Será generacional, me dijo una mujer que rondaba los cincuenta años, que estaba parada detrás mío en la calle, a la espera de uno de esos deseados e inéditos taxis ermitaños a la hora en que la mayoría de la gente sale de trabajar. Ambas habíamos presenciado la misma situación. Pero ella con una vergüenza que no le pertenecía, y que según su relato, no le hubiese pertenecido jamás, aún a la edad donde los imperativos categóricos aspiraban despóticamente a convertirse en leyes universales, le devolvió, a un chico que denotaba por su forma de hablar ser del interior del país, y que, sin pedir permiso alguno, se atrevió a decirle “qué linda que sos" a una mujer joven, una sonrisa apiadada, que tampoco le correspondía, pero que intentaba mitigar y atemperar la cantidad de desdeños emanados de la boca de aquella ya no tan linda mujer.
En esa espera compartida me cuenta que, interesada desde muy temprana edad por la retórica, y los significados en particular, recurría a su madre, cuando la tenía cerca y disponible. Ella era una especie de diccionario ambulante y era también quien respondía casi instantáneamente sin necesitar de la todavía inexistente e inimaginable conexión a Internet, cada vez que no sabía qué quería decir tal o cual palabra.
Ante su inquietud, su madre le había contado una vez, que un "piropo" era un dicho con el que se halaga alguna cualidad de alguien, especialmente la belleza de una mujer. Y le había gustado. La única pregunta que se le había abierto al respecto era: ¿Por qué una mujer no piropea a un hombre? ¿Por qué una mujer no piropea a otra mujer?, ¿Un hombre a otro hombre?, ¿Una madre a una hija?, si al fin de cuentas, ¿a quién no le gustan los halagos? Recuerda que también de niña, el aburrimiento y la curiosidad, se asociaban en esas eternas y grises tardes de invierno, para inyectarle una dosis de adrenalina y buscar los significados de las palabras que no conocía en un diccionario que había heredado de su abuelo. De allí había aprendido también, a conocer otras versiones de las cosas, más allá de las que le daba su madre, otras acepciones de las palabras, enterándose con asombro, que esta palabra “piropo” también hacía referencia a una variedad de granate de color rojo intenso. Pero, las cosas cambian. Y reconoce que le cuesta comprenderlo, porque nunca, su rebasado diccionario de versiones, le había dicho que un piropo podía significar falta de respeto o que el color rojo de la piedra preciosa podía a ser el color rojo de la sangre, o que un halago a una mujer podía transmutarse en un poder sobre la mujer. Y por eso se compadeció del chico, porque tal vez él tampoco lo sabía.
A simple vista daba la sensación que los dos pertenecían a un tiempo remoto, y que desconocían que el verbo, había pasado a estar mal visto, que había perdido su esencia, que piropear había pasado a ser una acción asociada a acosar, desconsiderar, invadir. Y que esta versión se la fundamenta en que, en su ejercicio, falta el consentimiento del otro. Cuestionable, sí: Uno le podría preguntar al otro ¿Te puedo decir un piropo? Pero también podría pensarse que, siempre que sea con respeto, uno es libre de decir lo que se le antoje.
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