Si Noé volviera a encallar el arca en la cumbre del Ararat, al pasaporte se lo visaría Turquía. Eso explica, al menos en parte, el velo de melancolía que cubre a Yereván. Todas las postales de esa ciudad caucásica la muestran al pie del monte bíblico que los armenios veneran como símbolo geográfico de su país. Pero desde tiempos otomanos la totémica montaña está del otro lado de la frontera. Y desde hace dos años, también se volvió inalcanzable y remoto otro territorio habitado por armenios desde tiempos ancestrales: Artsaj.
Así se llamó la décima provincia del antiguo Reino de Armenia, nombre que recuperó tras la guerra en la que sus milicias vencieron al ejército de Azerbaiyán en la última década del siglo 20, pero volvió a perder hace dos años, por la fulminante ofensiva de los azeríes con el apoyo de Turquía. La derrota mostró a los armenios su inmensa soledad en la región y en el mundo. Fueron atacados y Rusia les dio la espalda. También le dieron la espalda las potencias de Occidente que debieron hacer algo para ayudar a esa nación cristiana y democrática rodeada de autocracias musulmanas.
Desde la caída de Nagorno Karabaj bajo control de Azerbaiyán en el 2023, Armenia afronta el desafío de reinventarse. A pesar de no tener salidas al Mar Caspio y al Mar Negro, ni flotar en petróleo como Azerbaiyán, Armenia cuenta con una economía sólida. Eso prueba la capacidad de su pueblo.
Ante un auditorio repleto de periodistas llegados desde todo el mundo para cubrir la segunda edición del Yereván Dialogue, el presidente Vahan Jachaturyan se las arregló para explicar que el desafío es reinventar el país, sin olvidar Artsaj ni el reclamo a Turquía de los territorios de Anatolia que fueron vaciados de armenios, pero entendiendo que la prioridad es darle a Armenia lo urgente: un lugar en Asia Central y una posición en el mundo. Un orbe hostil que ha quedado huérfano de liderazgo occidental.
A la melancolía de Yereván la respiré la primera vez que llegué a este rincón del Cáucaso. Era muy joven, el siglo 20 empezaba a despedirse y la Unión Soviética aún existía. Armenia apostaba a la “glasnost” y la “perestroika”, reformas que debían revitalizar la URSS pero acabaron sepultándola junto con el totalitarismo y la economía colectivista de planificación centralizada.
Los armenios habían vencido a los azeríes en Nagorno Karabaj y habían proclamado a Artsaj, un territorio independiente y hermanado con Armenia. Sin embargo no tenía la independencia que tuvo el antiguo Reino. En la Armenia soviética regían las leyes y la política que se dictaban en Moscú. Las leyes que hoy rigen en Armenia son creadas por su Parlamento. Ahora es una democracia insular entre autocracias, pero el Ararat sigue estando en otro país. Como si el Kilimanjaro estuviera en Kenia y no en Tanzania, o el monte Paektu estuviera en China, no Corea del Norte, los armenios reverencian una montaña sagrada cuya cumbre expresa las altas aspiraciones nacionales, pero se encuentra del lado turco de la frontera.
Aunque aún hay muchos monoblocs de insipidez soviética, esta Armenia luce una pujanza vigorosa y su Estado puede organizar eventos de escala global como el Yereván Dialogue, donde altos funcionarios gubernamentales provenientes de todo el mundo, junto a científicos, profesionales y expertos en los rubros apuntados en el programa, abordaron esas temáticas cruciales en la actualidad.
Armenia luce su democracia y una sociedad culta. Pero la soledad de su cultura cristiana y de su Estado de Derecho le imposibilitó resistir la última ofensiva militar lanzada a modo de blitzkrieg (guerra relámpago) por los azeríes con el aval de Erdogán y el apoyo militar turco, dejando otro territorio ancestralmente habitado por armenios en manos de un Estado extranjero.
Ese enclave quedó bajo total control de Azerbaiyán, dentro de cuyo mapa se encuentra desde la era soviética, cuando gozó de una autonomía que estaba por perder tras el colapso de la URSS pero que la victoria de los armenios en la guerra de finales del siglo 20 convirtió en Artsaj, un estado independiente de hecho, aunque sólo reconocido por Armenia.
La ofensiva que en 2023 lanzó el déspota azerí Ilhan Aliyev, hizo que Artsaj volviera a llamarse Nagorno Karabaj y a regirse por las leyes de Azerbaiyán. Igual que como había ocurrido en Nagicheván, los armenios de enclave montañoso fueron deportados en masa o escaparon ni bien las tropas azeríes ingresaron a Stepanakert, la capital karabajsí. Ahora, además del monte donde la tradición bíblica dice que encalló el arca de Noé, otro territorio vinculado a la identidad nacional armenia ha quedado más allá de sus fronteras.
En Yereván y demás ciudades del país caucásico muchos muros tienen pintados los rostros y nombres de los combatientes caídos en las guerras por Artsaj. Esas pintadas callejeras evocan ahora una derrota militar, la que hizo que los armenios se descubrieran totalmente solos en Asia Central y también en el mundo. Solamente los acompaña la fidelidad de la diáspora iniciada por las limpiezas étnicas del sultán Abdul Hammid en el siglo 19, y agigantada por el régimen genocida de “Los Jóvenes Turcos”.
Hace dos años, cuando las fuerzas azeríes entraron por sorpresa al enclave armenio, Rusia miró hacia otro lado. Yereván siempre había confiado en Moscú, pero Vladimir Putin reformuló el interés geopolítico del Kremlin. Los otros miembros del Tratado de Seguridad Colectiva, Kazajtsán, Kirguisia y Tayikistán, también traicionaron a Armenia cuando se produjo la ofensiva turco-azerí. Por eso el entonces presidente Nicol Pashinian decidió abandonar esa alianza militar inservible. Pero tampoco Europa y Estados Unidos habían reaccionado en defensa de la solitaria cultura cristiana que creó y sostiene una democracia en Asia Central.
Vahagn Jachaturyán entendió que Armenia debe reinventarse en la región y resituarse en el mundo. El presidente no puede decir nada que suene a renunciar a Artsaj pero sabe que nada se puede hacer ahora. No es tiempo de pensar en Artsaj sino de reinventar la supervivencia de Armenia en una región donde no tiene aliados y se encuentra en un mundo que ya no cuenta con un liderazgo político y cultural de Occidente.
Artsaj quedó muy lejos a pesar de estar tan cerca. Igual que el monte Ararat.
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