ha convertido en la normalidad. El capítulo que empezó cuando el mundo vio en vivo y en directo los aviones que estallaban contra las torres gemelas, encendiéndolas como antorchas que ardieron hasta hundirse en el vientre de Manhattan.
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