El apellido Trump es el rostro de la lujuria financiera que reinó en los '80 en los Estados Unidos. Clinton es la marca registrada de la soberbia norteamericana en el momento de la historia en que ese país se sintió la cabeza incontestable de un imperio global. Después, el mundo cambió: el derrumbe de las Torres Gemelas y de Wall Street de la mano de Bush Jr. -que lanzó a su país a una guerra sin final feliz- golpeó la autoestima nacional. Duramente.
Barack Obama encarnó, entonces, el intento de una gran autocrítica colectiva, simbolizado por el mensaje inclusivo que implicó la llegada del primer presidente negro a la Casa Blanca. Obama encarriló la furia cacerolera de los ahorristas afectados por las quiebras fraudulentas de bancos y financieras, primero prometiendo escarmiento y luego moderando su discurso en nombre de la responsabilidad de un estadista ante el riesgo de que el sistema institucional y económico estalle. También evitó que la reparación histórica a la comunidad afroamericana que prometía el empoderamiento de Obama derivara en un clima de revanchismo racial que reabriera las grietas de una sociedad que llegó a convivir en un “apartheid” con sordina. En el plano internacional, la moderación de Obama llegó a valerle el Premio Nobel de la Paz que, aunque causó polémica, terminó siendo un atributo más de su imagen de líder moderado, equilibrado para muchos, tibio para otros tantos. Aburrido para casi todo el electorado actual, tanto republicano como demócrata, que hoy prefiere el fulgor políticamente incorrecto de Trump y la avasallante autoridad de Hillary. Dos candidatos capaces de todo con tal de entretener.
*Editor Ejecutivo de Noticias.
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por Silvio Santamarina*
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