Lo mismo que los vendedores de televisores led hípersofisticados, camisetas y gorritos patrióticos u otros productos que, con la ayuda de un poco de imaginación, podrían tener algo que ver con el fútbol, Cristina y sus soldados han aguardado con impaciencia indisimulada el inicio del Mundial.
Esperan que el torneo les dé por lo menos un mes libre de los molestos problemas cotidianos que tantos dolores de cabeza les están provocando, que por un rato la gente piense más en las hazañas de Lionel Messi y compañía que en asuntos como el drama rocambolesco protagonizado por Amado Boudou, el hombre que, dicen los decididos a lincharlo, cumplió el sueño del pibe al arreglárselas para apropiarse de la maquinita de imprimir dinero, y que las amas de casa se preocupen más por las deficiencias defensivas de la selección nacional que por los precios que encuentran en los supermercados.
Puesto que todos los gobiernos del planeta tratan de aprovechar los triunfos deportivos de sus compatriotas, sería mezquino criticar a Cristina por intentar compartir una eventual victoria argentina en Brasil, lo que haría atribuyéndola a las bondades de su “modelo”, pero parecería que lo que los kirchneristas tienen en mente es usar el mes de vacaciones virtuales que la FIFA le ha otorgado para aplicar algunas medidas económicas antipáticas y, con suerte, tapar algunos de los muchos escándalos que están brotando por doquier. No le será fácil.
Por intenso que sea el fervor futbolero alentado por el gobierno, una multitud de comerciantes de todo tipo y, desde luego, por la pasión que tantos sienten por lo que para ellos es el juego más hermoso, es poco probable que la mayoría se permita olvidar por completo lo que está sucediendo en lo que, bien que mal, es el mundo real.
A muchos les gusta trasladarse esporádicamente a otra dimensión en que hasta las lágrimas motivadas por la derrota del club de sus amores resultan placenteras, pero con pocas excepciones saben que solo se trata de una forma de escapismo, que una vez celebrado un triunfo épico o lamentado, como es debido, un revés claramente injusto, regresarán al país de antes en que, por desgracia, los desafíos son un tanto mayores que los enfrentados por Messi, el Kun Agüero y otros héroes del campo de juego.
Mal que les pese a quienes fantasean con un efecto Mundial duradero, la euforia ocasionada por un gran triunfo deportivo suele agotarse muy pronto e incluso podría ser contraproducente. ¿Por qué –se preguntarán los quejosos de siempre– no puede funcionar el país en su conjunto con la eficacia de sus futbolistas?
Los comerciantes aparte, los más resueltos a sacar provecho de los Mundiales, los Juegos Olímpicos y otros acontecimientos que atraparán a miles de millones de televidentes diseminados por el planeta son los políticos, sobre todo los brasileños. Estos creían que organizar un espectáculo masivo, y sumamente costoso, serviría para cubrir de prestigio a su país y por lo tanto a ellos mismos.
A veces aciertan quienes piensan así. Parecería que los Juegos Olímpicos de hace dos años en Londres sí produjeron los beneficios esperados. Pero por lo común los resultados son magros; después de gastar muchísima plata mejorando estadios, aeropuertos, ramas ferroviarias y así por el estilo, los gobiernos responsables se encuentran con deudas abultadas y una manada de elefantes blancos, obras faraónicas que no sirven para nada.
A esta altura, lo entenderá muy bien la presidenta brasileña Dilma Rousseff, la gran anfitriona del Mundial y, espera, de los aún más costosos Juegos Olímpicos previstos para 2016 en Río de Janeiro, una ciudad a un tiempo fascinante y plagada de problemas sociales difícilmente superables, razón por la que algunas favelas están bajo ocupación militar permanente para impedir que las dominen las poderosas bandas de narcotraficantes. Cuando Brasil consiguió convencer a los burócratas del deporte profesional de que estaba en condiciones de hacer lo necesario para cumplir con sus exigencias desmedidas, sus líderes políticos lo festejaron.
Suponían que, la televisión y el turismo mediante, el resto del mundo quedaría fascinado no solo por las bellezas naturales de su país sino también por el progreso material y social que había registrado. Eran los días en que economistas y futurólogos de otras latitudes aseguraban que Brasil, ya una potencia regional, estaba por modificar radicalmente el mapa geopolítico, desplazando a los decadentes países europeos y erigiéndose como rival de Estados Unidos. Así las cosas, invertir más de diez mil millones de dólares en un proyecto destinado a reportarle prestigio les pareció razonable.
Para sorpresa de la elite, muchos brasileños discreparían. En su opinión, la extravagante y costosísima versión local de fútbol para todos no tiene sentido. Le encanta el fútbol, eso sí, pero preferirían que el Gobierno se concentrara en asuntos que a su juicio son más importantes: educación, vivienda, salud, el transporte público, servicios sociales. Durante meses, las grandes ciudades brasileñas se han visto convulsionadas por manifestaciones multitudinarias en contra del Mundial.
En vísperas del puntapié inicial, San Pablo era un campo de batalla en que combatían trabajadores del metro en huelga contra policías que les disparaban balas de goma y hasta bombas de estruendo. Dilma reza para que haya una tregua hasta mediados del mes que viene, que los brasileños finalmente se dejen hechizar por la diosa del fútbol para participar anímicamente en lo que dice es “una celebración de la vida”.
Puede que así suceda, pero aun cuando el Mundial no se vea afeado por más protestas violentas, sería poco probable que ayudara a mejorar la imagen internacional de su país. Han sido tantos los traspiés organizativos que, lejos de impresionar a las hordas de visitantes con los logros del gobierno centro-izquierdista de la sucesora de Lula, lo que verán solo confirmará que Brasil sigue siendo un país subdesarrollado, de infraestructura deficiente, con una cantidad enorme de pobres e indigentes.
Muchas obras de transporte que el gobierno “trabalhista” de Dilma juró estarían listas a tiempo no han sido terminadas, algo que, en un país tan grande y tan heterogéneo como Brasil, pondrá en apuros a aquellos turistas que no están acostumbrados a viajar miles de kilómetros entre un partido y otro.
La FIFA, como el Comité Olímpico, insiste en que los países anfitriones ofrezcan a los visitantes servicios básicos parecidos a los disponibles en los lugares más avanzados del mundo ya desarrollado. Es por este motivo que los candidatos más ambiciosos se comprometen a modernizar sus países respectivos de la noche a la mañana, construyendo nuevos estadios o mejorando los ya existentes, además de actualizar los sistemas de transporte, los hoteles y las redes de comunicaciones electrónicas.
Pudo hacerlo China, país en que el régimen suele pasar por alto las protestas de los desalojados, y podría lograrlo Qatar, una monarquía absoluta petrolera en que obreros importados dóciles hacen todo del trabajo, pero Brasil es una democracia cuyos ciudadanos quieren hacer valer sus derechos, de ahí la indignación que tantos sienten frente a la voluntad de un gobierno supuestamente popular de despilfarrar una auténtica fortuna para organizar una competencia que, por emocionante que sea, pronto pertenecerá a la historia.
El deporte ha sido comercializado porque, merced al público que lo sigue, es una fuente de ingresos fabulosos no solo para un puñado de atletas que ganan casi tanto como los especuladores financieros o cantantes populares más exitosos, sino también para los dueños de los clubes, un ejército de burócratas y algunos grupos mediáticos. Y ha sido politizado porque es del interés de quienes dependen de su propia capacidad para impresionar a los demás vincularse con una actividad que, para centenares, tal vez miles, de millones de personas, es mucho más que entretenimiento.
Comprometerse con las vicisitudes de un club o una selección es formar parte de un grupo, o sea, integrarse al equivalente, por lo común inocuo, de una pandilla, tribu o nación, dotándose así de una identidad. Aunque a veces los hinchas reunidos en una barra brava provocan desmanes, la alternativa así supuesta es mucho menos peligrosa que la brindada por movimientos políticos o sectas religiosas que se articulan en torno a los mismos instintos.
En la dimensión deportiva, es lícito adoptar actitudes nacionalistas, para no decir netamente fascistas, que, en la “vida real”, motivarían alarma. Es el único ámbito en que los habitantes de países civilizados pueden desahogarse dando rienda suelta al chauvinismo primitivo que suelen mantener reprimido. Si el deporte ayuda a conservar la paz entre los países más avanzados, como nos aseguran los voceros de las asociaciones internacionales, es porque es un simulacro de guerra.
La reemplaza por enfrentamientos rituales que sirven para desviar corrientes emotivas que, de otro modo, podrían expresarse de manera incomparablemente más violenta, como en efecto ocurría durante siglos en Europa y sigue ocurriendo en aquellas regiones en que los campeonatos deportivos son considerados propios de una cultura radicalmente ajena contra la que es necesario combatir.
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