Vladimir Putin se ve como el heredero espiritual de Pedro el Grande, el zar de la dinastía Romanov que, más de tres siglos atrás, puso fin a los sueños imperiales de Suecia e hizo de Rusia una potencia europea importante. Si bien pasa por alto la voluntad de Pedro de occidentalizar a su país, lo que hizo forzando a sus habitantes a adoptar modalidades netamente europeas y abandonar aquellas que a su juicio eran demasiado asiáticas, lo admira por haber puesto en marcha un proceso de expansión imperial que, de salirse con la suya, estaría por reanudarse.
Para Putin, no es cuestión de conquistar territorios sino de recuperarlos; en su opinión, Pedro era un libertador, ya que los lugares que sus ejércitos ocuparon habían pertenecido a eslavos “desde tiempos inmemoriales”. Insinúa que lo que está haciendo en Ucrania es más o menos lo mismo; jura creer que en verdad los ucranianos son rusos que una banda de neonazis apoyados por las potencias occidentales quiere alejar de lo que, lo entiendan o no, es su propia madre patria.
De más está decir que Putin no es el primer líder nacional que, encandilado por las proezas de alguna figura histórica, se haya convencido de que el destino lo ha elegido para que cumpla un rol igualmente glorioso. Y a buen seguro no será el último. Los tiempos que corren son propicios para tales fantasías; en muchas partes del mundo, está estimulándolas la sensación de que, luego de una etapa de presunta hegemonía estadounidense, el orden unipolar resultante está resquebrajándose.
Aunque son incompatibles los objetivos que tienen en mente los resueltos a sacar provecho de una situación que les parece muy promisoria, todos coinciden en que el Occidente ha entrado en una fase de decadencia irremediable, que sus habitantes se han hecho tan fofos física y mentalmente que ni siquiera intentarían defenderse contra sus enemigos. Es lo que pensaban Osama bin Laden, el ayatolá Jomeini y otros islamistas cuando renovaban la milenaria guerra santa contra los infieles, mientras que en nuestros días lo comparten el mandamás chino Xi Jinping y, desde luego, Putin. Para todos ellos, los debates furibundos en torno a temas sexuales, el racismo y los muchos pecados cometidos por occidentales en el pasado no muy lejano que agitan a las elites occidentales son síntomas de un colapso de confianza que no puede sino reportarles beneficios. Demás está decir que tomaron la huida ignominiosa de Afganistán de las tropas de la OTAN que ordenó el presidente norteamericano Joe Biden por una señal de que Estados Unidos y los países europeos habían perdido interés en el resto del planeta.
Otro factor que incide en las actitudes asumidas por Xi, Putin y los islamistas es la crisis demográfica; al desplomarse la tasa de natalidad, muchos países, entre ellos Rusia, China e Irán, están envejeciendo con rapidez, razón por la que sus líderes se sienten obligados a actuar con premura ya que, dentro de un par de décadas, no contarán con los recursos humanos que necesitarían para llevar a cabo sus planes ambiciosos. He aquí un motivo adicional por el que las placas tectónicas internacionales se han puesto en movimiento nuevamente en busca de un nuevo orden mundial.
Desgraciadamente para Putin y decenas, tal vez centenares de millones de otros, la impaciencia, que en su caso particular algunos atribuyen a su salud, suele ser una muy mala consejera. Todo hace pensar que a mediados de febrero el hombre que quiere emular a Pedro el Grande cometió un error estratégico de dimensiones tan colosales que podría llevar a la destrucción de Rusia. Por cierto, llamaba la atención que, hace poco, Putin haya insistido en que “Rusia no terminará como la Unión Soviética"; si no fuera por la conciencia de que se trata no de una pesadilla ridícula sino de una posibilidad auténtica, nunca se le hubiera ocurrido hablar de tal modo.
Sea como fuere, aun cuando Putin logre apropiarse de todo el Donbas y una amplia zona del sur de Ucrania para que lo que quede sea un estado paupérrimo, sin acceso al mar, que para sobrevivir dependa de la generosidad de aliados occidentales gobernados por políticos que siempre dan prioridad al bienestar material del electorado local, los costos para Rusia misma de un eventual triunfo bélico serían enormes. Gracias a la invasión de Ucrania, la economía rusa, que depende casi por completo de las exportaciones de materias primas como petróleo y gas y por lo tanto tiene más en común con las de América latina que con las desarrolladas, habrá perdido por mucho tiempo lo que ha sido su fuente principal de ingresos. Alemania y otros países europeos que, en su conjunto, siguen gastando casi mil millones de dólares diarios para comprar a Rusia lo que necesitan, están procurando independizarse de un “socio” que ha resultado ser un enemigo peligrosísimo y sumamente brutal cuyas aspiraciones no parecen tener límites.
Para sorpresa de muchos, incluyendo a los europeos mismos, los países miembros de la OTAN reaccionaron de manera nada amistosa frente a la invasión no provocada de un país soberano que es reconocido como tal por todos los demás. Dieron por descontado que, a menos que frenaran a Putin, podría atacar a los países bálticos que antes de la implosión de la Unión Soviética formaban parte de aquella versión del imperio ruso, para entonces decir que había llegado el turno de Polonia para verse reincorporada a los dominios de los zares. Alarmadas por lo que veían acercarse, Suecia y Finlandia, cuyas fuerzas armadas serían plenamente capaces de frenar a las rusas, decidieron que les convendría entrar en la OTAN.
Para Putin, pues, hasta un triunfo militar rotundo sería pírrico, ya que no serviría para compensarlo por lo mucho que habrá perdido, pero por lo menos sería mejor que un empate que lo dejaría con Crimea y algunas zonas del este de Ucrania o, peor aún, una derrota apabullante que culminara con la expulsión definitiva de todos los invasores.
Si bien a esta altura es imposible prever lo que suceda en las semanas próximas en el campo de batalla, en los círculos militares del Occidente el consenso es que la eventual llegada de las unidades de artillería pesada avanzada que están comenzando a enviar los norteamericanos y británicos permitiría a los ucranianos reconquistar territorios que actualmente están en manos rusas, además de asestar un golpe devastador a la moral de los soldados de lo que, antes de iniciarse la invasión, solía calificarse del “segundo ejército del mundo”, pero que ha resultado ser decididamente menos eficaz de lo que muchos habían supuesto.
La pérdida del prestigio que habían tenido las fuerzas armadas rusas es motivo de preocupación no sólo para Putin. También lo es para aquellos norteamericanos y europeos que temen que se difunda por el mundo la convicción de que, a pesar de contar con un gran arsenal nuclear, Rusia dista de ser una superpotencia militar, porque en tal caso se sentirían estimulados los grupos separatistas que abundan en lo que, al fin y al cabo, es un enorme imperio multiétnico.
Por cierto, los chechenos y otros pueblos caucásicos, además de los musulmanes de amplias zonas de Asia Central que se cuentan entre las víctimas anteriores de poderío militar ruso, estarán mirando con gran interés lo que están haciendo los ucranianos en defensa de su soberanía. Desde su punto de vista, la ineptitud evidente de un ejército pésimamente dirigido, carcomido por la corrupción y de tecnología anticuada que, sin el poder de fuego que le brinda la artillería pesada, ya estaría batiéndose en retirada en el Donbas, plantea oportunidades que algunos encontrarán irresistibles.
Así las cosas, no extrañaría en absoluto que pronto estallaran rebeliones armadas en Chechenia y otros lugares que, por estar plenamente ocupadas en Ucrania, las fuerzas militares del Kremlin no estarían en condiciones de suprimir. En tal caso, la Confederación Rusa sí podría terminar al lado de la Unión Soviética en el cementerio en que yacen los restos de entidades políticas muertas
Conscientes de que, a pesar de las apariencias, Rusia es un país muy frágil que, si se cayera en pedazos, dejaría una zona muy extensa del mundo librada al caos, eminencias como el casi centenario Henry Kissinger y el presidente francés Emmanuel Macron están advirtiendo que una victoria ucraniana contundente tendría consecuencias nada felices no sólo para los rusos sino también para los occidentales. Como es natural, sus palabras acerca de lo peligroso que sería humillar a Putin han ocasionado indignación en Kiev, donde Volodimir Zelensky y otros no han vacilado en compararlas con las empleadas por el primer ministro británico Neville Chamberlain cuando, para apaciguar a Adolf Hitler, le permitió quedarse con un trozo significante de Checoslovaquia.
En Washington y Londres, tienen la voz cantante los que sí quieren humillar a Putin y debilitar a Rusia tanto que nunca más procure expandirse más allá de sus fronteras actuales. Es lo que dice el secretario de Defensa estadounidense, el general Lloyd Austin. Así y todo, si, como algunos prevén, Rusia se desintegrara de resultas de un triunfo ucraniano, se trataría de un desastre geopolítico aún mayor que el producido por el colapso de la Unión Soviética, uno que estarían en condiciones de aprovechar tanto los islamistas como los chinos que, por cierto, no han olvidado que en el pasado sus propios emperadores habían gobernado partes valiosas de Siberia.
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