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OPINIóN | 28-09-2012 11:19

La furia de los integristas

Musulmanes paquistaníes queman banderas de EE.UU. tras la difusión del film "El Juicio a Mahoma". Las escenas de violencia se repitieron en todo el mundo.

Para desconcierto del presidente norteamericano Barack Obama y del grueso de sus compatriotas, desde hace varias semanas turbas enfurecidas están atacando las embajadas, consulados y empresas emblemáticas de los Estados Unidos en un centenar de ciudades para protestar contra un video breve, de factura casera, que según parece fue producido en California por un inmigrante egipcio copto, en que se mofa del profeta musulmán Mahoma. Sólo se trata de un pretexto: el video flotaba en el ciberespacio durante meses antes de que los interesados en usarlo para enardecer a los fanáticos optaran por aprovecharlo.

Si bien el gobierno de los Estados Unidos no tuvo nada que ver con el video, personajes como el presidente egipcio, el islamista Mohamed Morsi, lo acusan de complicidad porque sus voceros, entre ellos el propio Obama, insisten en reivindicar la libertad de expresión. En opinión de Morsi y compañía, es ilegítimo permitir a los infieles denigrar a quien según los musulmanes fue el mejor de los hombres habidos o por haber.

Lo que quieren los islamistas es que todos los gobiernos occidentales, presionados por la ONU, hagan de la blasfemia un crimen de lesa humanidad aunque, claro está, no se han propuesto permitir que las minorías religiosas en sus propios países sean beneficiados por las eventuales reformas legales que están reclamando, ya que en tal caso ellos mismos, además de miles de clérigos, terminarían entre rejas. En todos los países musulmanes, los judíos, cristianos, (entre ellos, los coptos egipcios), ateos, homosexuales y miembros de otras minorías son blancos constantes de agravios equiparables con los más brutales que fueron confeccionados por los genocidas nazis en vísperas del holocausto.

El objetivo de los islamistas es forzar a los demás a adoptar las leyes y costumbres sociales vigentes en países como Pakistán en que la blasfemia, la apostasía y las actividades de misioneros de cultos no musulmanes sí son consideradas crímenes capitales. A primera vista, la campaña en tal sentido parece absurda, pero en algunos países europeos, como Suecia y el Reino Unido, los islamistas ya se han anotado triunfos valiosos. En Francia también han logrado incidir en las costumbres locales, pero no les ha sido dado hacer mella en la barrera supuesta por el laicismo principista. A diferencia de lo que hubieran hecho sus homólogos norteamericanos, funcionarios del gobierno del presidente socialista galo François Hollande no vacilaron en defender el derecho del semanario satírico Charlie Hebdo a publicar caricaturas denigrantes de Mahoma con el propósito no disimulado de atizar la ira santa de los clérigos y políticos musulmanes.

Por algunos días, pareció que Obama, la secretaria de Estado Hillary Clinton y otros funcionarios del gobierno norteamericano compartían la indignación de Morsi y compañía y que por lo tanto procurarían castigar al cineasta aficionado, pero pronto asumieron una postura menos pusilánime. Es que, como debería haberles sido evidente desde el vamos, el asesinato –y, según algunos, violación- de su embajador en Libia no pudo atribuirse sólo a la ira espontánea de una muchedumbre de gente piadosa, si bien un tanto violenta, que acababa de enterarse de la existencia de un video blasfemo, ya que los responsables habían usado armas de guerra para destruir el consulado norteamericano en Bengasi, una ciudad que desde hace años es notoria por la presencia de muchos jihadistas que han servido a su causa en Irak y Afganistán. Asimismo, el que el episodio haya tenido lugar el 11 de septiembre, aniversario de la demolición espectacular, con miles de muertos, por Al-Qaeda de las Torres Gemelas de Nueva York y un ala del Pentágono en Washington, no pudo tomarse por una casualidad.

Con las elecciones presidenciales del 6 de noviembre tan cercanas, Obama no tiene más alternativa que la de defender su estrategia llamativamente conciliadora en el “Gran Oriente Medio”, pero a esta altura le es difícil negar que ha fracasado por completo. A pesar de tantas palabras presidenciales melifluas dirigidas a los musulmanes con miras a fortalecer su amor propio, los norteamericanos cuentan con menos gobiernos amigos en la región que en los días de George W. Bush. Aunque Obama, lo mismo que su antecesor, ha tratado de estimular a los presuntos demócratas de la zona, abandonando a su suerte a dictadores como Hosni Mubarak, incluso los enemigos del viejo cleptócrata han llegado a la conclusión de que les seria inútil confiar demasiado en una superpotencia que ni siquiera protege a sus servidores ofreciéndoles un refugio seguro. Dijo una vez el estudioso occidental más respetado de la historia del Islam, Bernard Lewis, en alusión al destino nada feliz del derrocado Cha de Irán, que a ojos de los habitantes de una región habitualmente convulsionada, los Estados Unidos “son inofensivos como enemigos y traidores como amigos”.

Pues bien: desde la publicación en 1993 de un célebre ensayo de Samuel P. Huntington, en el que el académico norteamericano preveía que “el choque de civilizaciones dominará la política global; las fallas entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro”, dirigentes e intelectuales de todos los países occidentales están esforzándose por convencerse de que no es así, que todos ya hemos aprendido a convivir en paz porque en el fondo compartimos los mismos valores y que solo a los belicistas natos se les ocurriría dudarlo. La “falla” que más preocupaba a Huntington era la que separa al mundo musulmán de los demás; advirtió que el Islam siempre ha tenido  “fronteras sangrientas”.

A juicio de muchos occidentales, se trataba de una provocación insensata, de una manifestación de intolerancia inaceptable, con connotaciones racistas, y para subrayar su propia negativa a dejarse influir por una idea tan reaccionaria, mantuvieron abiertas las puertas de sus países respectivos a una multitud de inmigrantes procedentes del “Gran Oriente Medio” que se extiende desde el Océano Atlántico hasta el Mar de China, además de asegurar que valoraban los aportes musulmanes a la civilización occidental y entendían que casi todos los problemas de los países islámicos se debieron al imperialismo europeo y norteamericano.

Huelga decir que los intentos de los gobiernos y las elites intelectuales de los países occidentales por congraciarse con “el mundo musulmán” no han servido para mucho. Antes bien, han resultado ser contraproducentes, en buena medida por basarse en la convicción no solo de los derechistas sino también de los progresistas de izquierda de que en última instancia los europeos y sus parientes norteamericanos son los protagonistas exclusivos de la Historia con mayúscula, dejando a los demás en el papel humillante de víctimas pasivas de la maldad de los presuntamente todopoderosos. Los líderes chinos, que, además de ser conscientes de la grandeza de su civilización, tienen motivos de sobra para confiar en su propia capacidad para recuperar el lugar central en el orden internacional que durante milenios habían creído suyo, se han acostumbrado a tolerar las pretensiones de los europeos. En cambio, los musulmanes se saben irremediablemente superados en todo lo vinculado con la economía, la investigación científica, la educación, la organización social y, lo que más duele, incluso en el ámbito militar en que un país pequeño, para más señas mayormente judío, se ha erigido en una especie de superpotencia regional.

No solo en Europa, sino también en países multiétnicos y multiculturales como la India y Nigeria, los musulmanes suelen ser más pobres que sus compatriotas cristianos, judíos, hindúes o budistas. Aunque los guerreros santos que siguen cometiendo atrocidades son por lo común personas exitosas según las pautas occidentales –Osama bin Laden fue un magnate riquísimo-, se sienten humillados por las condiciones de vida de la mayoría de sus correligionarios que, desde luego, propenden a atribuir a la arrogancia desalmada de los infieles. En cierto modo, su actitud se asemeja a la de otros especialistas en “la política de la identidad”, aquellos negros norteamericanos que han sabido prosperar aprovechando el sentimiento de culpabilidad que se ha apoderado de tantos progresistas blancos.  Lo mismo que el catolicismo de antes, el Islam tal y como lo interpretan los integristas es incompatible con el pluralismo democrático que no admite la supremacía de ningún culto religioso, o ideológico, determinado. Pero mientras que, después de una lucha larga y sanguinaria, el catolicismo y otras variantes cristianas lograran replegarse a la esfera privada, dejando la pública “a César”, como recomendó Jesucristo, para el Islam sería mucho más difícil hacerlo porque es congénitamente absolutista, de ahí las esporádicas rebeliones de fanáticos resueltos a restaurar “el califato” que, imaginan, estaría en condiciones de dominar el mundo. Durante un par de siglos de predominio occidental incuestionable, los musulmanes parecieron haberse resignado a un rol subalterno en el orden internacional, pero desde que los europeos y, apenas 50 años más tarde, los norteamericanos, optaron por batirse en retirada, están avanzando nuevamente, asegurando así que los próximos capítulos de la historia de nuestra especie resulten tan agitados y tan violentos como los anteriores.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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