Para algunos, las elecciones de este año serán las más importantes desde 1983 -o incluso 1946- por estar en juego la supervivencia de la Argentina como un país soberano viable. Quienes piensan así creen que, a menos que se elija un gobierno que sea capaz de llevar a cabo una serie de reformas económicas drásticas que a buen seguro perjudiquen a los que han logrado aprovechar las oportunidades brindadas por “el modelo” que consolidó el peronismo, correrá peligro de degenerar en una versión austral de Venezuela, una inmensa villa miseria infestada por drogadictos violentos y regida por delincuentes. Otros discrepan: dan a entender que el mayor riesgo que enfrenta el país es el planteado por una derecha vengativa que según ellos está resuelta a castigar ferozmente a los comprometidos con la justicia social.
Sería de suponer, pues, que estaríamos asistiendo a una lucha electoral apasionante en que los candidatos principales, tanto los reformistas como los decididos a defender el orden establecido, atraerían a multitudes de simpatizantes, como en efecto sucedió en 1983 cuando la Argentina se reencontraba con la democracia luego de un brutal interregno militar. En entonces, millones confiaban en que el triunfo de Raúl Alfonsín daría comienzo a un cambio trascendental.
Por desgracia, una vez en el poder Alfonsín se limitó a cumplir con la parte ética de su programa; no quería tratar de modernizar la economía hasta que sus deficiencias se hicieran tan evidentes que no le quedaba más opción que intentarlo, pero ya era demasiado tarde. Aquel fracaso, como los que después protagonizarían Fernando de la Rúa y Mauricio Macri, está detrás del clima de escepticismo actual. Parecería que pocos se sienten conmovidos por las campañas proselitistas. En las provincias y municipalidades en que ya se han celebrado elecciones, el abstencionismo y los votos en blanco han alcanzado niveles llamativos.
Combinado con el apoyo nacional que los encuestadores atribuyen al mistagogo furibundo Javier Milei, cuyas extravagancias apenas creíbles están detalladas en el libro reciente de Juan Luis González, quienes se niegan a participar en el proceso electoral conforman un bloque que está creciendo con rapidez. Lo que tienen en común sus integrantes es la falta de confianza en la capacidad de los políticos para resolver o, por lo menos, atenuar los problemas del país. Entre ellos y la nada, optan por la nada.
¿Es tan preocupante la indiferencia así manifestada como suponen aquellos que la creen antidemocrática, o sería legitimo tomarla por evidencia de que buena parte de la población está dejando atrás el caudillismo tradicional que tantos males le ha provocado? El que, hasta ahora, ningún candidato presidencial haya logrado generar el entusiasmo que hacían emocionantes las campañas electorales de Cristina Kirchner, Carlos Menem, Alfonsín, Juan Domingo Perón e Hipólito Yrigoyen podría considerarse un síntoma de madurez, una señal de que la Argentina no está esperando la llegada de un salvador carismático, un hombre o mujer de destino que, por ser quien presuntamente es y poseer poderes cuasi mágicos, transformará todo para que por fin el país se libre de sus taras ancestrales.
Dadas las circunstancias, tal actitud podría comprenderse. No se han olvidado por completo los resultados decepcionantes conseguidos por gobiernos que se afirmaron reformistas. Para más señas, la ya crónica crisis nacional ha entrado en una etapa que es tan inenarrablemente confusa que todos los cambios que se proponen motivan dudas. Es por lo tanto natural que los candidatos, que por cierto no son oradores fogosos, sean reacios a decirnos con precisión lo que harán si triunfan en el cuarto oscuro.
Por malo que sea el presente, muchos quieren que se prolongue un poco más, aunque sólo sea cuestión de un par de semanas o un mes, porque temen que lo que vendrá después sea todavía peor. Aguardan con resignación lo que pronto sucederá, ya que sienten que las medidas que tomen los encargados de gobernar el país una vez terminada la gestión del trío conformado por Alberto Fernández, Cristina y Sergio Massa, no responderán ni a su propia voluntad ni a aquella del pueblo en su conjunto. Temen que gobierne el Fondo Monetario Internacional o, si se lava las manos de un país que en su opinión es incorregible, los mercados.
De más está decir que el panorama electoral sigue siendo muy borroso. No ayudan para aclararlo las encuestas porque, según los que aspiran a medir lo que está sucediendo en la mente colectiva, pocas personas se dignan responder a sus preguntas. Asimismo, la posibilidad de que la economía sufra convulsiones en las semanas próximas, afecta anímicamente a todos los políticos; en cualquier momento podrían verse obligados a actuar en un escenario que sea aún más caótico que el habitual.
El que corre más peligro es Massa; si renuncia a su cargo de ministro de Economía para dedicarse plenamente a la campaña, brindaría una impresión de debilidad, pero si rehúsa hacerlo, sería considerado personalmente responsable de un eventual colapso del poder adquisitivo del grueso del electorado. De todos modos, si bien en vísperas de las PASO Massa se ha vestido de kirchnerista fiel y finge prestar atención a los consejos geniales de Cristina, no extrañaría en absoluto que, una vez confirmado como el candidato oficial del maremagno peronista, cambiara de ropa con la esperanza de congraciarse con los partidarios del perdedor o perdedora de la interna del frente opositor.
La plasticidad, por llamarlo así, del tigrense adoptivo, podría ser su carta de triunfo al permitirle conectarse con los conscientes de que será necesario intensificar el ajuste que ya está aplicando pero así y todo no quieren que lo haga alguien que dependería del apoyo de Juntos por el Cambio. Por injusto que a muchos les parezca, el internismo a menudo virulento de la coalición la ha perjudicado hasta tal punto que no tiene asegurada una victoria que, merced al fracaso espectacular del gobierno actual, en buena lógica debería ser aplastante.
Aunque es frecuente suponer que las disputas internas que agitan a todas las agrupaciones políticas responden al “narcisismo de las pequeñas diferencias” al que aludía Sigmund Freud, éste dista de ser el caso en la que mantiene dividido a Juntos por el Cambio. La estrategia propuesta por Patricia Bullrich es muy distinta de la insinuada por Horacio Rodríguez Larreta. Es rupturista: quiere que el gobierno que espera liderar emprenda enseguida la reestructuración de la economía aun cuando las medidas adoptadas choquen contra la resistencia, tanto callejera como legislativa, de quienes se adhieren al modelo corporativista existente. En cambio, su rival, que hace gala de su moderación y su voluntad de negociar tranquilamente con sus adversarios, entiende que convendría mucho más conseguir primero el respaldo, aun cuando sea a regañadientes, de por lo menos el setenta por ciento de los políticos representativos porque, sin él, ningún programa reformista podrá brindar resultados duraderos.
¿Shock o gradualismo? He aquí el dilema que enfrentará el gobierno que emerja de las elecciones. A juzgar por el estado catastrófico de una economía que tambalea al borde de la hiperinflación, carece por completo de reservas y que a ojos de quienes manejan las finanzas internacionales es un agujero negro insaciable que traga cantidades siderales de dinero ajeno sin mejorar su desempeño, Patricia tiene razón; pactar con el statu quo no serviría para nada. Pero también la tiene Horacio: sería sumamente arriesgado intentar modernizar de golpe el orden socioeconómico al cual el país se ha acostumbrado sin contar con el beneplácito de la mayor parte de la clase política nacional que, espera, estaría dispuesta a apoyarlo por entender que sería inútil tratar de aferrarse al pasado.
Mal que a muchos les pese, el futuro del país aún depende de lo que ocurre en las cabezas de políticos profesionales que lo han llevado al borde de un abismo pero que son reacios a abandonar ideas y prejuicios que siempre han defendido. Sin embargo, ocurre que a menos que tales personajes reconozcan que el modelo con el cual se sienten identificados está por autodestruirse y necesita ser remplazado por otro porque de lo contrario la Argentina que conocemos se caerá en pedazos, no habrá forma de proteger a los habitantes del país de lo que se les viene encima.
A diferencia de Patricia, Horacio apuesta a que colaborarían con un gobierno centrista sus congéneres de la clase política nacional con la excepción de aquellos kirchneristas que preferirían estar al mando de un país paupérrimo plagado de violencia callejera a cumplir roles menos destacados en uno que, andando el tiempo, podría hacerse próspero y pacífico. ¿Es realista tal planteo? Por desgracia, cuesta creer que quienes se han formado en la sociedad disfuncional que ellos mismos han contribuido a mantener estarán dispuestos a acompañarlo. Antes bien, lo más probable sería que, presionados por un sinnúmero de “militantes” atrincherados en dependencias del Estado y otros organismos, además de sindicalistas y empresarios que son “especialistas en mercados regulados”, trataran de sabotear los esfuerzos de jefes nominales reformistas con la esperanza de conservar lo más posible del “modelo” que tanto los ha beneficiado.
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